Textos peor valorados de Hans Christian Andersen publicados el 28 de junio de 2016 | pág. 2

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autor: Hans Christian Andersen fecha: 28-06-2016


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El Niño en la Tumba

Hans Christian Andersen


Cuento infantil


Había luto en la casa, y luto en los corazones: el hijo menor, un niño de 4 años, el único varón, alegría y esperanza de sus padres, había muerto. Cierto que aún quedaban dos hijas; precisamente aquel mismo año la mayor iba a ser confirmada. Las dos eran buenas y dulces, pero el hijo que se va es siempre el más querido; y ahora, sobre ser el único varón, era el benjamín. ¡Dura prueba para la familia! Las hermanas sufrían como sufren por lo general los corazones jóvenes, impresionadas sobre todo por el dolor de los padres; el padre estaba anonadado, pero la más desconsolada era la madre. Día y noche había permanecido de pie, a la cabecera del enfermo, cuidándolo, atendiéndolo, mimándolo. Más que nunca sentía que aquel niño era parte de sí misma. No le cabía en la mente la idea de que estaba muerto, de que lo encerrarían en un ataúd y lo depositarían en una tumba. Dios no podía quitarle a su hijo, pensaba; y cuando ya hubo ocurrido la desgracia, cuando no cabía incertidumbre, exclamó la mujer en la desesperación de su dolor:

—¡Es imposible que Dios se haya enterado! ¡En la Tierra tiene servidores sin corazón, que obran a su capricho, sin atender a las oraciones de una madre!

Así perdió su confianza en Dios; en su mente se filtraron pensamientos tenebrosos, pensamientos de muerte, miedo a la muerte eterna, temor de que el hombre fuese sólo polvo y de que en polvo terminase todo. Con estas ideas no tenía nada a que asirse, y así iba hundiéndose en la nada sin fondo de la desesperación.

En la hora más difícil no podía ya llorar, ni pensaba en las dos hijas que le quedaban; las lágrimas de su esposo le caían sobre la frente, pero no levantaba los ojos a él. Sus pensamientos giraban constantemente en torno al hijo muerto; su vida ya no parecía tener más objeto que evocar las gracias de su pequeño, recordar sus inocentes palabras infantiles.


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Publicado el 28 de junio de 2016 por Edu Robsy.

En el Cuarto de los Niños

Hans Christian Andersen


Cuento infantil


Papá, mamá y todos los hermanitos habían ido a ver la comedia; Anita y su padrino quedaron solos en casa.

—También nosotros tendremos nuestra comedia —dijo el padrino—. Manos a la obra.

—Pero no tenemos teatro —replicó la pequeña Anita—, ni nadie que haga de cómico. Mi vieja muñeca es demasiado fea, y no quiero que se arrugue el vestido de la nueva.

—Cómicos siempre hay, si nos contentamos con lo que tenemos —dijo el padrino.

Ante todo vamos a construir el teatro. Pondremos aquí un libro, allí otro, y un tercero atravesado. Ahora tres del otro lado; ya tenemos los bastidores.

Aquella caja vieja podrá servirnos de fondo; pondremos la base hacia fuera. La escena representa una habitación, esto está claro. Dediquémonos ahora a los personajes. Veamos qué hay en la caja de los juguetes. Primero los personajes, después la obra; cuando tengamos los primeros, la otra vendrá por sí sola, y la cosa saldrá que ni pintada. Aquí hay una cabeza de pipa, y allí un guante sin pareja; podrán ser padre e hija.

—Pero no basta con dos —protestó Anita—. Aquí tengo el chaleco viejo de mi hermano. ¿No podría trabajar también?

—Desde luego; ya tiene la edad suficiente para ello —asintió el padrino.

—Será el galán. No lleva nada en los bolsillos; esto es ya interesante, revela un amor desgraciado. Y aquí están las botas del cascanueces con espuelas y todo, ¡caramba, pues no puede pavonearse y zapatear! Será el pretendiente intempestivo, a quien la señorita no puede sufrir. ¿Qué comedia prefieres? ¿Quieres un drama o una pieza de familia?

