Textos más largos de Hans Christian Andersen etiquetados como Cuento infantil disponibles | pág. 10

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autor: Hans Christian Andersen etiqueta: Cuento infantil textos disponibles


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La Pulga y el Profesor

Hans Christian Andersen


Cuento infantil


Érase una vez un aeronauta que terminó malamente. Estalló su globo, cayó el hombre y se hizo pedazos. Dos minutos antes había enviado a su ayudante a tierra en paracaídas; fue una suerte para el ayudante, pues no sólo salió indemne de la aventura, sino que además se encontró en posesión de valiosos conocimientos sobre aeronáutica; pero no tenía globo, ni medios para procurarse uno.

Como de un modo u otro tenía que vivir, acudió a la prestidigitación y artes similares; aprendió a hablar con el estómago y lo llamaron ventrílocuo. Era joven y de buena presencia, y bien vestido siempre y con bigote, podía pasar por hijo de un conde. Las damas lo encontraban guapo, y una muchacha se prendó de tal modo de su belleza y habilidad, que lo seguía a todas las ciudades y países del extranjero; allí él se atribuía el título de «profesor»; era lo menos que podía ser.

Su idea fija era procurarse un globo y subir al espacio acompañado de su mujercita. Pero les faltaban los recursos necesarios.

—Ya Llegarán —decía él.

—¡Ojalá! —respondía ella.

—Somos jóvenes, y yo he llegado ya a profesor. ¡Las migas también son pan!

Ella le ayudaba abnegadamente vendiendo entradas en la puerta, lo cual no dejaba de ser pesado en invierno. Y le ayudaba también en sus trucos. El prestidigitador introducía a su mujer en el cajón de la mesa, un cajón muy grande; desde allí, ella se escurría a una caja situada detrás, y ya no aparecía cuando se volvía a abrir el cajón. Era lo que se llama una ilusión óptica.


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4 págs. / 7 minutos / 87 visitas.

Publicado el 4 de julio de 2016 por Edu Robsy.

El Cometa

Hans Christian Andersen


Cuento infantil


Y vino el cometa: brilló con su núcleo de fuego, y amenazó con la cola. Lo vieron desde el rico palacio y desde la pobre buhardilla; lo vio el gentío que hormiguea en la calle, y el viajero que cruza llanos desiertos y solitarios; y a cada uno inspiraba pensamientos distintos.

—¡Salgan a ver el signo del cielo! ¡Salgan a contemplar este bellísimo espectáculo! —exclamaba la gente; y todo el mundo se apresuraba, afanoso de verlo.

Pero en un cuartucho, una mujer trabajaba junto a su hijito. La vela de sebo ardía mal, chisporroteando, y la mujer creyó ver una viruta en la bujía; el sebo formaba una punta y se curvaba, y aquello, creía la mujer, significaba que su hijito no tardaría en morir, pues la punta se volvía contra él.

Era una vieja superstición, pero la mujer la creía.

Y justamente aquel niño estaba destinado a vivir muchos años sobre la Tierra, y a ver aquel mismo cometa cuando, sesenta años más tarde, volviera a aparecer.

El pequeño no vio la viruta de la vela, ni pensó en el astro que por primera vez en su vida brillaba en el cielo. Tenía delante una cubeta con agua jabonosa, en la que introducía el extremo de un tubito de arcilla y, aspirando con la boca por el otro, soplaba burbujas de jabón, unas grandes, y otras pequeñas. Las pompas temblaban y flotaban, presentando bellísimos y cambiantes colores, que iban del amarillo al rojo, del lila al azul, adquiriendo luego un tono verde como hoja del bosque cuando el sol brilla a su través.

—Dios te conceda tantos años en la Tierra como pompas de jabón has hecho —murmuraba la madre.

—¿Tantos, tantos? —dijo el niño—. No terminaré nunca las pompas con toda esta agua.

Y el niño sopla que sopla.


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4 págs. / 7 minutos / 117 visitas.

Publicado el 26 de junio de 2016 por Edu Robsy.

El Duende de la Tienda

Hans Christian Andersen


Cuento infantil


Érase una vez un estudiante, un estudiante de verdad, que vivía en una buhardilla y nada poseía; y érase también un tendero, un tendero de verdad, que habitaba en la trastienda y era dueño de toda la casa; y en su habitación moraba un duendecillo, al que todos los años, por Nochebuena, obsequiaba aquél con un tazón de papas y un buen trozo de mantequilla dentro. Bien podía hacerlo; y el duende continuaba en la tienda, y esto explica muchas cosas.

