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autor: Hector Hugh Munro "Saki" etiqueta: Cuento


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El Cerdo

Hector Hugh Munro "Saki"


Cuento


—Hay una entrada trasera al césped, a través de un pequeño prado de hierba y cruzando un huerto de árboles frutales vallado que está lleno de groselleros espinosos —le dijo la señora Philidore Stossen a su hija—. El año pasado, cuando la familia estaba fuera, recorrí todo el lugar. Hay una puerta que permite pasar desde el huerto frutícola a un plantío de arbustos, y en cuanto se sale de allí te puedes mezclar con los invitados como si hubieras entrado por el camino principal. Es mucho más seguro que entrar por la puerta delantera, corriendo el riesgo de darte de bruces con la anfitriona; eso sería terrible, puesto que no le ha dado por invitarnos.

—¿Y no son demasiados esfuerzos para entrar en una fiesta al aire libre?

—Para una fiesta al aire libre, sí; pero para la fiesta al aire libre de la temporada, por supuesto que no. Excepción hecha de nosotras, todo aquel que tiene algún peso en el condado ha sido invitado a conocer a la Princesa; sería mucho más trabajoso inventar una explicación al hecho de que no estuvimos allí que entrar por un camino indirecto. Ayer detuve a la señora Cuvering en la calle y hablé con toda intención acerca de la Princesa. Si ella prefirió no captar la sugerencia de enviarme una invitación, no es culpa mía, ¿verdad? Ya hemos llegado: basta con cruzar el campo de hierba y entrar al huerto por esa pequeña puerta.


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5 págs. / 10 minutos / 270 visitas.

Publicado el 13 de mayo de 2018 por Edu Robsy.

Cura de Agitación

Hector Hugh Munro "Saki"


Cuento


Sobre el portaequipajes del compartimiento de ferrocarril, frente a Clovis, había una sólida maleta con un prolijo rótulo: «J. P. Huddle, La Conejera, Tilfield, cerca de Slowborough». Bajo el portaequipajes estaba sentada la humana encarnación del rótulo, un individuo sólido y sosegado, sosegadamente vestido y de sosegada conversación. Aun sin su conversación (que se dirigía a un amigo sentado a su lado y se refería principalmente a tópicos tales como el retraso de los jacintos y la presencia de sarampión en la rectoría) hubiera podido estimarse con bastante justeza su temperamento y perspectiva mental. Pero no parecía dispuesto a dejar que nada corriera por cuenta de un observador casual, y su conversación no tardó en volverse personal e introspectiva.

—No sé por qué —le decía a su amigo—; no tengo mucho más de cuarenta años, pero siento como si hubiera alcanzado ya la paz de la edad madura. Mi hermana muestra la misma tendencia. Nos gusta que todo se encuentre en su lugar acostumbrado; que las cosas sucedan en su momento oportuno; que todo sea habitual, ordenado, puntual, metódico con la más escrupulosa exactitud. Por ejemplo, para referirnos a algo insignificante, un tordo viene haciendo su nido, año tras año, en el amento del jardín; este año, sin que medie ninguna razón aparente, lo hizo sobre la hiedra del muro. No hablamos mucho de ello, pero creo que ambos pensamos que el cambio es innecesario y algo irritante incluso.

—Quizá —dijo el amigo—, se trata de otro tordo.

—Lo hemos pensado —dijo J. P. Huddle—, y creo que esa posibilidad nos molesta más todavía. No nos parece que a esta altura de la vida tenga que sobrevenirnos un cambio de tordo; y, sin embargo, como le dije antes, no hemos llegado a una edad en que estas cosas se hagan sentir seriamente.

—Lo que ustedes necesitan —dijo el amigo— es una cura de agitación.


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Publicado el 14 de mayo de 2018 por Edu Robsy.

La Paz de Mowsle Barton

Hector Hugh Munro "Saki"


Cuento


Crefton Lockyer estaba sentado, física y espiritualmente, a sus anchas, en el terrenito, a medias huerto y a medias jardín, que confinaba con la granja de Mowsle Barton. Después de las fatigas y el estruendo de largos años de vida ciudadana, el reposo y la paz de las colinas afectaban sus sentidos con una intensidad casi dramática. El tiempo y el espacio parecían perder su significado y su brusquedad; los minutos iban imperceptiblemente convirtiéndose en horas y los grados y los terrenos barbechados se apagaban a la distancia, dulces y sin precipitación. Las malezas silvestres del seto se extraviaban por el jardín, y los alelíes y los arbustos de cultivo hacían incursiones por la huerta y el sendero. Las somnolientas gallinas y los solemnes y preocupados patos sentíanse igualmente confortables en el gallinero, en el huerto o en la carretera; nada parecía corresponder definitivamente a nada; ni siquiera los portones se encontraban necesariamente en sus goznes. Y toda la escena estaba penetrada de un sentimiento de paz que tenía una cualidad casi mágica. De tarde se sentía que había sido siempre de tarde y que seguiría siéndolo por siempre; durante el crepúsculo no se concebía que la hora hubiera podido ser nunca otra. Crefton Lockyer, sentado cómodamente sobre un rústico asiento bajo un viejo níspero, decidió que allí se encontraba el anclaje de su vida que siempre había imaginado y que, últimamente, habían anhelado con tanta frecuencia sus sentidos fatigados y tensos. Haría su morada permanente entre estas gentes sencillas y amistosas, acrecentando gradualmente las modestas comodidades de que deseaba verse rodeado, pero coincidiendo tanto como le fuera posible con su manera de vida.


