Textos más vistos de Hans Christian Andersen publicados el 26 de junio de 2016 | pág. 2

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autor: Hans Christian Andersen fecha: 26-06-2016


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Algo

Hans Christian Andersen


Cuento infantil


—¡Quiero ser algo! —decía el mayor de cinco hermanos—. Quiero servir de algo en este mundo. Si ocupo un puesto, por modesto que sea, que sirva a mis semejantes, seré algo. Los hombres necesitan ladrillos. Pues bien, si yo los fabrico, haré algo real y positivo.

—Sí, pero eso es muy poca cosa —replicó el segundo hermano—. Tu ambición es muy humilde: es trabajo de peón, que una máquina puede hacer. No, más vale ser albañil. Eso sí es algo, y yo quiero serlo. Es un verdadero oficio. Quien lo profesa es admitido en el gremio y se convierte en ciudadano, con su bandera propia y su casa gremial. Si todo marcha bien, podré tener oficiales, me llamarán maestro, y mi mujer será la señora patrona. A eso llamo yo ser algo.

—¡Tonterías! —intervino el tercero—. Ser albañil no es nada. Quedarás excluido de los estamentos superiores, y en una ciudad hay muchos que están por encima del maestro artesano. Aunque seas un hombre de bien, tu condición de maestro no te librará de ser lo que llaman un « patán ». No, yo sé algo mejor. Seré arquitecto, seguiré por la senda del Arte, del pensamiento, subiré hasta el nivel más alto en el reino de la inteligencia. Habré de empezar desde abajo, sí; te lo digo sin rodeos: comenzaré de aprendiz. Llevaré gorra, aunque estoy acostumbrado a tocarme con sombrero de seda. Iré a comprar aguardiente y cerveza para los oficiales, y ellos me tutearán, lo cual no me agrada, pero imaginaré que no es sino una comedia, libertades propias del Carnaval. Mañana, es decir, cuando sea oficial, emprenderé mi propio camino, sin preocuparme de los demás. Iré a la academia a aprender dibujo, y seré arquitecto. Esto sí es algo. ¡Y mucho!. Acaso me llamen señoría, y excelencia, y me pongan, además, algún título delante y detrás, y venga edificar, como otros hicieron antes que yo. Y entretanto iré construyendo mi fortuna. ¡Ese algo vale la pena!


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7 págs. / 13 minutos / 343 visitas.

Publicado el 26 de junio de 2016 por Edu Robsy.

Desde una Ventana de Vartou

Hans Christian Andersen


Cuento infantil


Junto a la verde muralla que se extiende alrededor de Copenhague, se levanta una gran casa roja con muchas ventanas, en las que crecen balsaminas y árboles de ámbar. El exterior es de aspecto mísero, y en ella viven gentes pobres y viejas. Es Vartou.

Mira: En el antepecho de una de las ventanas se apoya una anciana solterona, entretenida en arrancar las hojas secas de la balsamina y mirando la verde muralla, donde saltan y corren unos alegres chiquillos. ¿En qué debe estar pensando? Un drama de su vida se proyecta ante su mente.

Los pobres pequeñuelos, ¡qué felices juegan! ¡Qué mejillas más sonrosadas y qué ojos tan brillantes! Pero no llevan medias ni zapatos; están bailando sobre la muralla verde. Según cuenta la leyenda, hace pocos años la tierra se hundía allí constantemente, y en una ocasión un inocente niño cayó con sus flores y juguetes en la abierta tumba, que se cerró mientras el pequeñuelo jugaba y comía. Allí se alzaba la muralla, que no tardó en cubrirse de un césped espléndido. Los niños ignoran la leyenda; de otro modo, oirían llorar al que se halla bajo la tierra, y el rocío de la hierba se les figuraría lágrimas ardientes. Tampoco saben la historia de aquel rey de Dinamarca que allí plantó cara al invasor y juró ante sus temblorosos cortesanos que se mantendría firme junto a los habitantes de su ciudad y moriría en su nido. Ni saben de los hombres que lucharon allí, ni de las mujeres que vertieron agua hirviendo sobre los enemigos que, vestidos de blanco para confundirse con la nieve, trepaban por el lado exterior del muro.

