Textos de Hans Christian Andersen etiquetados como Cuento infantil | pág. 9

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autor: Hans Christian Andersen etiqueta: Cuento infantil


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La Piedra Filosofal

Hans Christian Andersen


Cuento infantil


Sin duda conoces la historia de Holger Danske. No te la voy a contar, y sólo te preguntaré si recuerdas que «Holger Danske conquistó la vasta tierra de la India Oriental, hasta el término del mundo, hasta aquel árbol que llaman árbol del Sol», según narra Christen Pedersen. ¿Sabes quién es Christen Pedersen? No importa que no lo conozcas. Allí, Holger Danske confirió al Preste Juan poder y soberanía sobre la tierra de la India. ¿Conoces al Preste Juan? Bueno eso tampoco tiene importancia, pues no ha de salir en nuestra historia. En ella te hablamos del árbol del Sol «de la tierra de Indias Orientales, en el extremo del mundo», según creían entonces los que no habían estudiado Geografía como nosotros. Pero tampoco esto importa.

El árbol del Sol era un árbol magnífico, como nosotros nunca hemos visto ni lo verás tú. Su copa abarcaba un radio de varias millas; en realidad era todo un bosque, y cada rama, aún la más pequeña, era como un árbol entero. Había palmeras, hayas, pinos, en fin, todas las especies de árboles que crecen en el vasto mundo, brotaban allí cual ramitas de las ramas grandes, y éstas, con sus curvaturas y nudos, parecían a su vez valles y montañas, y estaban revestidas de un verdor aterciopelado y cuajado de flores. Cada rama era como un gran prado florido o un hermosísimo jardín.


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18 págs. / 32 minutos / 191 visitas.

Publicado el 30 de junio de 2016 por Edu Robsy.

La Niña que Pisoteó el Pan

Hans Christian Andersen


Cuento infantil


Seguramente habrás oído hablar de la niña que pisoteó el pan para no ensuciarse los zapatos, y de lo mal que lo pasó. La historia está escrita y anda por ahí impresa.

Era una niña hija de padres pobres, pero orgullosa y altanera; tenía mal fondo, como suele decirse. Ya de muy pequeña se divertía cazando moscas, arrancándoles las alas y soltándolas luego. Cazaba también escarabajos y abejorros, los clavaba en una aguja y los ponía sobre una hoja verde o un pedazo de papel; la bestezuela se agarraba a él y hacia toda clase de contorsiones para librarse de la aguja.

—¡El abejorro está leyendo! —exclamaba la pequeña Inger, que así se llamaba—, fíjense cómo vuelve la página.

A medida que fue creciendo, en vez de mejorar puede decirse que se volvió peor. Hermosa sí lo era, para su desgracia, pues de otro modo habría llevado buenos azotes.

—¡Una buena paliza, necesitarías! —le decía su propia madre—. De pequeña me has pisoteado muchas veces el delantal; mucho me temo que de mayor me pisotees el corazón.

Y así fue.

Entró a servir en una casa de personas distinguidas, que la trataron como a su propia hija, vistiéndola como tal, con lo que creció aún su arrogancia.

Al cabo de un año le dijo su señora:

—Deberías visitar a tus padres, mi querida Inger.

Fue, pero solamente para exhibirse. Quería que viesen lo guapa que se había vuelto. Mas al llegar a la entrada del pueblo y ver a las muchachas y los mozos charlando en el estanque, y a su madre descansando sentada en una piedra, pues venía cargada con un haz de leña que había recogido en el bosque, Inger dio media vuelta. Se avergonzaba de tener por madre a aquella tosca mujer cargada con un haz de leña, ahora que iba tan lindamente vestida. No le remordió haberse vuelto; sólo sentía enojo por haberse acicalado para nada.

Transcurrió otro medio año.


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9 págs. / 17 minutos / 102 visitas.

Publicado el 30 de junio de 2016 por Edu Robsy.

La Niña Judía

Hans Christian Andersen


Cuento infantil


Asistía a la escuela de pobres, entre otros niños, una muchachita judía, despierta y buena, la más lista del colegio. No podía tomar parte en una de las lecciones, la de Religión, pues la escuela era cristiana.

Durante la clase de Religión le permitían estudiar su libro de Geografía o resolver sus ejercicios de Matemáticas, pero la chiquilla tenía terminados muy pronto sus deberes. Tenía delante un libro abierto, pero ella no lo leía; escuchaba desde su asiento, y el maestro no tardó en darse cuenta de que seguía con más atención que los demás alumnos.

—Ocúpate de tu libro —le dijo, con dulzura y gravedad; pero ella lo miró con sus brillantes ojos negros, y, al preguntarle, comprobó que la niña estaba mucho más enterada que sus compañeros. Había escuchado, comprendido y asimilado las explicaciones.

