Textos más vistos de Hans Christian Andersen etiquetados como Cuento infantil disponibles | pág. 7

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autor: Hans Christian Andersen etiqueta: Cuento infantil textos disponibles


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Los Vecinos

Hans Christian Andersen


Cuento infantil


Cualquiera habría dicho que algo importante ocurría en la balsa del pueblo, y, sin embargo, no pasaba nada. Todos los patos, tanto los que se mecían en el agua como los que se habían puesto de cabeza —pues saben hacerlo—, de pronto se pusieron a nadar precipitadamente hacia la orilla; en el suelo cenagoso quedaron bien visibles las huellas de sus pies y sus gritos podían oírse a gran distancia. El agua se agitó violentamente, y eso que unos momentos antes estaba tersa como un espejo, en el que se reflejaban uno por uno los árboles y arbustos de las cercanías y la vieja casa de campo con los agujeros de la fachada y el nido de golondrinas, pero muy especialmente el gran rosal cuajado de rosas, que bajaba desde el muro hasta muy adentro del agua. El conjunto parecía un cuadro puesto del revés. Pero en cuanto el agua se agitaba, todo se revolvía, y la pintura se esfumaba. Dos plumas que habían caído de los patos al desplegar las alas, se balanceaban sobre las olas, como si soplase el viento; y, sin embargo, no lo había. Por fin quedaron inmóviles: el agua recuperó su primitiva tersura y volvió a reflejar claramente la fachada con el nido de golondrinas y el rosal con cada una de sus flores, que eran hermosísimas, aunque ellas lo ignoraban porque nadie se lo había dicho. El sol se filtraba por entre las delicadas y fragantes hojas; y cada rosa se sentía feliz, de modo parecido a lo que nos sucede a las personas cuando estamos sumidos en nuestros pensamientos.

—¡Qué bella es la vida! —decía cada una de las rosas—. Lo único que desearía es poder besar al sol, por ser tan cálido y tan claro.

—Y también quisiera besar las rosas de debajo del agua: ¡se parecen tanto a nosotras! Y besaría también a las dulces avecillas del nido, que asoman la cabeza piando levemente; no tienen aún plumas como sus padres. Son buenos los vecinos que tenemos, tanto los de arriba como los de abajo. ¡Qué hermosa es la vida!


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11 págs. / 20 minutos / 147 visitas.

Publicado el 4 de julio de 2016 por Edu Robsy.

¡Qué hermosa!

Hans Christian Andersen


Cuento infantil


El escultor Alfredo —seguramente lo conoces, pues todos lo conocemos— ganó la medalla de oro, hizo un viaje a Italia y regresó luego a su patria. Entonces era joven, y, aunque lo es todavía, siempre tiene unos años más que en aquella época.

A su regreso fue a visitar una pequeña ciudad de Zelanda. Toda la población sabía quién era el forastero. Una familia acaudalada dio una fiesta en su honor, a la que fueron invitadas todas las personas que representaban o poseían algo en la localidad. Fue un acontecimiento, que no hubo necesidad de pregonar con bombo y platillos. Oficiales artesanos e hijos de familias humildes, algunos con sus padres, contemplaron desde la calle las iluminadas cortinas; el vigilante pudo imaginar que había allí tertulia, a juzgar por el gentío congregado en la calle. El aire olía a fiesta, y en el interior de la casa reinaba el regocijo, pues en ella estaba don Alfredo, el escultor.

Habló, contó, y todos los presentes lo escucharon con gusto y con unción, principalmente la viuda de un funcionario, ya de cierta edad. Venía a ser como un papel secante nuevito para todas las palabras de don Alfredo: chupaba enseguida lo que él decía, y pedía más; era enormemente impresionable e increíblemente ignorante: un Kaspar Hauser femenino.

—Supongo que visitaría Roma —dijo—. Debe ser una ciudad espléndida, con tanto extranjero como allí acude. ¡Descríbanos Roma! ¿Qué impresión produce cuando se llega a ella?

—Es muy fácil describirla —dijo el joven escultor—. Hay una gran plaza, con un obelisco en el centro, un obelisco que tiene cuatro mil años.