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8 págs. / 14 minutos / 34 visitas.

Publicado el 14 de mayo de 2018 por Edu Robsy.

Las Siete Jarras para Crema

Hector Hugh Munro "Saki"


Cuento


—Supongo que ya no veremos más por aquí a Wilfrid Pigeoncote, ahora que heredó la dignidad de baronet y un montón de dinero —dijo tristemente la señora de Peter Pigeoncote a su marido.

—No podemos pretenderlo —replicó él—. Siempre tratábamos de impedir que viniera a vernos cuando era un don nadie. Creo que no lo veo desde que era un niño de doce años.

—Había una razón para no fomentar su amistad —dijo la señora de Peter—. Con ese notorio defecto suyo, no era la clase de persona con la que uno desea tener tratos.

—Bien, el defecto todavía existe, ¿no? —dijo su marido—, ¿o supones que las propiedades producen una alteración del carácter?

—Oh, por supuesto, hay siempre esa desventaja —admitió la mujer—, pero a uno le gustaría hacer amistad con la futura cabeza de la familia, aunque sea por mera curiosidad. Además, cinismo aparte, su riqueza alterará el modo en que la gente considere su defecto. Cuando un hombre es absolutamente rico, no meramente acomodado, toda sospecha de motivos sórdidos desaparece; la cosa se reduce a una desagradable enfermedad.


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6 págs. / 10 minutos / 85 visitas.

Publicado el 14 de mayo de 2018 por Edu Robsy.

La Búsqueda

Hector Hugh Munro "Saki"


Cuento


Una desacostumbrada paz había descendido sobre la Villa Elsinore, interrumpida sin embargo, a frecuentes intervalos, por clamorosas lamentaciones, indicio de una azorada aflicción. El hijito de los Momeby se había extraviado; de ahí la paz; lo buscaban de modo aturdido e indisciplinado, de ahí los gritos que estremecían la casa y el jardín cada vez que regresaban para volver a buscarlo por el interior. Clovis, que era temporaria e involuntariamente un pensionista en la Villa, se encontraba dormitando en una hamaca en el extremo más alejado del jardín, cuando la señora Momeby irrumpió con la noticia.

—Perdimos a nuestro bebé —exclamó.

—¿Quiere usted decir que se murió, que huyó o que lo apostó a las cartas? —preguntó Clovis con calma.

—Estaba jugando lo más contento en el prado —dijo la señora llorosa— y Arnold acababa de llegar y yo le estaba preguntando qué salsa prefería con los espárragos…

—Espero que haya dicho hollandaise —interrumpió Clovis dando muestras de interés— porque si hay algo que detesto…

—Y repentinamente eché de menos al bebé —continuó la señora Momeby en tono más alterado todavía—. Hemos buscado de arriba abajo, por la casa, el jardín, más allá del portón, y no se lo ve por ninguna parte.

—¿Se lo oye? —preguntó Clovis—. Porque si no se lo oye debe estar por lo menos a dos kilómetros de distancia.

—Pero ¿dónde? ¿Y cómo? —preguntó la afligida madre.

—Quizá un águila o una bestia salvaje se lo llevó —sugirió Clovis.

—No hay águilas ni bestias salvajes en Surrey —dijo la señora Momeby, pero en la voz se le había deslizado una nota de horror.


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Publicado el 14 de mayo de 2018 por Edu Robsy.

Los Chistes de Arlington Stringham

Hector Hugh Munro "Saki"


Cuento


Arlington Stringham hizo un chiste en la Cámara de los Comunes. Era exiguo el número de presentes y sumamente exiguo el chiste; algo sobre los muchos ángulos que tiene la raza anglosajona. Es posible que lo haya dicho sin intención, pero un colega suyo, que no quería que lo imaginaran dormido porque sus ojos estuvieran cerrados, se rió. Uno o dos de los periódicos apuntaron entre corchetes: «Una risa», y otro, notorio por la poca seriedad de sus informaciones políticas, mencionó: «Risas». Las cosas a menudo comienzan de este modo.

—Arlington hizo un chiste en la Cámara anoche —dijo Eleanor Stringham a su madre—; en todos estos años que estuvimos casados, ninguno de los dos hizo un chiste nunca, y no me gusta empezar ahora. Me temo que sea el comienzo de la hendedura en el laúd.