Su padre era un hombre de bien, muy pobre. Cuando llevó a la niña a la escuela, puso por condición que no la instruyesen en la fe cristiana. Pero se temió que si salía de la escuela mientras se daba la clase de enseñanza religiosa, perturbaría la disciplina o despertaría recelos y antipatías en los demás, y por eso se quedaba en su banco; pero las cosas no podían continuar así.

El maestro llamó al padre de la chiquilla y le dijo que debía elegir entre retirar a su hija de la escuela o dejar que se hiciese cristiana.

—No puedo soportar sus miradas ardientes, el fervor y anhelo de su alma por las palabras del Evangelio —añadió.

El padre rompió a llorar:

—Yo mismo sé muy poco de nuestra religión —dijo—, pero su madre era una hija de Israel, firme en su fe, y en el lecho de muerte le prometí que nuestra hija nunca sería bautizada. Debo cumplir mi promesa, es para mí un pacto con Dios.

Y la niña fue retirada de la escuela de los cristianos.

Habían transcurrido algunos años.


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5 págs. / 8 minutos / 170 visitas.

Publicado el 30 de junio de 2016 por Edu Robsy.

La Pastora y el Deshollinador

Hans Christian Andersen


Cuento infantil


¿Has visto alguna vez uno de estos armarios muy viejos, ennegrecidos por los años, adornados con tallas de volutas y follaje? Pues uno así había en una sala; era una herencia de la bisabuela, y de arriba abajo estaba adornado con tallas de rosas y tulipanes. Presentaba los arabescos más raros que quepa imaginar, y entre ellos sobresalían cabecitas de ciervo con sus cornamentas. En el centro, habían tallado un hombre de cuerpo entero; su figura era de verdad cómica, y en su cara se dibujaba una mueca, pues aquello no se podía llamar risa. Tenía patas de cabra, cuernecitos en la cabeza y una luenga barba. Los niños de la casa lo llamaban siempre el «Sargento—mayor—y—menor—mariscal—de—campo—pata—de—chivo»; era un nombre muy largo, y son bien pocos los que ostentan semejante titulo; ¡y no debió de tener poco trabajo, el que lo esculpió!

Y allí estaba, con la vista fija en la mesa situada debajo del espejo, en la que había una linda pastorcilla de porcelana, con zapatos dorados, el vestido graciosamente sujeto con una rosa encarnada, un dorado sombrerito en la cabeza y un báculo de pastor en la mano: era un primor. A su lado había un pequeño deshollinador, negro como el carbón, aunque asimismo de porcelana, tan fino y pulcro como otro cualquiera; lo de deshollinador sólo lo representaba: el fabricante de porcelana lo mismo hubiera podido hacer de él un príncipe, ¡qué más le daba!

He ahí, pues, al hombrecillo con su escalera, y unas mejillas blancas y sonrosadas como las de la muchacha, lo cual no dejaba de ser un contrasentido, pues un poquito de hollín le hubiera cuadrado mejor. Estaba de pie junto a la pastora; los habían colocado allí a los dos, y, al encontrarse tan juntos, se habían enamorado. Nada había que objetar: ambos eran de la misma porcelana e igualmente frágiles.


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5 págs. / 8 minutos / 111 visitas.

Publicado el 29 de junio de 2016 por Edu Robsy.

El Último Sueño del Viejo Roble

Hans Christian Andersen


Cuento infantil


Había una vez en el bosque, sobre los acantilados que daban al mar, un vetusto roble, que tenía exactamente trescientos sesenta y cinco años. Pero todo este tiempo, para el árbol no significaba más que lo que significan otros tantos días para nosotros, los hombres.

Nosotros velamos de día, dormimos de noche y entonces tenemos nuestros sueños. La cosa es distinta con el árbol, pues vela por espacio de tres estaciones, y sólo en invierno queda sumido en sueño; el invierno es su tiempo de descanso, es su noche tras el largo día formado por la primavera, el verano y el otoño.

Aquel insecto que apenas vive veinticuatro horas y que llamamos efímera, más de un caluroso día de verano había estado bailando, viviendo, flotando y disfrutando en torno a su copa. Después, el pobre animalito descansaba en silenciosa bienaventuranza sobre una de las verdes hojas de roble, y entonces el árbol le decía siempre:

—¡Pobre pequeña! Tu vida entera dura sólo un momento. ¡Qué breve! Es un caso bien triste.

—¿Triste? —respondía invariablemente la efímera—. ¿Qué quieres decir? Todo es tan luminoso y claro, tan cálido y magnífico, y yo me siento tan contenta...

