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autor: Henry James etiqueta: Cuento textos no disponibles


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Lo Mejor de Todo

Henry James


Cuento


I

Cuando después de la muerte de Ashton Doyne —sólo tres meses después— le hicieron a George Withermore eso que suele llamarse una proposición, con respecto a un «volumen», la comunicación le llegó directamente de sus editores, que habían sido también, y la verdad es que mucho más, los del propio Doyne; pero no le sorprendió saber, al celebrarse la entrevista que luego le propusieron, que habían recibido algunas presiones por parte de la viuda de su cliente en cuanto a la publicación de una Vida. Las relaciones de Doyne con su mujer, por lo que sabía Withermore, habían sido un capítulo muy especial, que de paso podría ser también un capítulo muy delicado para el biógrafo; pero, desde los primeros días de su desgracia, había podido apreciarse por parte de la viuda un sentimiento de lo que había perdido, y hasta de lo que había faltado, del que un observador un poco iniciado bien podía esperar que se derivara una actitud de reparación, un apoyo, incluso exagerado, en favor de un nombre distinguido. George Withermore tenía la impresión de estar iniciado; pero lo que no esperaba era oír que le había mencionado a él como la persona en cuyas manos depositaría con más confianza los materiales para el libro.


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16 págs. / 29 minutos / 152 visitas.

Publicado el 2 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

El Árbol de la Ciencia

Henry James


Cuento


I

Entre otras convicciones secretas, cual las que todos albergamos, Peter Brench estimaba como el más grande logro de su vida no haber emitido jamás un juicio comprometedor sobre la obra, como era denominada, de su amigo Morgan Mallow. En lo tocante a ella, según pensaba él honradamente, nadie podía, con veracidad, citar una sola opinión pronunciada por sus labios, y en ningún lado podía haber constancia de que, a ese mismo respecto, en ninguna ocasión ni tesitura alguna, hubiese mentido o hubiese proclamado la verdad. Semejante triunfo le parecía de relevancia capital aun siendo un hombre que había logrado otros triunfos: un hombre que había llegado a los cincuenta años, que había eludido el matrimonio, que había vivido sin dilapidar su fortuna, que desde muchos años atrás amaba a la señora Mallow sin decir palabra, y que, lo último en orden pero no en importancia, se había juzgado a sí mismo hasta los más íntimos recovecos. De hecho se había juzgado hasta tal punto que había sentenciado que la actitud que mejor le cuadraba era una gran humildad global; y, sin embargo, nada lo hacía tener mejor concepto de sí mismo que el recto rumbo que había logrado seguir pese a varios de los escollos precitados. De esta guisa, consideraba categóricamente un mérito que aquéllos de sus amigos en quienes más confianza tenía fueran precisamente aquéllos ante quienes guardaba la mayor reserva. Él no podía —al menos eso había decidido el excelente hombre— decirle a la señora Mallow que ella era la adorable causa única de su contumaz soltería; y tampoco decirle al marido que la visión de los innumerables mármoles que poblaban el taller de éste le causaba un sufrimiento cuya incisividad ni siquiera el tiempo había conseguido embotar.


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21 págs. / 37 minutos / 213 visitas.

Publicado el 2 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

La Humillación de los Northmore

Henry James


Cuento


I

Cuando murió lord Northmore, las alusiones públicas al suceso adoptaron, en su mayor parte, una forma un tanto plúmbea y de compromiso. Había desaparecido una gran figura política. Se había apagado una luminaria de nuestro tiempo en mitad de su carrera. Se había anticipado el fin de una gran utilidad, que en buena parte quedaba, de todos modos, insignemente ejercida. La nota de grandeza, en toda la línea, sonaba, en suma, con fuerza propia, y la del fallecido evidentemente se prestaba muy bien a figuras y florituras, la poesía de la prensa diaria. Los periódicos y sus compradores cumplieron con lo que el caso pedía: lo compusieron con pulcritud y magnificencia, aunque quizá con mano un poco violentamente expeditiva, sobre el coche fúnebre, acompañaron debidamente al vehículo por la avenida y luego, viendo que de repente el tema se había agotado, pasaron a lo siguiente de la lista. Su señoría había sido una de esas personas de las que —ahí estaba la cosa— no hay casi nada que contar aparte de la flamante monotonía de su éxito. Ese éxito había sido su profesión, sus medios lo mismo que su fin; de modo que su carrera no admitía otra descripción y no exigía, ni de hecho toleraba, otro análisis. De la política, de la literatura, de la tierra, de unos modales zafios y muchos errores, de una mujer flaca y tonta, dos hijos manirrotos y cuatro hijas sosas, de todo había sacado el máximo provecho, como podría haberlo sacado prácticamente de lo que fuera. Algo había habido en lo más profundo de su ser que lo conseguía, y su viejo amigo Warren Hope, la persona que le conoció primero, y es probable que en conjunto mejor, no alcanzó nunca, en todo aquel tiempo, a averiguar por curiosidad qué.