Los pobres chiquillos seguían jugando alegremente.


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1 pág. / 3 minutos / 129 visitas.

Publicado el 26 de junio de 2016 por Edu Robsy.

El Abeto

Hans Christian Andersen


Cuento infantil


Allá en el bosque había un abeto, lindo y pequeñito. Crecía en un buen sitio, le daba el sol y no le faltaba aire, y a su alrededor se alzaban muchos compañeros mayores, tanto abetos como pinos.

Pero el pequeño abeto sólo suspiraba por crecer; no le importaban el calor del sol ni el frescor del aire, ni atendía a los niños de la aldea, que recorran el bosque en busca de fresas y frambuesas, charlando y correteando. A veces llegaban con un puchero lleno de los frutos recogidos, o con las fresas ensartadas en una paja, y, sentándose junto al menudo abeto, decían: «¡Qué pequeño y qué lindo es!». Pero el arbolito se enfurruñaba al oírlo.

Al año siguiente había ya crecido bastante, y lo mismo al otro año, pues en los abetos puede verse el número de años que tienen por los círculos de su tronco.

"¡Ay!, ¿por qué no he de ser yo tan alto como los demás?" —suspiraba el arbolillo—. Podría desplegar las ramas todo en derredor y mirar el ancho mundo desde la copa. Los pájaros harían sus nidos entre mis ramas, y cuando soplara el viento, podría mecerlas e inclinarlas con la distinción y elegancia de los otros.

Le eran indiferentes la luz del sol, las aves y las rojas nubes que, a la mañana y al atardecer, desfilaban en lo alto del cielo.

Cuando llegaba el invierno, y la nieve cubría el suelo con su rutilante manto blanco, muy a menudo pasaba una liebre, en veloz carrera, saltando por encima del arbolito. ¡Lo que se enfadaba el abeto! Pero transcurrieron dos inviernos más y el abeto había crecido ya bastante para que la liebre hubiese de desviarse y darle la vuelta. «¡Oh, crecer, crecer, llegar a ser muy alto y a contar años y años: esto es lo más hermoso que hay en el mundo!», pensaba el árbol.


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10 págs. / 18 minutos / 530 visitas.

Publicado el 26 de junio de 2016 por Edu Robsy.

Buen Humor

Hans Christian Andersen


Cuento infantil


Mi padre me dejó en herencia el mejor bien que se pueda imaginar: el buen humor. Y, ¿quién era mi padre? Claro que nada tiene esto que ver con el humor. Era vivaracho y corpulento, gordo y rechoncho, y tanto su exterior como su interior estaban en total contradicción con su oficio. Y, ¿cuál era su oficio, su posición en la sociedad? Si esto tuviera que escribirse e imprimirse al principio de un libro, es probable que muchos lectores lo dejaran de lado, diciendo: «Todo esto parece muy penoso; son temas de los que prefiero no oír hablar». Y, sin embargo, mi padre no fue verdugo ni ejecutor de la justicia, antes al contrario, su profesión lo situó a la cabeza de los personajes más conspicuos de la ciudad, y allí estaba en su pleno derecho, pues aquél era su verdadero puesto. Tenía que ir siempre delante: del obispo, de los príncipes de la sangre...; sí, señor, iba siempre delante, pues era cochero de las pompas fúnebres.

Bueno, pues ya lo saben. Y una cosa puedo decir en toda verdad: cuando veían a mi padre sentado allá arriba en el carruaje de la muerte, envuelto en su larga capa blanquinegra, cubierta la cabeza con el tricornio ribeteado de negro, por debajo del cual asomaba su cara rolliza, redonda y sonriente como aquella con la que representan al sol, no había manera de pensar en el luto ni en la tumba. Aquella cara decía: «No se preocupen. A lo mejor no es tan malo como lo pintan».

