La cocina de la granja quizás estaba donde estaba por azar o accidente. Sin
embargo, la ubicación bien podía haber sido proyectada por un experto estratega
en arquitectura campesina. La lechería, el corral, el huerto y los demás lugares
de trajín de la granja parecían tener fácil acceso a aquel refugio con piso de
anchas losas, en donde había espacio para todo y en donde un par de botas
embarradas dejaban huellas fáciles de barrer. Y aún así, a pesar de lo bien
emplazada que estaba en el centro del tráfago humano, su única ventana, larga,
enrejada, con un amplio asiento empotrado y enmarcada en un alféizar más allá de
la enorme chimenea, dominaba un dilatado paisaje silvestre de colinas, brezales
y boscosas cañadas. El hueco de la ventana era casi un cuartito de por sí, en
realidad el más agradable de la granja en cuanto a situación y posibilidades. La
joven señora Ladbruk, cuyo marido acababa de recibir la granja por herencia,
había puesto los ojos en el cálido rinconcito; y los dedos le picaban por
volverlo claro y acogedor con cortinas de zaraza, vasos llenos de flores y una
repisa o dos con viejos platos de porcelana. La mohosa sala de la casa, que daba
a un jardín adusto, melancólico y encerrado por tapias lisas y altas, no era un
cuarto que se prestara con facilidad para el confort o la decoración.
—Cuando estemos más instalados voy a hacer maravillas en la cocina para que
sea habitable —decía la joven mujer a las contadas visitas.
En aquellas palabras había un deseo callado, un deseo que además de callado
era inconfesable. Emma Ladbruk era la señora de la granja. Junto con su marido
podía tener derecho a opinar y hasta cierto punto a decidir en la conducción de
sus asuntos. Pero no era la señora de la cocina.
Información texto 'La Telaraña'