I
Cuando murió lord Northmore, las alusiones públicas
al suceso adoptaron, en su mayor parte, una forma un tanto plúmbea y de
compromiso. Había desaparecido una gran figura política. Se había
apagado una luminaria de nuestro tiempo en mitad de su carrera. Se había
anticipado el fin de una gran utilidad, que en buena parte quedaba, de
todos modos, insignemente ejercida. La nota de grandeza, en toda la
línea, sonaba, en suma, con fuerza propia, y la del fallecido
evidentemente se prestaba muy bien a figuras y florituras, la poesía de
la prensa diaria. Los periódicos y sus compradores cumplieron con lo que
el caso pedía: lo compusieron con pulcritud y magnificencia, aunque
quizá con mano un poco violentamente expeditiva, sobre el coche fúnebre,
acompañaron debidamente al vehículo por la avenida y luego, viendo que
de repente el tema se había agotado, pasaron a lo siguiente de la lista.
Su señoría había sido una de esas personas de las que —ahí estaba la
cosa— no hay casi nada que contar aparte de la flamante monotonía de su
éxito. Ese éxito había sido su profesión, sus medios lo mismo que su
fin; de modo que su carrera no admitía otra descripción y no exigía, ni
de hecho toleraba, otro análisis. De la política, de la literatura, de
la tierra, de unos modales zafios y muchos errores, de una mujer flaca y
tonta, dos hijos manirrotos y cuatro hijas sosas, de todo había sacado
el máximo provecho, como podría haberlo sacado prácticamente de lo que
fuera. Algo había habido en lo más profundo de su ser que lo conseguía, y
su viejo amigo Warren Hope, la persona que le conoció primero, y es
probable que en conjunto mejor, no alcanzó nunca, en todo aquel tiempo, a
averiguar por curiosidad qué.
Información texto 'La Humillación de los Northmore'