Pues bien, de él he heredado mi buen humor y la costumbre de visitar con frecuencia el cementerio. Esto resulta muy agradable, con tal de ir allí con un espíritu alegre, y otra cosa, todavía: me llevo siempre el periódico, como él hacía también.


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4 págs. / 8 minutos / 179 visitas.

Publicado el 26 de junio de 2016 por Edu Robsy.

Cada Cosa en su Sitio

Hans Christian Andersen


Cuento infantil


Hace de esto más de cien años.

Detrás del bosque, a orillas de un gran lago, se levantaba un viejo palacio, rodeado por un profundo foso en el que crecían cañaverales, juncales y carrizos. Junto al puente, en la puerta principal, habla un viejo sauce, cuyas ramas se inclinaban sobre las cañas.

Desde el valle llegaban sones de cuernos y trotes de caballos; por eso la zagala se daba prisa en sacar los gansos del puente antes de que llegase la partida de cazadores. Venía ésta a todo galope, y la muchacha hubo de subirse de un brinco a una de las altas piedras que sobresalían junto al puente, para no ser atropellada. Era casi una niña, delgada y flacucha, pero en su rostro brillaban dos ojos maravillosamente límpidos. Mas el noble caballero no reparó en ellos; a pleno galope, blandiendo el látigo, por puro capricho dio con él en el pecho de la pastora, con tanta fuerza que la derribó.

—¡Cada cosa en su sitio! —exclamó—. ¡El tuyo es el estercolero! —y soltó una carcajada, pues el chiste le pareció gracioso, y los demás le hicieron coro. Todo el grupo de cazadores prorrumpió en un estruendoso griterío, al que se sumaron los ladridos de los perros. Era lo que dice la canción:

«¡Borrachas llegan las ricas aves!».

Dios sabe lo rico que era.

La pobre muchacha, al caer, se agarró a una de las ramas colgantes del sauce, y gracias a ella pudo quedar suspendida sobre el barrizal. En cuanto los señores y la jauría hubieron desaparecido por la puerta, ella trató de salir de su atolladero, pero la rama se quebró, y la muchachita cayó en medio del cañaveral, sintiendo en el mismo momento que la sujetaba una mano robusta. Era un buhonero, que, habiendo presenciado toda la escena desde alguna distancia, corrió en su auxilio.


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9 págs. / 17 minutos / 212 visitas.

Publicado el 26 de junio de 2016 por Edu Robsy.

Chácharas de Niños

Hans Christian Andersen


Cuento infantil


En casa del rico comerciante se celebraba una gran reunión de niños: niños de casas ricas y familias distinguidas. El comerciante era un hombre opulento y además instruido; a su debido tiempo había sufrido los exámenes. Así lo había querido su excelente padre, que no era más que un simple ganadero, pero honrado y trabajador. El negocio le había dado dinero, y el hijo lo supo aumentar con su trabajo. Era un hombre de cabeza y también de corazón, pero de esto se hablaba menos que de su riqueza.

Frecuentaba su casa gente distinguida, tanto de «sangre», que así la llaman, como de talento. Los había que reunían ambas condiciones, y algunos que carecían de una y otra. En el momento de nuestra narración había allí una reunión de niños, que hablaban y discutían como tales; y ya es sabido que los niños no tienen pelos en la lengua. Figuraba entre los concurrentes una chiquilla lindísima, pero terriblemente orgullosa; los criados le habían metido el orgullo en el cuerpo, no sus padres, demasiado sensatos para hacerlo. El padre era chambelán, y éste es un cargo tremendamente importante, como ella sabía muy bien.

—¡Soy camarera del Rey! —decía la muchachita. Lo mismo podría haber sido camarera de una bodega, pues tanto mérito hace falta para una cosa como para la otra. Después contó a sus compañeros que era «bien nacida», y afirmó que quien no era de buena cuna no podía llegar a ser nadie. De nada servía estudiar y trabajar; cuando no se es «bien nacido», a nada puede aspirarse.