—¿Qué laúd? —preguntó su madre.

—Era una cita literaria —aclaró Eleanor.

A Eleanor decir que algo era una cita le resultaba un excelente método para eliminarlo de la discusión, de la misma manera que uno siempre podía defender la mediocridad de un cordero ya avanzada la temporada, diciendo: «Es carnero».

Y, por supuesto, Arlington siguió por el espinoso camino de humor deliberado hacia el que lo precipitó el Destino.

—Se ve muy verde el campo, pero después de todo, para eso está —le dijo a su mujer dos días después.

—Eso es muy moderno y, hasta me atrevería a decir, muy ingenioso, pero temo que pierdes el tiempo conmigo —observó ella fríamente. Si hubiera sospechado el esfuerzo que esa observación costó a su marido, la habría recibido con más bondad. La tragedia del humano intento consiste en que con tanta frecuencia permanece invisible e insospechada.


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Publicado el 14 de mayo de 2018 por Edu Robsy.

La Disuasión de Tarrington

Hector Hugh Munro "Saki"


Cuento


—¡Dios! —exclamó la tía de Clovis—. Allí viene. No me acuerdo de su nombre, pero almorzó una vez con nosotros. Tarrington… sí, eso. Se enteró del picnic que voy a ofrecer a la Princesa, y va a pegárseme como un salvavidas hasta que lo invite. Luego me preguntará si puede traer a todas sus mujeres, madres y hermanas. Eso es lo malo de estos pequeños reductos balnearios: uno no puede escaparse de nadie.

—Si quieres huir ya —se ofreció Clovis— puedo librar una acción de retaguardia; si no pierdes tiempo, tienes unos buenos diez metros de ventaja.

La tía de Clovis dio su decidido beneplácito a la sugestión y se alejó meneándose como un vapor del Nilo, con una ola de pequineses como estela.

—Finge que no lo conoces —fue su consejo de partida, teñido del osado coraje de quien no combate.

Un momento después las aperturas de un caballero afablemente dispuesto eran recibidas por Clovis con una mirada que denotaba absoluta falta de familiaridad con el objeto escudriñado.

—Supongo que no me conoce por los bigotes —dijo el recién llegado—. Me los dejo crecer desde hace dos meses.

—Por el contrario —dijo Clovis—, los bigotes son lo único en usted que me resulta familiar. Estoy seguro de haberlos conocido antes en alguna parte.

—Me llamo Tarrington —prosiguió el candidato a ser reconocido.

—Un apellido muy útil —dijo Clovis—; con un apellido así a nadie se le ocurriría culparlo de no haber hecho algo particularmente heroico o notable, ¿no le parece? Y sin embargo, si quisiera usted organizar un cuerpo de caballería ligera en un momento de emergencia nacional, «La Caballería Ligera de Tarrington» sería un nombre apropiado y estimulante, cosa que no ocurriría si usted se llamara Spoopin, por ejemplo. Nadie, ni siquiera en un momento de emergencia nacional, querría pertenecer a la Caballería de Spoopin.


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Publicado el 14 de mayo de 2018 por Edu Robsy.

Jacinto

Hector Hugh Munro "Saki"


Cuento


—La nueva moda de introducir a los hijos de los candidatos en las campañas electorales es muy conveniente —dijo la señora Panstreppon—; elimina en parte la esperanza de las contiendas partidarias y constituye una experiencia interesante que los niños podrán evocar al cabo de los años. Con todo, si sigues mi consejo, Matilda, no lleves a Jacinto a Luffbridge el día de las elecciones.

—¡No llevar a Jacinto! —exclamó su madre— pero ¿por qué no? Jutterly lleva a sus tres hijos, que van a conducir un par de burritos de Nubia por todo el pueblo, para poner de relieve el hecho de que su padre ha sido designado secretario colonial. En nuestra campaña apoyamos una marina fuerte, y lo apropiado será que Jacinto aparezca vestido con su trajecito de marinero. Lucirá celestial.

—La cuestión no es cómo lucirá sino cómo se comportará. Es un niño delicioso, por supuesto. Pero hay en él una corriente de belicosidad irreprimible que estalla a veces de modo alarmante. Puede que tú hayas olvidado lo de los hijos de Gaffin; yo no.

—Me encontraba en la India por entonces y sólo tengo un vago recuerdo de lo que sucedió; se mostró muy travieso, lo sé.

—Iba en su carrito tirado por una cabra y se topó con los pequeños Gaffin en su cochecito; lanzó la cabra sobre ellos y volcó el cochecito. El pequeño Jacky Gaffin quedó atrapado y mientras la niñera trataba de sujetar a la cabra, Jacinto comenzó a azotar las piernas a Jacky con su cinturón, como una pequeña furia.

—No lo defiendo —dijo Matilda—, pero ellos deben haber hecho algo que lo molestara.


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Publicado el 14 de mayo de 2018 por Edu Robsy.

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