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7 págs. / 13 minutos / 88 visitas.

Publicado el 4 de julio de 2016 por Edu Robsy.

Cada Cosa en su Sitio

Hans Christian Andersen


Cuento infantil


Hace de esto más de cien años.

Detrás del bosque, a orillas de un gran lago, se levantaba un viejo palacio, rodeado por un profundo foso en el que crecían cañaverales, juncales y carrizos. Junto al puente, en la puerta principal, habla un viejo sauce, cuyas ramas se inclinaban sobre las cañas.

Desde el valle llegaban sones de cuernos y trotes de caballos; por eso la zagala se daba prisa en sacar los gansos del puente antes de que llegase la partida de cazadores. Venía ésta a todo galope, y la muchacha hubo de subirse de un brinco a una de las altas piedras que sobresalían junto al puente, para no ser atropellada. Era casi una niña, delgada y flacucha, pero en su rostro brillaban dos ojos maravillosamente límpidos. Mas el noble caballero no reparó en ellos; a pleno galope, blandiendo el látigo, por puro capricho dio con él en el pecho de la pastora, con tanta fuerza que la derribó.

—¡Cada cosa en su sitio! —exclamó—. ¡El tuyo es el estercolero! —y soltó una carcajada, pues el chiste le pareció gracioso, y los demás le hicieron coro. Todo el grupo de cazadores prorrumpió en un estruendoso griterío, al que se sumaron los ladridos de los perros. Era lo que dice la canción:

«¡Borrachas llegan las ricas aves!».

Dios sabe lo rico que era.

La pobre muchacha, al caer, se agarró a una de las ramas colgantes del sauce, y gracias a ella pudo quedar suspendida sobre el barrizal. En cuanto los señores y la jauría hubieron desaparecido por la puerta, ella trató de salir de su atolladero, pero la rama se quebró, y la muchachita cayó en medio del cañaveral, sintiendo en el mismo momento que la sujetaba una mano robusta. Era un buhonero, que, habiendo presenciado toda la escena desde alguna distancia, corrió en su auxilio.


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9 págs. / 17 minutos / 197 visitas.

Publicado el 26 de junio de 2016 por Edu Robsy.

Chácharas de Niños

Hans Christian Andersen


Cuento infantil


En casa del rico comerciante se celebraba una gran reunión de niños: niños de casas ricas y familias distinguidas. El comerciante era un hombre opulento y además instruido; a su debido tiempo había sufrido los exámenes. Así lo había querido su excelente padre, que no era más que un simple ganadero, pero honrado y trabajador. El negocio le había dado dinero, y el hijo lo supo aumentar con su trabajo. Era un hombre de cabeza y también de corazón, pero de esto se hablaba menos que de su riqueza.

Frecuentaba su casa gente distinguida, tanto de «sangre», que así la llaman, como de talento. Los había que reunían ambas condiciones, y algunos que carecían de una y otra. En el momento de nuestra narración había allí una reunión de niños, que hablaban y discutían como tales; y ya es sabido que los niños no tienen pelos en la lengua. Figuraba entre los concurrentes una chiquilla lindísima, pero terriblemente orgullosa; los criados le habían metido el orgullo en el cuerpo, no sus padres, demasiado sensatos para hacerlo. El padre era chambelán, y éste es un cargo tremendamente importante, como ella sabía muy bien.

—¡Soy camarera del Rey! —decía la muchachita. Lo mismo podría haber sido camarera de una bodega, pues tanto mérito hace falta para una cosa como para la otra. Después contó a sus compañeros que era «bien nacida», y afirmó que quien no era de buena cuna no podía llegar a ser nadie. De nada servía estudiar y trabajar; cuando no se es «bien nacido», a nada puede aspirarse.

—Y todos aquellos que tienen apellidos terminados en «sen» —prosiguió—, tampoco llegarán a ser nada en el mundo. Hay que ponerse en jarras y mantener a distancia a esos «¡—sen, —sen!» y puso en jarras sus lindos brazos de puntiagudos codos, para mostrar cómo había que hacer. ¡Y qué lindos eran sus bracitos! Era encantadora.