Un atardecer entró el estudiante por la puerta trasera, a comprarse una vela y el queso para su cena; no tenía a quien enviar, por lo que iba él mismo. Le dieron lo que pedía, lo pagó, y el tendero y su mujer le desearon las buenas noches con un gesto de la cabeza. La mujer sabía hacer algo más que gesticular con la cabeza; era un pico de oro.

El estudiante les correspondió de la misma manera y luego se quedó parado, leyendo la hoja de papel que envolvía el queso. Era una hoja arrancada de un libro viejo, que jamás hubiera pensado que lo tratasen así, pues era un libro de poesía.

—Todavía nos queda más —dijo el tendero—; lo compré a una vieja por unos granos de café; por ocho chelines se lo cedo entero.

—Muchas gracias —repuso el estudiante—. Démelo a cambio del queso. Puedo comer pan solo; pero sería pecado destrozar este libro. Es usted un hombre espléndido, un hombre práctico, pero lo que es de poesía, entiende menos que esa cuba.

La verdad es que fue un tanto descortés al decirlo, especialmente por la cuba; pero tendero y estudiante se echaron a reír, pues el segundo había hablado en broma. Con todo, el duende se picó al oír semejante comparación, aplicada a un tendero que era dueño de una casa y encima vendía una mantequilla excelente.


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4 págs. / 7 minutos / 166 visitas.

Publicado el 26 de junio de 2016 por Edu Robsy.

La Tempestad Cambia los Rótulos

Hans Christian Andersen


Cuento infantil


En días remotos, cuando el abuelito era todavía un niño y llevaba pantaloncito encarnado y chaqueta de igual color, cinturón alrededor del cuerpo y una pluma en la gorra —pues así vestían los pequeños cuando iban endomingados—, muchas cosas eran completamente distintas de como son ahora. Eran frecuentes las procesiones y cabalgatas, ceremonias que hoy han caído en desuso, pues nos parecen anticuadas. Pero da gusto oír contarlo al abuelito.

Realmente debió de ser un bello espectáculo el solemne traslado del escudo de los zapateros el día que cambiaron de casa gremial. Ondeaba su bandera de seda, en la que aparecían representadas una gran bota y un águila bicéfala; los oficiales más jóvenes llevaban la gran copa y el arca; cintas rojas y blancas descendían, flotantes, de las mangas de sus camisas. Los mayores iban con la espada desenvainada, con un limón en la punta. Lo dominaba todo la música, y el mayor de los instrumentos era el «pájaro», como llamaba el abuelito a la alta percha con la media luna y todos los sonajeros imaginables; una verdadera música turca. Sonaba como mil demonios cuando la levantaban y sacudían, y a uno le dolían los ojos cuando el sol daba sobre el oro, la plata o el latón.


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4 págs. / 7 minutos / 79 visitas.

Publicado el 4 de julio de 2016 por Edu Robsy.

La Margarita

Hans Christian Andersen


Cuento infantil


Oigan bien lo que les voy a contar: Allá en la campaña, junto al camino, hay una casa de campo, que de seguro han visto alguna vez. Delante tiene un jardincito con flores y una cerca pintada. Allí cerca, en el foso, en medio del bello y verde césped, crecía una pequeña margarita, a la que el sol enviaba sus confortantes rayos con la misma generosidad que a las grandes y suntuosas flores del jardín; y así crecía ella de hora en hora.

Allí estaba una mañana, bien abiertos sus pequeños y blanquísimos pétalos, dispuestos como rayos en torno al solecito amarillo que tienen en su centro las margaritas. No se preocupaba de que nadie la viese entre la hierba, ni se dolía de ser una pobre flor insignificante; se sentía contenta y, vuelta de cara al sol, estaba mirándolo mientras escuchaba el alegre canto de la alondra en el aire.

Así, nuestra margarita era tan feliz como si fuese día de gran fiesta, y, sin embargo, era lunes. Los niños estaban en la escuela, y mientras ellos estudiaban sentados en sus bancos, ella, erguida sobre su tallo, aprendía a conocer la bondad de Dios en el calor del sol y en la belleza de lo que la rodeaba, y se le ocurrió que la alondra cantaba aquello mismo que ella sentía en su corazón; y la margarita miró con una especie de respeto a la avecilla feliz que así sabía cantar y volar, pero sin sentir amargura por no poder hacerlo también ella. «¡Veo y oigo! —pensaba—; el sol me baña y el viento me besa. ¡Cuán bueno ha sido Dios conmigo!».


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4 págs. / 7 minutos / 171 visitas.

Publicado el 30 de junio de 2016 por Edu Robsy.

Juan el Bobo

Hans Christian Andersen


Cuento infantil


Allá en el campo, en una vieja mansión señorial, vivía un anciano propietario que tenía dos hijos, tan listos, que con la mitad hubiera bastado. Los dos se metieron en la cabeza pedir la mano de la hija del Rey. Estaban en su derecho, pues la princesa había mandado pregonar que tomaría por marido a quien fuese capaz de entretenerla con mayor gracia e ingenio.

