Capitulo I
George Dane había abierto los ojos a un nuevo y
luminoso día, la cara de la naturaleza bien lavada por el chaparrón de
la noche anterior, y toda radiante, como de buen humor, con nobles
propósitos e intenciones llenas de vida: la luz inmensa y deslumbrante
del renacer, en fin, inscrita en su pedazo de cielo. Se había quedado
hasta tarde para terminar el trabajo: asuntos pendientes, abrumadores;
al final se había ido a dormir dejando el montón apenas un poco
menguado. Iba ahora a volver a él tras la pausa de la noche; pero por el
momento casi no podía ni verlo, por encima del espinoso seto de cartas
que el madrugador cartero había plantado hacía una hora, y que su
sistemático sirviente, en la mesa de costumbre, junto a la chimenea,
había ya formalmente igualado y redondeado. Era demasiado desalmada, la
doméstica perfección de Brown. En otra mesa había periódicos, demasiados
periódicos —¿para qué quería uno tantas noticias?—, ordenados con el
mismo rigor rutinario, uno encima de otro, con las cabeceras asomando
una tras otra como si fueran una procesión de decapitados. Más
periódicos, revistas de toda clase, dobladas y en fajas, formaban un
apiñado cúmulo que había ido creciendo durante varios días y del que él
había ido cobrando una fatigada, desamparada conciencia. Había libros
nuevos, aún empaquetados, o desempaquetados pero sin leer: libros de
editores, libros de autores, libros de amigos, libros de enemigos,
libros de su propio librero, un hombre que daba por sentadas —le parecía
a veces— cosas inconcebibles. No tocó nada, no se acercó a nada, sólo
fijó su vista cansada sobre el trabajo, tal como lo había dejado la
noche pasada: la realidad que aún crudamente le amonestaba, en su
habitación de altas y amplias ventanas, donde el deber proyectaba su
dura luz en cada rincón. Era la eterna marea alta, la que subía y subía
en cuestión de un solo minuto.
Información texto 'El Mejor de los Lugares'