Textos más populares este mes de Hans Christian Andersen etiquetados como Cuento infantil | pág. 5

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autor: Hans Christian Andersen etiqueta: Cuento infantil


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El Abecedario

Hans Christian Andersen


Cuento infantil


Érase una vez un hombre que había compuesto versos para el abecedario, siempre dos para cada letra, exactamente como vemos en la antigua cartilla. Decía que hacía falta algo nuevo, pues los viejos pareados estaban muy sobados, y los suyos le parecían muy bien. Por el momento, el nuevo abecedario estaba sólo en manuscrito, guardado en el gran armario—librería, junto a la vieja cartilla impresa; aquel armario que contenía tantos libros eruditos y entretenidos. Pero el viejo abecedario no quería por vecino al nuevo, y había saltado en el anaquel pegando un empellón al intruso, el cual cayó al suelo, y allí estaba ahora con todas las hojas dispersas. El viejo abecedario había vuelto hacia arriba la primera página, que era la más importante, pues en ella estaban todas las letras, grandes y pequeñas. Aquella hoja contenía todo lo que constituye la vida de los demás libros: el alfabeto, las letras que, quiérase o no, gobiernan al mundo. ¡Qué poder más terrible! Todo depende de cómo se las dispone: pueden dar la vida, pueden condenar a muerte; alegrar o entristecer. Por sí solas nada son, pero ¡puestas en fila y ordenadas!... Cuando Nuestro Señor las hace intérpretes de su pensamiento, leemos más cosas de las que nuestra mente puede contener y nos inclinamos profundamente, pero las letras son capaces de contenerlas.

Pues allí estaban, cara arriba. El gallo de la A mayúscula lucía sus plumas rojas, azules y verdes. Hinchaba el pecho muy ufano, pues sabía lo que significaban las letras, y era el único viviente entre ellas.


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3 págs. / 6 minutos / 201 visitas.

Publicado el 26 de junio de 2016 por Edu Robsy.

El Jabalí de Bronce

Hans Christian Andersen


Cuento infantil


En la ciudad de Florencia, no lejos de la Piazza del Granduca, corre una calle transversal que, si mal no recuerdo, se llama Porta Rossa. En ella, frente a una especie de mercado de hortalizas, se levanta la curiosa figura de un jabalí de bronce, esculpido con mucho arte. Agua límpida y fresca fluye de la boca del animal, que con el tiempo ha tomado un color verde oscuro. Sólo el hocico brilla, como si lo hubiesen pulimentado —y así es en efecto— por la acción de los muchos centenares de chiquillos y pobres que, cogiéndose a él con las manos, acercan la boca a la del animal para beber. Es un bonito cuadro el de la bien dibujada fiera abrazada por un gracioso rapaz medio desnudo, que aplica su fresca boca al hocico de bronce.

A cualquier forastero que llegue a Florencia le es fácil encontrar el lugar; no tiene más que preguntar por el jabalí de bronce al primer mendigo que encuentre, seguro que lo guiarán a él.

Era un anochecer del invierno; las montañas aparecían cubiertas de nieve, pero en el cielo brillaba la luna llena; y la luna llena en Italia es tan luminosa como un día gris de invierno de los países nórdicos; y le gana aún, pues el aire brilla y adquiere relieve, mientras que en el Norte el techo de plomo, frío y lúgubre, deprime al hombre, lo aplasta contra el suelo, ese suelo húmedo y frío que un día cubrirá su ataúd.


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4 págs. / 7 minutos / 101 visitas.

Publicado el 26 de junio de 2016 por Edu Robsy.

La Niña que Pisoteó el Pan

Hans Christian Andersen


Cuento infantil


Seguramente habrás oído hablar de la niña que pisoteó el pan para no ensuciarse los zapatos, y de lo mal que lo pasó. La historia está escrita y anda por ahí impresa.

Era una niña hija de padres pobres, pero orgullosa y altanera; tenía mal fondo, como suele decirse. Ya de muy pequeña se divertía cazando moscas, arrancándoles las alas y soltándolas luego. Cazaba también escarabajos y abejorros, los clavaba en una aguja y los ponía sobre una hoja verde o un pedazo de papel; la bestezuela se agarraba a él y hacia toda clase de contorsiones para librarse de la aguja.

—¡El abejorro está leyendo! —exclamaba la pequeña Inger, que así se llamaba—, fíjense cómo vuelve la página.

A medida que fue creciendo, en vez de mejorar puede decirse que se volvió peor. Hermosa sí lo era, para su desgracia, pues de otro modo habría llevado buenos azotes.

—¡Una buena paliza, necesitarías! —le decía su propia madre—. De pequeña me has pisoteado muchas veces el delantal; mucho me temo que de mayor me pisotees el corazón.

Y así fue.