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25 págs. / 44 minutos / 107 visitas.

Publicado el 5 de febrero de 2017 por Edu Robsy.

La Leyenda de Ciertas Ropas Antiguas

Henry James


Cuento


I

Hacia mediados del siglo XVIII vivía en la provincia de Massachusetts una dama viuda, madre de tres hijos. Su nombre es lo de menos; me tomaré la libertad de llamarla señora Willoughby: un apellido, como el suyo auténtico, de sonido altamente respetable. Había perdido a su marido tras unos seis años de matrimonio y se había consagrado al cuidado de su progenie. Su progenie se desarrolló de un modo que recompensó su tierno cariño y cumplió sus más elevadas esperanzas. El primogénito era un varón, a quien había puesto el nombre de Bernard, el mismo del padre. Los otros dos eran niñas, entre cuyos respectivos nacimientos había mediado un intervalo de tres años. La buena apariencia era tradicional en la familia, y no parecía probable que estas infantiles personas fueran a permitir que la tradición pereciera. El muchacho era de esa tez rubia y sonrosada y de esa complexión atlética que en aquel tiempo (al igual que en éste) era marchamo de genuina sangre inglesa: un afectuoso jovencito sincero, estupendo hijo y hermano, y amigo leal. Listo, empero, no era: la inteligencia de la familia había recaído principalmente en sus hermanas. El señor Willoughby había sido un gran lector de Shakespeare, en un tiempo en que semejante afición implicaba mayor penetración espiritual que en nuestros días y en una comunidad donde hacía falta mucho valor para patrocinar el teatro incluso en privado; y había querido dejar constancia de su admiración por el gran poeta poniéndoles a sus hijas nombres sacados de sus obras favoritas. A la mayor le dio el encantador nombre de Viola; y a la menor, el más serio de Perdita, en recuerdo de otra niña nacida entre las dos pero que sólo vivió unas semanas.


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25 págs. / 45 minutos / 122 visitas.

Publicado el 1 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

La Edad Madura

Henry James


Cuento


Aquel día de abril era templado y luminoso, y el pobre Dencombe, feliz en la presunción de que sus energías se recuperaban, estaba parado en el jardín del hotel, comparando los atractivos de diversos paseos tranquilos, con una parsimonia en la cual, empero, todavía se echaba de ver cierta laxitud. Le gustaba la sensación de Sur, en la medida en que se la pudiera tener en el Norte; le gustaban los acantilados arenosos y los pinos arracimados, incluso le gustaba el mar incoloro. “Bournemouth es el lugar ideal para su salud” había sonado a simple anuncio, pero ahora él se había reconciliado con lo prosaico. El amigable cartero rural, al cruzar por el jardín, acababa de entregarle un paquetito, que él se llevó consigo dejando el hotel a mano derecha y encaminándose con andar circunspecto hasta un oportuno banco que ya conocía, en un recoveco bien abrigado en la ladera del acantilado. Daba al Sur, a las coloreadas paredes de la Isla de Wight, y por detrás estaba guarecido por el oblicuo declive de la pendiente. Se sintió bastante cansado cuando lo alcanzó, y por un momento se notó defraudado; estaba mejor, desde luego, pero, después de todo, ¿mejor que qué? Nunca volvería, como en uno o dos grandes momentos del ayer, a sentirse superior a sí mismo. Lo que de infinito pueda tener la vida había desaparecido para él, y lo que le quedaba de la dosis otorgada era un vasito marcado como lo está un termómetro por el farmacéutico. Se quedó sentado con la vista clavada en el mar, que parecía todo superficie y cabrilleo, harto más superficial que el espíritu del hombre. El abismo de las ilusiones humanas, ése sí que era la auténtica profundidad sin mareas.


