Al caballo del Emperador le pusieron herraduras de oro, una en cada pata.
¿Por qué le pusieron herraduras de oro?
Era un animal hermosísimo, tenía esbeltas patas, ojos inteligentes y una crin
que le colgaba como un velo de seda a uno y otro lado del cuello. Había llevado
a su señor entre nubes de pólvora y bajo una lluvia de balas; había oído cantar
y silbar los proyectiles. Había mordido, pateado, peleado al arremeter el
enemigo. Con su Emperador a cuestas, había pasado de un salto por encima del
caballo de su adversario caído, había salvado la corona de oro de su soberano y
también su vida, más valiosa aún que la corona. Por todo eso le pusieron al
caballo del Emperador herraduras de oro, una en cada pie.
Y el escarabajo se adelantó:
—Primero los grandes, después los pequeños —dijo—, aunque no es el tamaño lo
que importa.
Y alargó sus delgadas patas.
—¿Qué quieres? —le preguntó el herrador.
—Herraduras de oro —respondió el escarabajo.
—¡No estás bien de la cabeza! —replicó el otro—. ¿También tú pretendes llevar
herraduras de oro?
—¡Pues sí, señor! —insistió, terco, el escarabajo—. ¿Acaso no valgo tanto
como ese gran animal que ha de ser siempre servido, almohazado, atendido, y que
recibe un buen pienso y buena agua? ¿No formo yo parte de la cuadra del
Emperador?
—¿Es que no sabes por qué le ponen herraduras de oro al caballo? —preguntó el
herrador.
—¿Que si lo sé? Lo que yo sé es que esto es un desprecio que se me hace
—observó el escarabajo—, es una ofensa; abandono el servicio y me marcho a
correr mundo.
—¡Feliz viaje! —se rió el herrador.
—¡Mal educado! —gritó el escarabajo, y, saliendo por la puerta de la cuadra,
con unos aleteos se plantó en un bonito jardín que olía a rosas y espliego.
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