—¡Eso! —exclamó Ana—. A los demás les gusta mucho. ¿Sabes una?


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Publicado el 28 de junio de 2016 por Edu Robsy.

El Pequeño Tuk

Hans Christian Andersen


Cuento infantil


Pues sí, éste era el pequeño Tuk. En realidad no se llamaba así, pero éste era el nombre que se daba a sí mismo cuando aún no sabía hablar. Quería decir Carlos, es un detalle que conviene saber. Resulta que tenía que cuidar de su hermanita Gustava, mucho menor que él, y luego tenía que aprenderse sus lecciones; pero, ¿cómo atender a las dos cosas a la vez? El pobre muchachito tenía a su hermana sentada sobre las rodillas y le cantaba todas las canciones que sabía, mientras sus ojos echaban alguna que otra mirada al libro de Geografía, que tenía abierto delante de él. Para el día siguiente habría de aprenderse de memoria todas las ciudades de Zelanda y saberse, además, cuanto de ellas conviene conocer.

Llegó la madre a casa y se hizo cargo de Gustavita. Tuk corrió a la ventana y estuvo leyendo hasta que sus ojos no pudieron más, pues había ido oscureciendo y su madre no tenía dinero para comprar velas.

—Ahí va la vieja lavandera del callejón —dijo la madre, que se había asomado a la ventana—. La pobre apenas puede arrastrarse y aún tiene que cargar con el cubo lleno de agua desde la bomba. Anda, Tuk, sé bueno y ve a ayudar a la pobre viejecita. Harás una buena acción.

Tuk corrió a la calle a ayudarla, pero cuando estuvo de regreso la oscuridad era completa, y como no había que pensar en encender la luz, no tuvo más remedio que acostarse. Su lecho era un viejo camastro; tendido en él estuvo pensando en su lección de Geografía, en Zelanda y en todo lo que había explicado el maestro. Debiera haber seguido estudiando, pero era imposible, y se metió el libro debajo de la almohada, porque había oído decir que aquello ayudaba a retener las lecciones en la mente; pero no hay que fiarse mucho de lo que se oye decir.


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4 págs. / 8 minutos / 95 visitas.

Publicado el 28 de junio de 2016 por Edu Robsy.

El Último Día

Hans Christian Andersen


Cuento infantil


De todos los días de nuestra vida, el más santo es aquel en que morimos; es el último día, el grande y sagrado día de nuestra transformación. ¿Te has detenido alguna vez a pensar seriamente en esa hora suprema, la última de tu existencia terrena?

Hubo una vez un hombre, un creyente a machamartillo, según decían, un campeón de la divina palabra, que era para él ley, un celoso servidor de un Dios celoso. He aquí que la Muerte llegó a la vera de su lecho, la Muerte, con su cara severa de ultratumba.

—Ha sonado tu hora, debes seguirme —le dijo, tocándole los pies con su dedo gélido; y sus pies quedaron rígidos. Luego la Muerte le tocó la frente y el corazón, que cesó de latir, y el alma salió en pos del ángel exterminador.

Pero en los breves segundos que transcurrieron entre el momento en que sintió el contacto de la Muerte en el pie y en la frente y el corazón, desfiló por la mente del moribundo, como una enorme oleada negra, todo lo que la vida le había aportado e inspirado. Con una mirada recorrió el vertiginoso abismo y con un pensamiento instantáneo abarcó todo el camino inconmensurable. Así, en un instante, vio en una ojeada de conjunto, la miríada incontable de estrellas, cuerpos celestes y mundos que flotan en el espacio infinito.

En un momento así, el terror sobrecoge al pecador empedernido que no tiene nada a que agarrarse; tiene la impresión de que se hunde en el vacío insondable. El hombre piadoso, en cambio, descansa tranquilamente su cabeza en Dios y se le entrega como un niño:

—¡Hágase en mí Tu voluntad!


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Publicado el 28 de junio de 2016 por Edu Robsy.

El Ruiseñor

Hans Christian Andersen


Cuento infantil


En China, como sabes muy bien, el Emperador es chino, y chinos son todos los que lo rodean. Hace ya muchos años de lo que voy a contar, mas por eso precisamente vale la pena que lo oigan, antes de que la historia se haya olvidado.