Entró a servir en una casa de personas distinguidas, que la trataron como a su propia hija, vistiéndola como tal, con lo que creció aún su arrogancia.

Al cabo de un año le dijo su señora:

—Deberías visitar a tus padres, mi querida Inger.

Fue, pero solamente para exhibirse. Quería que viesen lo guapa que se había vuelto. Mas al llegar a la entrada del pueblo y ver a las muchachas y los mozos charlando en el estanque, y a su madre descansando sentada en una piedra, pues venía cargada con un haz de leña que había recogido en el bosque, Inger dio media vuelta. Se avergonzaba de tener por madre a aquella tosca mujer cargada con un haz de leña, ahora que iba tan lindamente vestida. No le remordió haberse vuelto; sólo sentía enojo por haberse acicalado para nada.

Transcurrió otro medio año.


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9 págs. / 17 minutos / 102 visitas.

Publicado el 30 de junio de 2016 por Edu Robsy.

La Piedra Filosofal

Hans Christian Andersen


Cuento infantil


Sin duda conoces la historia de Holger Danske. No te la voy a contar, y sólo te preguntaré si recuerdas que «Holger Danske conquistó la vasta tierra de la India Oriental, hasta el término del mundo, hasta aquel árbol que llaman árbol del Sol», según narra Christen Pedersen. ¿Sabes quién es Christen Pedersen? No importa que no lo conozcas. Allí, Holger Danske confirió al Preste Juan poder y soberanía sobre la tierra de la India. ¿Conoces al Preste Juan? Bueno eso tampoco tiene importancia, pues no ha de salir en nuestra historia. En ella te hablamos del árbol del Sol «de la tierra de Indias Orientales, en el extremo del mundo», según creían entonces los que no habían estudiado Geografía como nosotros. Pero tampoco esto importa.

El árbol del Sol era un árbol magnífico, como nosotros nunca hemos visto ni lo verás tú. Su copa abarcaba un radio de varias millas; en realidad era todo un bosque, y cada rama, aún la más pequeña, era como un árbol entero. Había palmeras, hayas, pinos, en fin, todas las especies de árboles que crecen en el vasto mundo, brotaban allí cual ramitas de las ramas grandes, y éstas, con sus curvaturas y nudos, parecían a su vez valles y montañas, y estaban revestidas de un verdor aterciopelado y cuajado de flores. Cada rama era como un gran prado florido o un hermosísimo jardín.


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18 págs. / 32 minutos / 187 visitas.

Publicado el 30 de junio de 2016 por Edu Robsy.

La Gota de Agua

Hans Christian Andersen


Cuento infantil


Seguramente sabes lo que es un cristal de aumento, una lente circular que hace las cosas cien veces mayores de lo que son. Cuando se coge y se coloca delante de los ojos, y se contempla a su través una gota de agua de la balsa de allá fuera, se ven más de mil animales maravillosos que, de otro modo, pasan inadvertidos; y, sin embargo, están allí, no cabe duda. Se diría casi un plato lleno de cangrejos que saltan en revoltijo. Son muy voraces, se arrancan unos a otros brazos y patas, muslos y nalgas, y, no obstante, están alegres y satisfechos a su manera.

Pues he aquí que vivía en otro tiempo un anciano a quien todos llamaban Crible—Crable, pues tal era su nombre. Quería siempre hacerse con lo mejor de todas las cosas, y si no se lo daban, se lo tomaba por arte de magia. Así, peligraba cuanto estaba a su alcance.

El viejo estaba sentado un día con un cristal de aumento ante los ojos, examinando una gota de agua que había extraído de un charco del foso. ¡Dios mío, que hormiguero! Un sinfín de animalitos yendo de un lado para otro, y venga saltar y brincar, venga zamarrearse y devorarse mutuamente.

—¡Qué asco! —exclamó el viejo Crible—Crable—. ¿No habrá modo de obligarlos a vivir en paz y quietud, y de hacer que cada uno se cuide de sus cosas?

Y piensa que te piensa, pero como no encontraba la solución, tuvo que acudir a la brujería.

—Hay que darles color, para poder verlos más bien —dijo, y les vertió encima una gota de un líquido parecido a vino tinto, pero que en realidad era sangre de hechicera de la mejor clase, de la de a seis peniques. Y todos los animalitos quedaron teñidos de rosa; parecía una ciudad llena de salvajes desnudos.

—¿Qué tienes ahí? —le preguntó otro viejo brujo que no tenía nombre, y esto era precisamente lo bueno de él.


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1 pág. / 3 minutos / 308 visitas.

Publicado el 30 de junio de 2016 por Edu Robsy.

