Érase una vez un viejo castillo, con su foso pantanoso y su puente levadizo,
el cual estaba más veces levantado que bajado, pues no todas las visitas son
deseables. Había troneras bajo el tejado, y mirillas a lo largo de los muros;
por ellos podía dispararse al exterior o arrojar agua hirviendo o plomo
derretido sobre el enemigo, cuando se acercaba demasiado. Los aposentos
interiores eran de alto techo, y así convenía que fuesen, por el mucho humo que
salía del fuego del hogar, alimentado con troncos húmedos. De la pared colgaban
retratos de hombres con sus armaduras, y de altivas damas en sus pesados
ropajes. La más altiva de todas vivía y deambulaba por los recintos del
castillo; era su dueña y se llamaba Mette Mogens.
Una noche vinieron bandidos. Mataron a tres de los servidores del castillo y
al perro mastín, ataron luego a Dama Mette a la perrera con la cadena del animal
e, instalándose en la gran sala, se bebieron el vino de la bodega y la buena
cerveza.
Dama Mette permanecía encadenada en la caseta; ni siquiera podía ladrar.
En éstas se le acercó el más joven de los bandidos, deslizándose de puntillas
para no ser oído, pues los demás lo hubieran asesinado.
—Señora Mette Mogens —dijo el mozo—, ¿te acuerdas de que un día mi padre, en
vida aún de tu esposo, fue condenado a montar en el potro del tormento? Tú
pediste piedad para él, pero en vano; hubo de cumplirse la sentencia. Pero tú te
acercaste a hurtadillas como lo hago yo ahora, y le pusiste una piedra debajo de
cada pie para procurarle un punto de apoyo. Nadie lo vio, o por lo menos
hicieron como si no lo vieran; por algo eras la señora. Mi padre me lo contó, y
yo he guardado el relato en mi corazón, mas no lo he olvidado. ¡Ahora te
devuelvo la libertad, señora Mette Mogens!
Poco después los dos galopaban, bajo la lluvia y la tempestad, en busca de
ayuda.
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