—Y todos aquellos que tienen apellidos terminados en «sen» —prosiguió—, tampoco llegarán a ser nada en el mundo. Hay que ponerse en jarras y mantener a distancia a esos «¡—sen, —sen!» y puso en jarras sus lindos brazos de puntiagudos codos, para mostrar cómo había que hacer. ¡Y qué lindos eran sus bracitos! Era encantadora.


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Publicado el 26 de junio de 2016 por Edu Robsy.

Dos Hermanos

Hans Christian Andersen


Cuento infantil


En una de las islas danesas, cubierta de sembrados entre los que se elevan antiguos anfiteatros, y de hayedos con corpulentos árboles, hay una pequeña ciudad de bajas casas techadas de tejas rojas. En el hogar de una de aquellas casas se elaboran cosas maravillosas; hierbas diversas y raras eran hervidas en vasos, mezcladas y destiladas, y trituradas en morteros. Un hombre de avanzada edad cuidaba de todo ello.

—Hay que atender siempre a lo justo —decía—; sí, a lo justo, lo debido; atenerse a la verdad en todas las partes, y no salirse de ella.

En el cuarto de estar, junto al ama de casa, estaban dos de los hijos, pequeños todavía, pero con grandes pensamientos. La madre les había hablado siempre del derecho y la justicia y de la necesidad de no apartarse nunca de la verdad, que era el rostro de Dios en este mundo.

El mayor de los muchachos tenía una expresión resuelta y alegre. Su lectura referida eran libros sobre fenómenos de la Naturaleza, del sol y las estrellas; eran para él los cuentos más bellos. ¡Qué dicha poder salir en viajes de descubrimiento, o inventar el modo de imitar a las aves y lanzarse a volar! Sí, resolver este problema, ahí estaba la cosa. Tenían razón los padres: la verdad es lo que sostiene el mundo.


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Publicado el 26 de junio de 2016 por Edu Robsy.

El Abecedario

Hans Christian Andersen


Cuento infantil


Érase una vez un hombre que había compuesto versos para el abecedario, siempre dos para cada letra, exactamente como vemos en la antigua cartilla. Decía que hacía falta algo nuevo, pues los viejos pareados estaban muy sobados, y los suyos le parecían muy bien. Por el momento, el nuevo abecedario estaba sólo en manuscrito, guardado en el gran armario—librería, junto a la vieja cartilla impresa; aquel armario que contenía tantos libros eruditos y entretenidos. Pero el viejo abecedario no quería por vecino al nuevo, y había saltado en el anaquel pegando un empellón al intruso, el cual cayó al suelo, y allí estaba ahora con todas las hojas dispersas. El viejo abecedario había vuelto hacia arriba la primera página, que era la más importante, pues en ella estaban todas las letras, grandes y pequeñas. Aquella hoja contenía todo lo que constituye la vida de los demás libros: el alfabeto, las letras que, quiérase o no, gobiernan al mundo. ¡Qué poder más terrible! Todo depende de cómo se las dispone: pueden dar la vida, pueden condenar a muerte; alegrar o entristecer. Por sí solas nada son, pero ¡puestas en fila y ordenadas!... Cuando Nuestro Señor las hace intérpretes de su pensamiento, leemos más cosas de las que nuestra mente puede contener y nos inclinamos profundamente, pero las letras son capaces de contenerlas.

Pues allí estaban, cara arriba. El gallo de la A mayúscula lucía sus plumas rojas, azules y verdes. Hinchaba el pecho muy ufano, pues sabía lo que significaban las letras, y era el único viviente entre ellas.


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Publicado el 26 de junio de 2016 por Edu Robsy.