Los dos hermanos estuvieron preparándose por espacio de ocho días; éste era el plazo máximo que se les concedía, más que suficiente, empero, ya que eran muy instruidos, y esto es una gran ayuda. Uno se sabía de memoria toda la enciclopedia latina, y además la colección de tres años enteros del periódico local, tanto del derecho como del revés. El otro conocía todas las leyes gremiales párrafo por párrafo, y todo lo que debe saber el presidente de un gremio. De este modo, pensaba, podría hablar de asuntos del Estado y de temas eruditos. Además, sabía bordar tirantes, pues era fino y ágil de dedos.

—Me llevaré la princesa —afirmaban los dos; por eso su padre dio a cada uno un hermoso caballo; el que se sabía de memoria la enciclopedia y el periódico, recibió uno negro como azabache, y el otro, el ilustrado en cuestiones gremiales y diestro en la confección de tirantes, uno blanco como la leche. Además, se untaron los ángulos de los labios con aceite de hígado de bacalao, para darles mayor agilidad. Todos los criados salieron al patio para verlos montar a caballo, y entonces compareció también el tercero de los hermanos, pues eran tres, sólo que el otro no contaba, pues no se podía comparar en ciencia con los dos mayores, y, así, todo el mundo lo llamaba el bobo.

—¿Adónde vais con el traje de los domingos? —preguntó.

—A palacio, a conquistar a la hija del Rey con nuestros discursos. ¿No oíste al pregonero? —y le contaron lo que ocurría.


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4 págs. / 7 minutos / 127 visitas.

Publicado el 30 de junio de 2016 por Edu Robsy.

Las Aventuras del Cardo

Hans Christian Andersen


Cuento infantil


Ante una rica quinta señorial se extendía un hermoso y bien cuidado jardín, plantado de árboles y flores raras. Todos los que visitaban la finca expresaban su admiración por él. La gente de la comarca, tanto del campo como de las ciudades, acudían los días de fiesta y pedían permiso para visitar el parque; incluso escuelas enteras se presentaban para verlo.

Delante de la valla, por la parte de fuera junto al camino, crecía un enorme cardo; su raíz era vigorosa y vivaz, y se ramificaba de tal modo, que él sólo formaba un matorral. Nadie se paraba a mirarlo, excepto el viejo asno que tiraba del carro de la lechera. El animal estiraba el cuello hacia la planta y le decía: «¡Qué hermoso eres! Te comería». Pero el ronzal no era bastante largo para que el pollino pudiese alcanzarlo.

Habían llegado numerosos invitados al palacio: nobles parientes de la capital, jóvenes y lindas muchachas, y entre ellas una señorita llegada de muy lejos, de Escocia. Era de alta cuna, rica en dinero y en propiedades, lo que se dice un buen partido. Así lo pensaba más de un joven soltero, y las madres estaban de acuerdo.

Los jóvenes salieron a correr por el césped y a jugar al «crocket»; pasearon luego entre las flores, y cada una de las muchachas cogió una y la puso en el ojal de un joven. La señorita escocesa estuvo buscando largo rato sin encontrar ninguna a su gusto, hasta que, al mirar por encima de la valla, se dio cuenta del gran cardo del exterior, con sus grandes flores azules y rojas. Sonrió al verlo y pidió al hijo de la casa que le cortase una de ellas.

—Es la flor de Escocia —dijo—. Figura en el escudo de mi país. Dámela.

El joven eligió la más bonita y se pinchó los dedos, como si la flor hubiese crecido en un espinoso rosal.


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4 págs. / 7 minutos / 79 visitas.

Publicado el 4 de julio de 2016 por Edu Robsy.

El Último Día

Hans Christian Andersen


Cuento infantil


De todos los días de nuestra vida, el más santo es aquel en que morimos; es el último día, el grande y sagrado día de nuestra transformación. ¿Te has detenido alguna vez a pensar seriamente en esa hora suprema, la última de tu existencia terrena?

Hubo una vez un hombre, un creyente a machamartillo, según decían, un campeón de la divina palabra, que era para él ley, un celoso servidor de un Dios celoso. He aquí que la Muerte llegó a la vera de su lecho, la Muerte, con su cara severa de ultratumba.

—Ha sonado tu hora, debes seguirme —le dijo, tocándole los pies con su dedo gélido; y sus pies quedaron rígidos. Luego la Muerte le tocó la frente y el corazón, que cesó de latir, y el alma salió en pos del ángel exterminador.