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2 págs. / 4 minutos / 166 visitas.

Publicado el 26 de junio de 2016 por Edu Robsy.

Desde una Ventana de Vartou

Hans Christian Andersen


Cuento infantil


Junto a la verde muralla que se extiende alrededor de Copenhague, se levanta una gran casa roja con muchas ventanas, en las que crecen balsaminas y árboles de ámbar. El exterior es de aspecto mísero, y en ella viven gentes pobres y viejas. Es Vartou.

Mira: En el antepecho de una de las ventanas se apoya una anciana solterona, entretenida en arrancar las hojas secas de la balsamina y mirando la verde muralla, donde saltan y corren unos alegres chiquillos. ¿En qué debe estar pensando? Un drama de su vida se proyecta ante su mente.

Los pobres pequeñuelos, ¡qué felices juegan! ¡Qué mejillas más sonrosadas y qué ojos tan brillantes! Pero no llevan medias ni zapatos; están bailando sobre la muralla verde. Según cuenta la leyenda, hace pocos años la tierra se hundía allí constantemente, y en una ocasión un inocente niño cayó con sus flores y juguetes en la abierta tumba, que se cerró mientras el pequeñuelo jugaba y comía. Allí se alzaba la muralla, que no tardó en cubrirse de un césped espléndido. Los niños ignoran la leyenda; de otro modo, oirían llorar al que se halla bajo la tierra, y el rocío de la hierba se les figuraría lágrimas ardientes. Tampoco saben la historia de aquel rey de Dinamarca que allí plantó cara al invasor y juró ante sus temblorosos cortesanos que se mantendría firme junto a los habitantes de su ciudad y moriría en su nido. Ni saben de los hombres que lucharon allí, ni de las mujeres que vertieron agua hirviendo sobre los enemigos que, vestidos de blanco para confundirse con la nieve, trepaban por el lado exterior del muro.

Los pobres chiquillos seguían jugando alegremente.


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1 pág. / 3 minutos / 121 visitas.

Publicado el 26 de junio de 2016 por Edu Robsy.

Dos Pisones

Hans Christian Andersen


Cuento infantil


¿Has visto alguna vez un pisón? Me refiero a esta herramienta que sirve para apisonar el pavimento de las calles. Es de madera todo él, ancho por debajo y reforzado con aros de hierro; de arriba estrecho, con un palo que lo atraviesa, y que son los brazos.

En el cobertizo de las herramientas había dos pisonas, junto con palas, cubos y carretillas; había llegado a sus oídos el rumor de que las «pisonas» no se llamarían en adelante así, sino «apisonadoras», vocablo que, en la jerga de los picapedreros, es el término más nuevo y apropiado para, designar lo que antaño llamaban pisonas.

Ahora bien; entre nosotros, los seres humanos, hay lo que llamamos «mujeres emancipadas», entre las cuales se cuentan directoras de colegios, comadronas, bailarinas — que por su profesión pueden sostenerse sobre una pierna —, modistas y enfermeras; y a esta categoría de «emancipadas» se sumaron también las dos «pisonas» del cobertizo; la Administración de obras públicas las llamaba «pisonas», y en modo alguno se avenían a renunciar a su antiguo nombre y cambiarlo por el de «apisonadoras».

—Pisón es un nombre de persona —decían—, mientras que «apisonadora» lo es de cosa, y no toleraremos que nos traten como una simple cosa; ¡esto es ofendernos!

—Mi prometido está dispuesto a romper el compromiso —añadió la más joven, que tenía por novio a un martinete, una especie de máquina para clavar estacas en el suelo, o sea, que hace en forma tosca lo que la pisona en forma delicada—. Me quiere como pisona, pero no como apisonadora, por lo que en modo alguno puedo permitir que me cambien el nombre.

—¡Ni yo! —dijo la mayor—. Antes dejaré que me corten los brazos.

La carretilla, sin embargo, sustentaba otra opinión; y no se crea de ella que fuera un don nadie; se consideraba como una cuarta parte de coche, pues corría sobre una rueda.