El palacio del Emperador era el más espléndido del mundo entero, todo él de la más delicada porcelana. Todo en él era tan precioso y frágil, que había que ir con mucho cuidado antes de tocar nada. El jardín estaba lleno de flores maravillosas, y de las más bellas colgaban campanillas de plata que sonaban para que nadie pudiera pasar de largo sin fijarse en ellas. Sí, en el jardín imperial todo estaba muy bien pensado, y era tan extenso que el propio jardinero no tenía idea de dónde terminaba. Si seguías andando, te encontrabas en el bosque más espléndido que quepa imaginar, lleno de altos árboles y profundos lagos. Aquel bosque llegaba hasta el mar hondo y azul; grandes embarcaciones podían navegar por debajo de las ramas, y allí vivía un ruiseñor que cantaba tan primorosamente, que incluso el pobre pescador, a pesar de sus muchas ocupaciones, cuando por la noche salía a retirar las redes, se detenía a escuchar sus trinos.

—¡Dios santo, y qué hermoso! —exclamaba; pero luego tenía que atender a sus redes y olvidarse del pájaro hasta la noche siguiente, en que, al llegar de nuevo al lugar, repetía—: ¡Dios santo, y qué hermoso!

De todos los países llegaban viajeros a la ciudad imperial, y admiraban el palacio y el jardín; pero en cuanto oían al ruiseñor, exclamaban:

—¡Esto es lo mejor de todo!

De regreso a sus tierras los viajeros hablaban de él, y los sabios escribían libros y más libros acerca de la ciudad, del palacio y del jardín, pero sin olvidarse nunca del ruiseñor, al que ponían por las nubes; y los poetas componían inspiradísimos poemas sobre el pájaro que cantaba en el bosque, junto al profundo lago.


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11 págs. / 19 minutos / 1.431 visitas.

Publicado el 28 de junio de 2016 por Edu Robsy.

El Tullido

Hans Christian Andersen


Cuento infantil


Érase una antigua casa señorial, habitada por gente joven y apuesta. Ricos en bienes y dinero, querían divertirse y hacer el bien. Querían hacer feliz a todo el mundo, como lo eran ellos.

Por Nochebuena instalaron un abeto magníficamente adornado en el antiguo salón de Palacio. Ardía el fuego en la chimenea y ramas del árbol navideño enmarcaban los viejos retratos.

Desde el atardecer reinaba también la alegría en los aposentos de la servidumbre. También había allí un gran abeto con rojas y blancas velillas encendidas, banderitas danesas, cisnes recortados y redes de papeles de colores y llenas de golosinas. Habían invitado a los niños pobres de la parroquia, y cada uno había acudido con su madre, a la cual, más que a la copa del árbol, se le iban los ojos a la mesa de Nochebuena, cubierta de ropas de lana y de hilo y de toda clase de prendas de vestir. Aquello era lo que miraban las madres y los hijos ya mayorcitos, mientras los pequeños alargaban los brazos hacia las velillas, el oropel y las banderitas.

La gente había llegado a primeras horas de la tarde, y fue obsequiada con la clásica sopa navideña y asado de pato con berza roja. Una vez hubieron contemplado el árbol y recibido los regalos, se sirvió a cada uno un vaso de ponche y manzanas rellenas.

Regresaron entonces a sus pobres casas, donde se habló de la «buena vida», es decir, de la buena comida, y se pasó otra vez revista a los regalos.

Entre aquella gente estaban Garten—Kirsten y Garten—Ole, un matrimonio que tenía casa y comida a cambio de su trabajo en el jardín de Sus Señorías. Cada Navidad recibían su buena parte de los regalos. Tenían además cinco hijos, y a todos los vestían los señores.

—Son bondadosos nuestros amos —decían—. Tienen medios para hacer el bien, y gozan haciéndolo.


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Publicado el 28 de junio de 2016 por Edu Robsy.