La Rosa Más Bella del Mundo

Hans Christian Andersen


Cuento infantil


Érase una reina muy poderosa, en cuyo jardín lucían las flores más hermosas de cada estación del año. Ella prefería las rosas por encima de todas; por eso las tenía de todas las variedades, desde el escaramujo de hojas verdes y olor de manzana hasta la más magnífica rosa de Provenza. Crecían pegadas al muro del palacio, se enroscaban en las columnas y los marcos de las ventanas y, penetrando en las galerías, se extendían por los techos de los salones, con gran variedad de colores, formas y perfumes.

Pero en el palacio moraban la tristeza y la aflicción. La Reina yacía enferma en su lecho, y los médicos decían que iba a morir.

—Hay un medio de salvarla, sin embargo —afirmó el más sabio de ellos—. Tráiganle la rosa más espléndida del mundo, la que sea expresión del amor puro y más sublime. Si puede verla antes de que sus ojos se cierren, no morirá.

Y ya tienen a viejos y jóvenes acudiendo, de cerca y de lejos, con rosas, las más bellas que crecían en todos los jardines; pero ninguna era la requerida. La flor milagrosa tenía que proceder del jardín del amor; pero incluso en él, ¿qué rosa era expresión del amor más puro y sublime?

Los poetas cantaron las rosas más hermosas del mundo, y cada uno celebraba la suya. Y el mensaje corrió por todo el país, a cada corazón en que el amor palpitaba; corrió el mensaje y llegó a gentes de todas las edades y clases sociales.


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2 págs. / 4 minutos / 163 visitas.

Publicado el 4 de julio de 2016 por Edu Robsy.

Buen Humor

Hans Christian Andersen


Cuento infantil


Mi padre me dejó en herencia el mejor bien que se pueda imaginar: el buen humor. Y, ¿quién era mi padre? Claro que nada tiene esto que ver con el humor. Era vivaracho y corpulento, gordo y rechoncho, y tanto su exterior como su interior estaban en total contradicción con su oficio. Y, ¿cuál era su oficio, su posición en la sociedad? Si esto tuviera que escribirse e imprimirse al principio de un libro, es probable que muchos lectores lo dejaran de lado, diciendo: «Todo esto parece muy penoso; son temas de los que prefiero no oír hablar». Y, sin embargo, mi padre no fue verdugo ni ejecutor de la justicia, antes al contrario, su profesión lo situó a la cabeza de los personajes más conspicuos de la ciudad, y allí estaba en su pleno derecho, pues aquél era su verdadero puesto. Tenía que ir siempre delante: del obispo, de los príncipes de la sangre...; sí, señor, iba siempre delante, pues era cochero de las pompas fúnebres.

Bueno, pues ya lo saben. Y una cosa puedo decir en toda verdad: cuando veían a mi padre sentado allá arriba en el carruaje de la muerte, envuelto en su larga capa blanquinegra, cubierta la cabeza con el tricornio ribeteado de negro, por debajo del cual asomaba su cara rolliza, redonda y sonriente como aquella con la que representan al sol, no había manera de pensar en el luto ni en la tumba. Aquella cara decía: «No se preocupen. A lo mejor no es tan malo como lo pintan».

Pues bien, de él he heredado mi buen humor y la costumbre de visitar con frecuencia el cementerio. Esto resulta muy agradable, con tal de ir allí con un espíritu alegre, y otra cosa, todavía: me llevo siempre el periódico, como él hacía también.


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4 págs. / 8 minutos / 172 visitas.

Publicado el 26 de junio de 2016 por Edu Robsy.

El Cometa

Hans Christian Andersen


Cuento infantil


Y vino el cometa: brilló con su núcleo de fuego, y amenazó con la cola. Lo vieron desde el rico palacio y desde la pobre buhardilla; lo vio el gentío que hormiguea en la calle, y el viajero que cruza llanos desiertos y solitarios; y a cada uno inspiraba pensamientos distintos.

—¡Salgan a ver el signo del cielo! ¡Salgan a contemplar este bellísimo espectáculo! —exclamaba la gente; y todo el mundo se apresuraba, afanoso de verlo.

Pero en un cuartucho, una mujer trabajaba junto a su hijito. La vela de sebo ardía mal, chisporroteando, y la mujer creyó ver una viruta en la bujía; el sebo formaba una punta y se curvaba, y aquello, creía la mujer, significaba que su hijito no tardaría en morir, pues la punta se volvía contra él.

Era una vieja superstición, pero la mujer la creía.

Y justamente aquel niño estaba destinado a vivir muchos años sobre la Tierra, y a ver aquel mismo cometa cuando, sesenta años más tarde, volviera a aparecer.