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Publicado el 26 de junio de 2016 por Edu Robsy.

El Abecedario

Hans Christian Andersen


Cuento infantil


Érase una vez un hombre que había compuesto versos para el abecedario, siempre dos para cada letra, exactamente como vemos en la antigua cartilla. Decía que hacía falta algo nuevo, pues los viejos pareados estaban muy sobados, y los suyos le parecían muy bien. Por el momento, el nuevo abecedario estaba sólo en manuscrito, guardado en el gran armario—librería, junto a la vieja cartilla impresa; aquel armario que contenía tantos libros eruditos y entretenidos. Pero el viejo abecedario no quería por vecino al nuevo, y había saltado en el anaquel pegando un empellón al intruso, el cual cayó al suelo, y allí estaba ahora con todas las hojas dispersas. El viejo abecedario había vuelto hacia arriba la primera página, que era la más importante, pues en ella estaban todas las letras, grandes y pequeñas. Aquella hoja contenía todo lo que constituye la vida de los demás libros: el alfabeto, las letras que, quiérase o no, gobiernan al mundo. ¡Qué poder más terrible! Todo depende de cómo se las dispone: pueden dar la vida, pueden condenar a muerte; alegrar o entristecer. Por sí solas nada son, pero ¡puestas en fila y ordenadas!... Cuando Nuestro Señor las hace intérpretes de su pensamiento, leemos más cosas de las que nuestra mente puede contener y nos inclinamos profundamente, pero las letras son capaces de contenerlas.

Pues allí estaban, cara arriba. El gallo de la A mayúscula lucía sus plumas rojas, azules y verdes. Hinchaba el pecho muy ufano, pues sabía lo que significaban las letras, y era el único viviente entre ellas.


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3 págs. / 6 minutos / 200 visitas.

Publicado el 26 de junio de 2016 por Edu Robsy.

El Abeto

Hans Christian Andersen


Cuento infantil


Allá en el bosque había un abeto, lindo y pequeñito. Crecía en un buen sitio, le daba el sol y no le faltaba aire, y a su alrededor se alzaban muchos compañeros mayores, tanto abetos como pinos.

Pero el pequeño abeto sólo suspiraba por crecer; no le importaban el calor del sol ni el frescor del aire, ni atendía a los niños de la aldea, que recorran el bosque en busca de fresas y frambuesas, charlando y correteando. A veces llegaban con un puchero lleno de los frutos recogidos, o con las fresas ensartadas en una paja, y, sentándose junto al menudo abeto, decían: «¡Qué pequeño y qué lindo es!». Pero el arbolito se enfurruñaba al oírlo.

Al año siguiente había ya crecido bastante, y lo mismo al otro año, pues en los abetos puede verse el número de años que tienen por los círculos de su tronco.

"¡Ay!, ¿por qué no he de ser yo tan alto como los demás?" —suspiraba el arbolillo—. Podría desplegar las ramas todo en derredor y mirar el ancho mundo desde la copa. Los pájaros harían sus nidos entre mis ramas, y cuando soplara el viento, podría mecerlas e inclinarlas con la distinción y elegancia de los otros.

Le eran indiferentes la luz del sol, las aves y las rojas nubes que, a la mañana y al atardecer, desfilaban en lo alto del cielo.

Cuando llegaba el invierno, y la nieve cubría el suelo con su rutilante manto blanco, muy a menudo pasaba una liebre, en veloz carrera, saltando por encima del arbolito. ¡Lo que se enfadaba el abeto! Pero transcurrieron dos inviernos más y el abeto había crecido ya bastante para que la liebre hubiese de desviarse y darle la vuelta. «¡Oh, crecer, crecer, llegar a ser muy alto y a contar años y años: esto es lo más hermoso que hay en el mundo!», pensaba el árbol.


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10 págs. / 18 minutos / 500 visitas.

Publicado el 26 de junio de 2016 por Edu Robsy.