El Lino

Hans Christian Andersen


Cuento infantil


El lino estaba florido. Tenía hermosas flores azules, delicadas como las alas de una polilla, y aún mucho más finas. El sol acariciaba las plantas con sus rayos, y las nubes las regaban con su lluvia, y todo ello le gustaba al lino como a los niños pequeños cuando su madre los lava y les da un beso por añadidura. Son entonces mucho más hermosos, y lo mismo sucedía con el lino.

—Dice la gente que me sostengo admirablemente —dijo el lino y que me alargo muchísimo; tanto, que hacen conmigo una magnífica pieza de tela. ¡Qué feliz soy! Sin duda soy el más feliz del mundo. Vivo con desahogo y tengo porvenir. ¡Cómo vivifica el sol, y cómo gusta y refresca la lluvia! Mi dicha es completa. Soy el ser más feliz del mundo entero.

—¡Sí, sí, sí! —dijeron las estacas de la valla—, tú no conoces el mundo, pero lo que es nosotras, nosotras tenemos nudos —y crujían lamentablemente:

Ronca que ronca carraca,
ronca con tesón.

Se terminó la canción.

—No, no se terminó —dijo el lino—. El sol luce por la mañana, la lluvia reanima. Oigo cómo crezco y siento cómo florezco. ¡Soy dichoso, dichoso, más que ningún otro!

Pero un día vinieron gentes que, agarrando al lino por el copete, lo arrancaron de raíz, operación que le dolió. Lo pusieron luego al agua como para ahogarlo, y a continuación sobre el fuego, como para asarlo. ¡Horrible!

«No siempre pueden marchar bien las cosas —suspiró el lino—. Hay que sufrir un poco, así se aprende».

Pero las cosas se pusieron cada vez peor. El lino fue partido y roto, secado y peinado. Él ya no sabía qué pensar de todo aquello. Luego fue a parar a la rueca, ¡y ronca que ronca! No había manera de concentrar las ideas.


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Publicado el 28 de junio de 2016 por Edu Robsy.

El Tesoro Dorado

Hans Christian Andersen


Cuento infantil


La mujer del tambor fue a la iglesia. Vio el nuevo altar con los cuadros pintados y los ángeles de talla. Todos eran preciosos, tanto los de las telas, con sus colores y aureolas, como los esculpidos en madera, pintados y dorados además. Su cabellera resplandecía, como el oro, como la luz del sol; era una maravilla. Pero el sol de Dios era aún más bello; lucía por entre los árboles oscuros con tonalidades rojas, claras, doradas, a la hora de la puesta. ¡Qué hermoso es mirar la cara de Nuestro Señor! Y la mujer contemplaba el sol ardiente, mientras otros pensamientos más íntimos se agitaban en su alma. Pensaba en el hijito que pronto le traería la cigüeña, y esta sola idea la alborozaba. Con los ojos fijos en el horizonte de oro, deseaba que su niño tuviese algo de aquel brillo del sol, que se pareciese siquiera a uno de aquellos angelillos radiantes del nuevo altar.

Cuando, por fin, tuvo en sus brazos a su hijito y lo mostró al padre, era realmente como uno de aquellos ángeles de la iglesia; su cabello dorado brillaba como el sol poniente.

—¡Tesoro dorado, mi riqueza, mi sol! —exclamó la madre besando los dorados ricitos; y pareció como si en la habitación resonara música y canto. ¡Cuánta alegría, cuánta vida, cuánto bullicio! El padre tocó un redoble en el tambor, un redoble de entusiasmo. Decía:

—¡Pelirrojo! ¡El chico es pelirrojo! ¡Atiende al tambor y no a lo que dice su madre! ¡Ran, ran, ranpataplán!

Y toda la ciudad decía lo mismo que el tambor.

Llevaron el niño a la iglesia para bautizarlo. Nada había que objetar al nombre que le pusieron: Pedro. La ciudad entera, y con ella el tambor, lo llamó Pedro, el pelirrojo hijo del tambor. Pero su madre le besaba el rojo cabello y lo llamaba su tesoro dorado.

En la hondonada había una ladera arcillosa en la que muchos habían grabado su nombre, como recuerdo.


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Publicado el 28 de junio de 2016 por Edu Robsy.

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