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28 págs. / 49 minutos / 89 visitas.

Publicado el 2 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

Lo Auténtico

Henry James


Cuento


I

Cuando la mujer del portero, que solía abrir la puerta tras sonar el timbre, anunció «un caballero; con una dama, señor», imaginé inmediatamente, como acostumbraba a ocurrirme en esa época —pues el deseo engendraba ese pensamiento— que era una pareja de modelos. Y modelos resultaron ser mis visitantes, aunque no en el sentido que yo habría preferido. Al principio, sin embargo, nada indicaba que no vinieran con la intención de hacerse un retrato. El caballero, un hombre de cincuenta años, muy alto y muy erguido, y con un bigote ligeramente canoso, vestía un abrigo gris oscuro que le sentaba admirablemente. Me fijé en los dos como profesional (no me refiero a que fuera barbero ni sastre), y el caballero me habría impresionado como una celebridad, si las celebridades me impresionaran. Desde hacía algún tiempo, estaba convencido de que una persona con mucha fachada casi nunca era, llamémoslo así, una institución pública. Una mirada a la dama me sirvió para recordar esta ley paradójica: también ella tenía un aspecto demasiado distinguido como para ser «una personalidad». Sería muy raro, además, encontrarse con dos excepciones a la regla a la vez.


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34 págs. / 59 minutos / 80 visitas.

Publicado el 2 de mayo de 2017 por Edu Robsy.

El Mejor de los Lugares

Henry James


Cuento


Capitulo I

George Dane había abierto los ojos a un nuevo y luminoso día, la cara de la naturaleza bien lavada por el chaparrón de la noche anterior, y toda radiante, como de buen humor, con nobles propósitos e intenciones llenas de vida: la luz inmensa y deslumbrante del renacer, en fin, inscrita en su pedazo de cielo. Se había quedado hasta tarde para terminar el trabajo: asuntos pendientes, abrumadores; al final se había ido a dormir dejando el montón apenas un poco menguado. Iba ahora a volver a él tras la pausa de la noche; pero por el momento casi no podía ni verlo, por encima del espinoso seto de cartas que el madrugador cartero había plantado hacía una hora, y que su sistemático sirviente, en la mesa de costumbre, junto a la chimenea, había ya formalmente igualado y redondeado. Era demasiado desalmada, la doméstica perfección de Brown. En otra mesa había periódicos, demasiados periódicos —¿para qué quería uno tantas noticias?—, ordenados con el mismo rigor rutinario, uno encima de otro, con las cabeceras asomando una tras otra como si fueran una procesión de decapitados. Más periódicos, revistas de toda clase, dobladas y en fajas, formaban un apiñado cúmulo que había ido creciendo durante varios días y del que él había ido cobrando una fatigada, desamparada conciencia. Había libros nuevos, aún empaquetados, o desempaquetados pero sin leer: libros de editores, libros de autores, libros de amigos, libros de enemigos, libros de su propio librero, un hombre que daba por sentadas —le parecía a veces— cosas inconcebibles. No tocó nada, no se acercó a nada, sólo fijó su vista cansada sobre el trabajo, tal como lo había dejado la noche pasada: la realidad que aún crudamente le amonestaba, en su habitación de altas y amplias ventanas, donde el deber proyectaba su dura luz en cada rincón. Era la eterna marea alta, la que subía y subía en cuestión de un solo minuto.


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34 págs. / 59 minutos / 102 visitas.

Publicado el 7 de mayo de 2017 por Edu Robsy.

Los Amigos de los Amigos

Henry James


Cuento


Encuentro, como profetizaste, mucho de interesante, pero poco de utilidad para la cuestión delicada —la posibilidad de publicación. Los diarios de esta mujer son menos sistemáticos de lo que yo esperaba; no tenía más que la bendita costumbre de anotar y narrar. Resumía, guardaba; parece como si pocas veces dejara pasar una buena historia sin atraparla al vuelo. Me refiero, claro está, más que a las cosas que oía, a las que veía y sentía. Unas veces escribe sobre sí misma, otras sobre otros, otras sobre la combinación. Lo incluido bajo esta última rúbrica es lo que suele ser más gráfico. Pero, como comprenderás, no siempre lo más gráfico es lo más publicable. La verdad es que es tremendamente indiscreta, o por lo menos tiene todos los materiales que harían falta para que yo lo fuera. Observa como ejemplo este fragmento que te mando después de dividirlo, para tu comodidad, en varios capítulos cortos. Es el contenido de un cuaderno de pocas hojas que he hecho copiar, que tiene el valor de ser más o menos una cosa redonda, una suma inteligible. Es evidente que estas páginas datan de hace bastantes años. He leído con la mayor curiosidad lo que tan circunstanciadamente exponen, y he hecho todo lo posible por digerir el prodigio que dejan deducir. Serían cosas llamativas, ¿no es cierto?, para cualquier lector; pero ¿te imaginas siquiera que yo pusiera semejante documento a la vista del mundo, aunque ella misma, como si quisiera hacerle al mundo ese regalo, no diera a sus amigos nombres ni iniciales? ¿Tienes tú alguna pista sobre su identidad? Le cedo la palabra.


