Sobre el portaequipajes del compartimiento de
ferrocarril, frente a Clovis, había una sólida maleta con un prolijo
rótulo: «J. P. Huddle, La Conejera, Tilfield, cerca de Slowborough».
Bajo el portaequipajes estaba sentada la humana encarnación del rótulo,
un individuo sólido y sosegado, sosegadamente vestido y de sosegada
conversación. Aun sin su conversación (que se dirigía a un amigo sentado
a su lado y se refería principalmente a tópicos tales como el retraso
de los jacintos y la presencia de sarampión en la rectoría) hubiera
podido estimarse con bastante justeza su temperamento y perspectiva
mental. Pero no parecía dispuesto a dejar que nada corriera por cuenta
de un observador casual, y su conversación no tardó en volverse personal
e introspectiva.
—No sé por qué —le decía a su amigo—; no tengo mucho más de
cuarenta años, pero siento como si hubiera alcanzado ya la paz de la
edad madura. Mi hermana muestra la misma tendencia. Nos gusta que todo
se encuentre en su lugar acostumbrado; que las cosas sucedan en su
momento oportuno; que todo sea habitual, ordenado, puntual, metódico con
la más escrupulosa exactitud. Por ejemplo, para referirnos a algo
insignificante, un tordo viene haciendo su nido, año tras año, en el
amento del jardín; este año, sin que medie ninguna razón aparente, lo
hizo sobre la hiedra del muro. No hablamos mucho de ello, pero creo que
ambos pensamos que el cambio es innecesario y algo irritante incluso.
—Quizá —dijo el amigo—, se trata de otro tordo.
—Lo hemos pensado —dijo J. P. Huddle—, y creo que esa posibilidad
nos molesta más todavía. No nos parece que a esta altura de la vida
tenga que sobrevenirnos un cambio de tordo; y, sin embargo, como le dije
antes, no hemos llegado a una edad en que estas cosas se hagan sentir
seriamente.
—Lo que ustedes necesitan —dijo el amigo— es una cura de agitación.
Información texto 'Cura de Agitación'