El Alforfón

Hans Christian Andersen


Cuento infantil


Si después de una tormenta pasan junto a un campo de alforfón, lo verán a menudo ennegrecido y como chamuscado; se diría que sobre él ha pasado una llama, y el labrador observa: —Esto es de un rayo—. Pero, ¿cómo sucedió? Les voy a contar, pues yo lo sé por un gorrioncillo, al cual, a su vez, se lo reveló un viejo sauce que crece junto a un campo de alforfón. Es un sauce corpulento y venerable pero muy viejo y contrahecho, con una hendidura en el tronco, de la cual salen hierbajos y zarzamoras. El árbol está muy encorvado, y las ramas cuelgan hasta casi tocar el suelo, como una larga cabellera verde.

En todos los campos de aquellos contornos crecían cereales, tanto centeno como cebada y avena, esa magnífica avena que, cuando está en sazón, ofrece el aspecto de una fila de diminutos canarios amarillos posados en una rama. Todo aquel grano era una bendición, y cuando más llenas estaban las espigas, tanto más se inclinaban, como en gesto de piadosa humildad.

Pero había también un campo sembrado de alforfón, frente al viejo sauce. Sus espigas no se inclinaban como las de las restantes mieses, sino que permanecían enhiestas y altivas.

—Indudablemente, soy tan rico como la espiga de trigo —decía—, y además soy mucho más bonito; mis flores son bellas como las del manzano; deleita los ojos mirarnos, a mí y a los míos. ¿Has visto algo más espléndido, viejo sauce?

El árbol hizo un gesto con la cabeza, como significando: «¡Qué cosas dices!». Pero el alforfón, pavoneándose de puro orgullo, exclamó:

—¡Tonto de árbol! De puro viejo, la hierba le crece en el cuerpo.

Pero he aquí que estalló una espantosa tormenta; todas las flores del campo recogieron sus hojas y bajaron la cabeza mientras la tempestad pasaba sobre ellas; sólo el alforfón seguía tan engreído y altivo.

—¡Baja la cabeza como nosotras! —le advirtieron las flores.


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Publicado el 26 de junio de 2016 por Edu Robsy.

El Bisabuelo

Hans Christian Andersen


Cuento infantil


¡Era tan cariñoso, listo y bueno, el bisabuelo! Nosotros sólo veíamos por sus ojos. En realidad, por lo que puedo recordar, lo llamábamos abuelo; pero cuando entró a formar parte de la familia el hijito de mi hermano Federico, él ascendió a la categoría de bisabuelo; más alto no podía llegar. Nos quería mucho a todos, aunque no parecía estar muy de acuerdo con nuestra época.

—¡Los viejos tiempos eran los buenos! —decía—; sensatos y sólidos. Hoy todo va al galope, todo está revuelto. La juventud lleva la voz cantante, y hasta habla de los reyes como si fuesen sus iguales. El primero que llega puede mojar sus trapos en agua sucia y escurrirlos sobre la cabeza de un hombre honorable.

Cuando soltaba uno de estos discursos, el bisabuelo se ponía rojo como un pavo; pero al cabo de un momento reaparecía su afable sonrisa, y entonces decía:

—¡Bueno, tal vez me equivoque! Soy de los tiempos antiguos y no consigo acomodarme a los nuevos. ¡Dios quiera encauzarlos y guiarlos!

Cuando el bisabuelo hablaba de los tiempos pasados, yo creía encontrarme en ellos. Con el pensamiento me veía en una dorada carroza con lacayos; veía las corporaciones gremiales con sus escudos, desfilando al son de las bandas y bajo las banderas, y me encontraba en los alegres salones navideños, disfrazado y jugando a prendas. Cierto que en aquella época ocurrían también muchas cosas repugnantes y horribles, como el suplicio de la rueda, y el derramamiento de sangre; pero todos aquellos horrores tenían algo de atrayente, de estimulante. Y también oía muchas cosas buenas: sobre los nobles daneses que emanciparon a los campesinos, y el príncipe heredero de Dinamarca, que abolió la trata de esclavos.

Era magnífico oír al bisabuelo hablar de todo aquello y de sus años juveniles, aunque el período mejor, el más sobresaliente y grandioso, había sido el anterior.


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Publicado el 26 de junio de 2016 por Edu Robsy.

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