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34 págs. / 1 hora / 67 visitas.

Publicado el 5 de febrero de 2017 por Edu Robsy.

Cuatro Encuentros

Henry James


Cuento


I

El primero tuvo lugar en el campo, con motivo de una pequeña recepción, una noche de nieve de hará unos diecisiete años. Mi amigo Latouche, que iba a pasar la Navidad con su madre, había insistido en que lo acompañara, y la amable señora había dado en nuestro honor la fiesta de la que hablo. A mi modo de ver reunía todo el sabor y lo que cabe esperar de este tipo de actos; nunca había estado en la Nueva Inglaterra profunda durante aquella época del año. Había estado nevando todo el día y las conchestas de nieve nos llegaban a la rodilla. Me preguntaba cómo habían logrado llegar las señoras hasta la casa; pero deduje que precisamente eran aquellos rigores invernales los que hacían que una reunión que ofrecía el encanto de acoger a dos caballeros de Nueva York mereciese semejante esfuerzo desesperado.

Durante toda la velada, la señora Latouche me estuvo preguntando si «no quería» enseñar mis fotografías a algunas de las jóvenes. Las fotografías estaban en dos enormes cartapacios, y las había traído a casa su hijo, quien, como yo, acababa de llegar de Europa. Miré a mi alrededor y me sorprendió ver que la mayoría de las jóvenes tenían objetos de interés más absorbentes que el más vivido de mis heliograbados. Pero había una persona junto a la chimenea, sola, que contemplaba la habitación con una vaga sonrisita, con un discreto y velado anhelo que parecía, de alguna manera, contrastar con su aislamiento. La miré un momento y opté por ella.

—Me gustaría enseñárselas a aquella joven.

—Oh, sí —dijo la señora Latouche—, es la persona ideal. No le interesa coquetear: hablaré con ella.

Respondí que si no le interesaba coquetear tal vez no fuera la persona ideal; pero la señora Latouche ya había andado unos pasos hacia ella y se lo había propuesto.


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38 págs. / 1 hora, 7 minutos / 93 visitas.

Publicado el 7 de mayo de 2017 por Edu Robsy.

La Amante de Briseux

Henry James


Cuento


La pequeña galería de pintura de M. es el típico museo de provincia: frío, trasnochado, sin visitantes, y conteniendo un conjunto de pequeñas obras de pintores cuya trayectoria no tuvo realce. El techo es de ladrillo y las ventanas tienen cortinas de ajada lana estampada; la luminosidad es pálida y neutra, como contagiada de la deslucida atmósfera de las pinturas. Los temas representados son, por supuesto, de tipo académico: el juicio de Salomón y la furia de Orestes; además de unos cuantos elegantes paisajes al modo dieciochesco, enfrentados a media docena de pulcros retratos de campesinos franceses de la época, que se diría contemplan con perplejidad esos paisajes.

Para mí, lo confieso, el lugar poseía un melancólico encanto y no me parecía absurdo disfrutar de esas un tanto absurdas pinturas. La forma de pintar francesa tiene siempre un agradable toque peculiar, aunque no esté detrás la mano de un maestro. El catálogo, además, era increíblemente bizarro: una auténtica antología de literatura trasnochada, con comentarios al modo del inefable La Harpe. Mientras lo hojeaba me pregunté hasta qué punto reprobaría dichas pinturas y dicho catálogo ese único hijo de M que había alcanzado cierta notoriedad más allá de los límites de la población.


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40 págs. / 1 hora, 11 minutos / 69 visitas.

Publicado el 6 de mayo de 2017 por Edu Robsy.

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