—Pero sólo un día y todo terminó.

—¿Terminó? —replicaba la efímera—. ¿Qué es lo que termina? ¿Has terminado tú, acaso?

—No, yo vivo miles y miles de tus días, y mi día abarca estaciones enteras. Es un tiempo tan largo, que tú no puedes calcularlo.

—No te comprendo, la verdad. Tú tienes millares de mis días, pero yo tengo millares de instantes para sentirme contenta y feliz. ¿Termina acaso toda esa magnificencia del mundo, cuando tú mueres?

—No —decía el roble—. Continúa más tiempo, un tiempo infinitamente más largo del que puedo imaginar.

—Entonces nuestra existencia es igual de larga, sólo que la contamos de modo diferente.


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6 págs. / 11 minutos / 521 visitas.

Publicado el 28 de junio de 2016 por Edu Robsy.

El Tullido

Hans Christian Andersen


Cuento infantil


Érase una antigua casa señorial, habitada por gente joven y apuesta. Ricos en bienes y dinero, querían divertirse y hacer el bien. Querían hacer feliz a todo el mundo, como lo eran ellos.

Por Nochebuena instalaron un abeto magníficamente adornado en el antiguo salón de Palacio. Ardía el fuego en la chimenea y ramas del árbol navideño enmarcaban los viejos retratos.

Desde el atardecer reinaba también la alegría en los aposentos de la servidumbre. También había allí un gran abeto con rojas y blancas velillas encendidas, banderitas danesas, cisnes recortados y redes de papeles de colores y llenas de golosinas. Habían invitado a los niños pobres de la parroquia, y cada uno había acudido con su madre, a la cual, más que a la copa del árbol, se le iban los ojos a la mesa de Nochebuena, cubierta de ropas de lana y de hilo y de toda clase de prendas de vestir. Aquello era lo que miraban las madres y los hijos ya mayorcitos, mientras los pequeños alargaban los brazos hacia las velillas, el oropel y las banderitas.

La gente había llegado a primeras horas de la tarde, y fue obsequiada con la clásica sopa navideña y asado de pato con berza roja. Una vez hubieron contemplado el árbol y recibido los regalos, se sirvió a cada uno un vaso de ponche y manzanas rellenas.

Regresaron entonces a sus pobres casas, donde se habló de la «buena vida», es decir, de la buena comida, y se pasó otra vez revista a los regalos.

Entre aquella gente estaban Garten—Kirsten y Garten—Ole, un matrimonio que tenía casa y comida a cambio de su trabajo en el jardín de Sus Señorías. Cada Navidad recibían su buena parte de los regalos. Tenían además cinco hijos, y a todos los vestían los señores.

—Son bondadosos nuestros amos —decían—. Tienen medios para hacer el bien, y gozan haciéndolo.


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9 págs. / 17 minutos / 175 visitas.

Publicado el 28 de junio de 2016 por Edu Robsy.

El Tesoro Dorado

Hans Christian Andersen


Cuento infantil


La mujer del tambor fue a la iglesia. Vio el nuevo altar con los cuadros pintados y los ángeles de talla. Todos eran preciosos, tanto los de las telas, con sus colores y aureolas, como los esculpidos en madera, pintados y dorados además. Su cabellera resplandecía, como el oro, como la luz del sol; era una maravilla. Pero el sol de Dios era aún más bello; lucía por entre los árboles oscuros con tonalidades rojas, claras, doradas, a la hora de la puesta. ¡Qué hermoso es mirar la cara de Nuestro Señor! Y la mujer contemplaba el sol ardiente, mientras otros pensamientos más íntimos se agitaban en su alma. Pensaba en el hijito que pronto le traería la cigüeña, y esta sola idea la alborozaba. Con los ojos fijos en el horizonte de oro, deseaba que su niño tuviese algo de aquel brillo del sol, que se pareciese siquiera a uno de aquellos angelillos radiantes del nuevo altar.

Cuando, por fin, tuvo en sus brazos a su hijito y lo mostró al padre, era realmente como uno de aquellos ángeles de la iglesia; su cabello dorado brillaba como el sol poniente.

—¡Tesoro dorado, mi riqueza, mi sol! —exclamó la madre besando los dorados ricitos; y pareció como si en la habitación resonara música y canto. ¡Cuánta alegría, cuánta vida, cuánto bullicio! El padre tocó un redoble en el tambor, un redoble de entusiasmo. Decía:

—¡Pelirrojo! ¡El chico es pelirrojo! ¡Atiende al tambor y no a lo que dice su madre! ¡Ran, ran, ranpataplán!

Y toda la ciudad decía lo mismo que el tambor.

