El alcalde estaba de pie ante la ventana abierta; lucía camisa de puños
planchados y un alfiler en la pechera, y estaba recién afeitado. Lo había hecho
con su propia mano, y se había producido una pequeña herida; pero la había
tapado con un trocito de papel de periódico.
—¡Oye, chaval! —gritó.
El chaval era el hijo de la lavandera; pasaba por allí y se quitó
respetuosamente la gorra, cuya visera estaba doblada de modo que pudiese
guardarse en el bolsillo. El niño, pobremente vestido pero con prendas limpias y
cuidadosamente remendadas, se detuvo reverente, cual si se encontrase ante el
Rey en persona.
—Eres un buen muchacho —dijo el alcalde—, y muy bien educado. Tu madre debe
de estar lavando ropa en el río. Y tú irás a llevarle eso que traes en el
bolsillo, ¿no? Mal asunto, ese de tu madre. ¿Cuánto le llevas?
—Medio cuartillo —contestó el niño a media voz, en tono asustado.
—¿Y esta mañana se bebió otro tanto? —prosiguió el hombre.
—No, fue ayer —corrigió el pequeño.
—Dos cuartos hacen un medio. No vale para nada. Es triste la condición de esa
gente. Dile a tu madre que debiera avergonzarse. Y tú procura no ser un
borracho, aunque mucho me temo que también lo serás. ¡Pobre chiquillo! Anda,
vete.
El niño siguió su camino, guardando la gorra en la mano, por lo que el viento
le agitaba el rubio cabello y se lo levantaba en largos mechones. Torció al
llegar al extremo de la calle, y por un callejón bajó al río, donde su madre, de
pies en el agua junto a la banqueta, golpeaba la pesada ropa con la pala. El
agua bajaba en impetuosa corriente —pues habían abierto las esclusas del
molino—, arrastrando las sábanas con tanta fuerza, que amenazaba llevarse
banqueta y todo. A duras penas podía contenerla la mujer.
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