El Alforfón

Hans Christian Andersen


Cuento infantil


Si después de una tormenta pasan junto a un campo de alforfón, lo verán a menudo ennegrecido y como chamuscado; se diría que sobre él ha pasado una llama, y el labrador observa: —Esto es de un rayo—. Pero, ¿cómo sucedió? Les voy a contar, pues yo lo sé por un gorrioncillo, al cual, a su vez, se lo reveló un viejo sauce que crece junto a un campo de alforfón. Es un sauce corpulento y venerable pero muy viejo y contrahecho, con una hendidura en el tronco, de la cual salen hierbajos y zarzamoras. El árbol está muy encorvado, y las ramas cuelgan hasta casi tocar el suelo, como una larga cabellera verde.

En todos los campos de aquellos contornos crecían cereales, tanto centeno como cebada y avena, esa magnífica avena que, cuando está en sazón, ofrece el aspecto de una fila de diminutos canarios amarillos posados en una rama. Todo aquel grano era una bendición, y cuando más llenas estaban las espigas, tanto más se inclinaban, como en gesto de piadosa humildad.

Pero había también un campo sembrado de alforfón, frente al viejo sauce. Sus espigas no se inclinaban como las de las restantes mieses, sino que permanecían enhiestas y altivas.

—Indudablemente, soy tan rico como la espiga de trigo —decía—, y además soy mucho más bonito; mis flores son bellas como las del manzano; deleita los ojos mirarnos, a mí y a los míos. ¿Has visto algo más espléndido, viejo sauce?

El árbol hizo un gesto con la cabeza, como significando: «¡Qué cosas dices!». Pero el alforfón, pavoneándose de puro orgullo, exclamó:

—¡Tonto de árbol! De puro viejo, la hierba le crece en el cuerpo.

Pero he aquí que estalló una espantosa tormenta; todas las flores del campo recogieron sus hojas y bajaron la cabeza mientras la tempestad pasaba sobre ellas; sólo el alforfón seguía tan engreído y altivo.

—¡Baja la cabeza como nosotras! —le advirtieron las flores.


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Publicado el 26 de junio de 2016 por Edu Robsy.

El Cometa

Hans Christian Andersen


Cuento infantil


Y vino el cometa: brilló con su núcleo de fuego, y amenazó con la cola. Lo vieron desde el rico palacio y desde la pobre buhardilla; lo vio el gentío que hormiguea en la calle, y el viajero que cruza llanos desiertos y solitarios; y a cada uno inspiraba pensamientos distintos.

—¡Salgan a ver el signo del cielo! ¡Salgan a contemplar este bellísimo espectáculo! —exclamaba la gente; y todo el mundo se apresuraba, afanoso de verlo.

Pero en un cuartucho, una mujer trabajaba junto a su hijito. La vela de sebo ardía mal, chisporroteando, y la mujer creyó ver una viruta en la bujía; el sebo formaba una punta y se curvaba, y aquello, creía la mujer, significaba que su hijito no tardaría en morir, pues la punta se volvía contra él.

Era una vieja superstición, pero la mujer la creía.

Y justamente aquel niño estaba destinado a vivir muchos años sobre la Tierra, y a ver aquel mismo cometa cuando, sesenta años más tarde, volviera a aparecer.

El pequeño no vio la viruta de la vela, ni pensó en el astro que por primera vez en su vida brillaba en el cielo. Tenía delante una cubeta con agua jabonosa, en la que introducía el extremo de un tubito de arcilla y, aspirando con la boca por el otro, soplaba burbujas de jabón, unas grandes, y otras pequeñas. Las pompas temblaban y flotaban, presentando bellísimos y cambiantes colores, que iban del amarillo al rojo, del lila al azul, adquiriendo luego un tono verde como hoja del bosque cuando el sol brilla a su través.

—Dios te conceda tantos años en la Tierra como pompas de jabón has hecho —murmuraba la madre.

—¿Tantos, tantos? —dijo el niño—. No terminaré nunca las pompas con toda esta agua.

Y el niño sopla que sopla.


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Publicado el 26 de junio de 2016 por Edu Robsy.

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