Llevaron el niño a la iglesia para bautizarlo. Nada había que objetar al nombre que le pusieron: Pedro. La ciudad entera, y con ella el tambor, lo llamó Pedro, el pelirrojo hijo del tambor. Pero su madre le besaba el rojo cabello y lo llamaba su tesoro dorado.

En la hondonada había una ladera arcillosa en la que muchos habían grabado su nombre, como recuerdo.


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9 págs. / 16 minutos / 132 visitas.

Publicado el 28 de junio de 2016 por Edu Robsy.

El Soldadito de Plomo

Hans Christian Andersen


Cuento infantil


Había una vez veinticinco soldaditos de plomo, hermanos todos, ya que los habían fundido en la misma vieja cuchara. Fusil al hombro y la mirada al frente, así era como estaban, con sus espléndidas guerreras rojas y sus pantalones azules. Lo primero que oyeron en su vida, cuando se levantó la tapa de la caja en que venían, fue: "¡Soldaditos de plomo!" Había sido un niño pequeño quien gritó esto, batiendo palmas, pues eran su regalo de cumpleaños. Enseguida los puso en fila sobre la mesa.

Cada soldadito era la viva imagen de los otros, con excepción de uno que mostraba una pequeña diferencia. Tenía una sola pierna, pues al fundirlos, había sido el último y el plomo no alcanzó para terminarlo. Así y todo, allí estaba él, tan firme sobre su única pierna como los otros sobre las dos. Y es de este soldadito de quien vamos a contar la historia.

En la mesa donde el niño los acababa de alinear había otros muchos juguetes, pero el que más interés despertaba era un espléndido castillo de papel. Por sus diminutas ventanas podían verse los salones que tenía en su interior. Al frente había unos arbolitos que rodeaban un pequeño espejo. Este espejo hacía las veces de lago, en el que se reflejaban, nadando, unos blancos cisnes de cera. El conjunto resultaba muy hermoso, pero lo más bonito de todo era una damisela que estaba de pie a la puerta del castillo. Ella también estaba hecha de papel, vestida con un vestido de clara y vaporosa muselina, con una estrecha cinta azul anudada sobre el hombro, a manera de banda, en la que lucía una brillante lentejuela tan grande como su cara. La damisela tenía los dos brazos en alto, pues han de saber ustedes que era bailarina, y había alzado tanto una de sus piernas que el soldadito de plomo no podía ver dónde estaba, y creyó que, como él, sólo tenía una.


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5 págs. / 9 minutos / 1.605 visitas.

Publicado el 28 de junio de 2016 por Edu Robsy.

El Ruiseñor

Hans Christian Andersen


Cuento infantil


En China, como sabes muy bien, el Emperador es chino, y chinos son todos los que lo rodean. Hace ya muchos años de lo que voy a contar, mas por eso precisamente vale la pena que lo oigan, antes de que la historia se haya olvidado.

El palacio del Emperador era el más espléndido del mundo entero, todo él de la más delicada porcelana. Todo en él era tan precioso y frágil, que había que ir con mucho cuidado antes de tocar nada. El jardín estaba lleno de flores maravillosas, y de las más bellas colgaban campanillas de plata que sonaban para que nadie pudiera pasar de largo sin fijarse en ellas. Sí, en el jardín imperial todo estaba muy bien pensado, y era tan extenso que el propio jardinero no tenía idea de dónde terminaba. Si seguías andando, te encontrabas en el bosque más espléndido que quepa imaginar, lleno de altos árboles y profundos lagos. Aquel bosque llegaba hasta el mar hondo y azul; grandes embarcaciones podían navegar por debajo de las ramas, y allí vivía un ruiseñor que cantaba tan primorosamente, que incluso el pobre pescador, a pesar de sus muchas ocupaciones, cuando por la noche salía a retirar las redes, se detenía a escuchar sus trinos.

—¡Dios santo, y qué hermoso! —exclamaba; pero luego tenía que atender a sus redes y olvidarse del pájaro hasta la noche siguiente, en que, al llegar de nuevo al lugar, repetía—: ¡Dios santo, y qué hermoso!

De todos los países llegaban viajeros a la ciudad imperial, y admiraban el palacio y el jardín; pero en cuanto oían al ruiseñor, exclamaban:

—¡Esto es lo mejor de todo!

De regreso a sus tierras los viajeros hablaban de él, y los sabios escribían libros y más libros acerca de la ciudad, del palacio y del jardín, pero sin olvidarse nunca del ruiseñor, al que ponían por las nubes; y los poetas componían inspiradísimos poemas sobre el pájaro que cantaba en el bosque, junto al profundo lago.


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11 págs. / 19 minutos / 1.421 visitas.

Publicado el 28 de junio de 2016 por Edu Robsy.

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