El pequeño no vio la viruta de la vela, ni pensó en el astro que por primera vez en su vida brillaba en el cielo. Tenía delante una cubeta con agua jabonosa, en la que introducía el extremo de un tubito de arcilla y, aspirando con la boca por el otro, soplaba burbujas de jabón, unas grandes, y otras pequeñas. Las pompas temblaban y flotaban, presentando bellísimos y cambiantes colores, que iban del amarillo al rojo, del lila al azul, adquiriendo luego un tono verde como hoja del bosque cuando el sol brilla a su través.

—Dios te conceda tantos años en la Tierra como pompas de jabón has hecho —murmuraba la madre.

—¿Tantos, tantos? —dijo el niño—. No terminaré nunca las pompas con toda esta agua.

Y el niño sopla que sopla.


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4 págs. / 7 minutos / 117 visitas.

Publicado el 26 de junio de 2016 por Edu Robsy.

El Libro Mudo

Hans Christian Andersen


Cuento infantil


Junto a la carretera que cruzaba el bosque se levantaba una granja solitaria; la carretera pasaba precisamente a su través. Brillaba el sol, todas las ventanas estaban abiertas; en el interior reinaba gran movimiento, pero en la era, entre el follaje de un saúco florido, había un féretro abierto, con un cadáver que debía recibir sepultura aquella misma mañana. Nadie velaba a su lado, nadie lloraba por el difunto, cuyo rostro aparecía cubierto por un paño blanco. Bajo la cabeza tenía un libro muy grande y grueso; las hojas eran de grandes pliegos de papel secante, y en cada una había, ocultas y olvidadas, flores marchitas, todo un herbario, reunido en diferentes lugares. Debía ser enterrado con él, pues así lo había dispuesto su dueño. Cada flor resumía un capítulo de su vida.

¿Quién es el muerto? —preguntamos, y nos respondieron:

—Aquel viejo estudiante de Uppsala. Parece que en otros tiempos fue hombre muy despierto, que estudió las lenguas antiguas, cantó e incluso compuso poesías, según decían. Pero algo le ocurrió, y se entregó a la bebida. Decayó su salud, y finalmente vino al campo, donde alguien pagaba su pensión. Era dulce como un niño mientras no lo dominaban ideas lúgubres, pero entonces se volvía salvaje y echaba a correr por el bosque como una bestia acosada. En cambio, cuando habían conseguido volverlo a casa y lo persuadían de que hojease su libro de plantas secas, era capaz de pasarse el día entero mirándolas, y a veces las lágrimas le rodaban por las mejillas; sabe Dios en qué pensaría entonces. Pero había rogado que depositaran el libro en el féretro, y allí estaba ahora. Dentro de poco rato clavarían la tapa, y descansaría apaciblemente en la tumba.


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1 pág. / 3 minutos / 291 visitas.

Publicado el 26 de junio de 2016 por Edu Robsy.

La Hucha

Hans Christian Andersen


Cuento infantil


El cuarto de los niños estaba lleno de juguetes. En lo más alto del armario estaba la hucha; era de arcilla y tenía figura de cerdo, con una rendija en la espalda, naturalmente, rendija que habían agrandado con un cuchillo para que pudiesen introducirse escudos de plata; y contenía ya dos de ellos, amén de muchos chelines. El cerdito—hucha estaba tan lleno, que al agitarlo ya no sonaba, lo cual es lo máximo que a una hucha puede pedirse. Allí se estaba, en lo alto del armario, elevado y digno, mirando altanero todo lo que quedaba por debajo de él; bien sabía que con lo que llevaba en la barriga habría podido comprar todo el resto, y a eso se le llama estar seguro de sí mismo.

Lo mismo pensaban los restantes objetos, aunque se lo callaban; pues no faltaban temas de conversación. El cajón de la cómoda, medio abierto, permitía ver una gran muñeca, más bien vieja y con el cuello remachado. Mirando al exterior, dijo:

—Ahora jugaremos a personas, que siempre es divertido.

—¡El alboroto que se armó! Hasta los cuadros se volvieron de cara a la pared —pues bien sabían que tenían un reverso—, pero no es que tuvieran nada que objetar.

Era medianoche, la luz de la luna entraba por la ventana, iluminando gratis la habitación. Era el momento de empezar el juego; todos fueron invitados, incluso el cochecito de los niños, a pesar de que contaba entre los juguetes más bastos.

—Cada uno tiene su mérito propio —dijo el cochecito—. No todos podemos ser nobles. Alguien tiene que hacer el trabajo, como suele decirse.

El cerdo—hucha fue el único que recibió una invitación escrita; estaba demasiado alto para suponer que oiría la invitación oral. No contestó si pensaba o no acudir, y de hecho no acudió. Si tenía que tomar parte en la fiesta, lo haría desde su propio lugar. Que los demás obraran en consecuencia; y así lo hicieron.


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2 págs. / 4 minutos / 93 visitas.

Publicado el 30 de junio de 2016 por Edu Robsy.

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