Pero en los breves segundos que transcurrieron entre el momento en que sintió el contacto de la Muerte en el pie y en la frente y el corazón, desfiló por la mente del moribundo, como una enorme oleada negra, todo lo que la vida le había aportado e inspirado. Con una mirada recorrió el vertiginoso abismo y con un pensamiento instantáneo abarcó todo el camino inconmensurable. Así, en un instante, vio en una ojeada de conjunto, la miríada incontable de estrellas, cuerpos celestes y mundos que flotan en el espacio infinito.

En un momento así, el terror sobrecoge al pecador empedernido que no tiene nada a que agarrarse; tiene la impresión de que se hunde en el vacío insondable. El hombre piadoso, en cambio, descansa tranquilamente su cabeza en Dios y se le entrega como un niño:

—¡Hágase en mí Tu voluntad!


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4 págs. / 7 minutos / 98 visitas.

Publicado el 28 de junio de 2016 por Edu Robsy.

Rompenieves

Hans Christian Andersen


Cuento infantil


Era invierno, el aire frío, el viento cortante, pero en el hogar se estaba caliente y a gusto, y la flor yacía en su casita, encerrada en su bulbo, bajo la tierra y la nieve.

Un día llovió, las gotas atravesaron la capa de nieve y penetraron en la tierra, tocaron el bulbo y le hablaron del luminoso mundo de allá arriba; poco después, un rayo de sol taladró a su vez la nieve y fue a llamar a la corteza del bulbo.

—¡Adelante! —dijo la flor.

—No puedo —respondió el rayo de sol—. No tengo bastante fuerza para abrir. Hasta el verano no seré fuerte.

—¿Cuándo llegará el verano? —preguntó la flor, y fue repitiendo la misma pregunta cada vez que llegaba un nuevo rayo de sol. Pero faltaba aún mucho para el verano. El suelo estaba cubierto de un manto de nieve, y todas las noches se helaba el agua.

—¡Cuánto tarda, cuánto tarda! —se lamentaba la flor—. Siento un cosquilleo, no puedo estar quieta, necesito estirarme, abrir, salir afuera, ir a dar los buenos días al verano. ¡Qué tiempo más feliz será!

Y la flor venga agitarse y estirarse contra la delgada envoltura, que el agua reblandecía desde fuera y la nieve y la tierra calentaban, aquella tierra en la que el sol ya había penetrado. Iba encaramándose bajo la nieve, con una yema verde y blanquecina en el extremo del verde tallo, con hojas estrechas y jugosas que parecían querer protegerla. La nieve era fría, pero estaba bañada de luz; por eso era fácil atravesarla, y la flor sintió que el rayo de sol tenía más fuerza que antes.

—¡Bienvenida, bienvenida! —cantaban y decían todos los rayos, mientras la flor se elevaba por encima de la nieve, asomando al mundo luminoso. Los rayos la acariciaban y besaban, impulsándola a abrirse del todo, blanca como la nieve y adornada con fajas verdes. Inclinó la cabeza, gozosa y humilde.


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4 págs. / 7 minutos / 123 visitas.

Publicado el 4 de julio de 2016 por Edu Robsy.

El Jabalí de Bronce

Hans Christian Andersen


Cuento infantil


En la ciudad de Florencia, no lejos de la Piazza del Granduca, corre una calle transversal que, si mal no recuerdo, se llama Porta Rossa. En ella, frente a una especie de mercado de hortalizas, se levanta la curiosa figura de un jabalí de bronce, esculpido con mucho arte. Agua límpida y fresca fluye de la boca del animal, que con el tiempo ha tomado un color verde oscuro. Sólo el hocico brilla, como si lo hubiesen pulimentado —y así es en efecto— por la acción de los muchos centenares de chiquillos y pobres que, cogiéndose a él con las manos, acercan la boca a la del animal para beber. Es un bonito cuadro el de la bien dibujada fiera abrazada por un gracioso rapaz medio desnudo, que aplica su fresca boca al hocico de bronce.

A cualquier forastero que llegue a Florencia le es fácil encontrar el lugar; no tiene más que preguntar por el jabalí de bronce al primer mendigo que encuentre, seguro que lo guiarán a él.

Era un anochecer del invierno; las montañas aparecían cubiertas de nieve, pero en el cielo brillaba la luna llena; y la luna llena en Italia es tan luminosa como un día gris de invierno de los países nórdicos; y le gana aún, pues el aire brilla y adquiere relieve, mientras que en el Norte el techo de plomo, frío y lúgubre, deprime al hombre, lo aplasta contra el suelo, ese suelo húmedo y frío que un día cubrirá su ataúd.


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4 págs. / 7 minutos / 101 visitas.

Publicado el 26 de junio de 2016 por Edu Robsy.

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