—Regresas ahora del funeral de Adelaide, ¿no es cierto? —preguntó
sir Lulworth a su sobrino—. Supongo que habrá sido parecido a la mayoría
de los funerales.
—Ya te hablaré de él en el almuerzo —contestó Egbert.
—No harás nada semejante. No sería respetuoso ni para la memoria de
tu tía abuela ni para el almuerzo. Empezaremos con aceitunas españolas,
después tomaremos una sopa «Borsch», seguida de más aceitunas con algún
ave, con un vino del Rin bastante atractivo que, aunque no ha resultado
tan caro como los vinos de ese país, a su manera sigue siendo bastante
laudable. En ese menú no hay absolutamente nada que armonice lo más
mínimo con el tema de tu tía abuela Adelaide o de su funeral. Fue una
mujer encantadora, inteligente como cualquiera puede serlo, pero tenía
algo que me recordaba siempre la idea que se hace un cocinero inglés del
curry de Madras.
—Solía decir que eras bastante frívolo —comentó Egbert. En su tono había algo que sugería que aceptaba bastante ese veredicto.
—Creo que en una ocasión la escandalicé bastante con la afirmación
de que un caldo claro es para la vida un factor más importante que una
conciencia clara. Tenía muy poco sentido de las proporciones. Y a
propósito, te nombró su heredero principal, ¿no es así?
—Cierto —contestó Egbert—. Y también el albacea testamentario. A ese respecto quería hablar contigo.
—Los negocios no son mi punto fuerte en ningún momento —replicó sir
Lulworth—, pero desde luego todavía lo son menos cuando nos encontramos
en el umbral inmediato del almuerzo.
—No se trata exactamente de negocios —explicó Egbert siguiendo a su tío hasta el comedor—. Es algo bastante serio. Muy serio.
Información texto 'El Punto Débil'