—¡Dios! —exclamó la tía de Clovis—. Allí viene. No me acuerdo de su
nombre, pero almorzó una vez con nosotros. Tarrington… sí, eso. Se
enteró del picnic que voy a ofrecer a la Princesa, y va a
pegárseme como un salvavidas hasta que lo invite. Luego me preguntará si
puede traer a todas sus mujeres, madres y hermanas. Eso es lo malo de
estos pequeños reductos balnearios: uno no puede escaparse de nadie.
—Si quieres huir ya —se ofreció Clovis— puedo librar una acción de
retaguardia; si no pierdes tiempo, tienes unos buenos diez metros de
ventaja.
La tía de Clovis dio su decidido beneplácito a la sugestión y se
alejó meneándose como un vapor del Nilo, con una ola de pequineses como
estela.
—Finge que no lo conoces —fue su consejo de partida, teñido del osado coraje de quien no combate.
Un momento después las aperturas de un caballero afablemente
dispuesto eran recibidas por Clovis con una mirada que denotaba absoluta
falta de familiaridad con el objeto escudriñado.
—Supongo que no me conoce por los bigotes —dijo el recién llegado—. Me los dejo crecer desde hace dos meses.
—Por el contrario —dijo Clovis—, los bigotes son lo único en usted
que me resulta familiar. Estoy seguro de haberlos conocido antes en
alguna parte.
—Me llamo Tarrington —prosiguió el candidato a ser reconocido.
—Un apellido muy útil —dijo Clovis—; con un apellido así a nadie se
le ocurriría culparlo de no haber hecho algo particularmente heroico o
notable, ¿no le parece? Y sin embargo, si quisiera usted organizar un
cuerpo de caballería ligera en un momento de emergencia nacional, «La
Caballería Ligera de Tarrington» sería un nombre apropiado y
estimulante, cosa que no ocurriría si usted se llamara Spoopin, por
ejemplo. Nadie, ni siquiera en un momento de emergencia nacional,
querría pertenecer a la Caballería de Spoopin.
Información texto 'La Disuasión de Tarrington'