Prefacio
Fue hace años, me acuerdo, una Nochebuena mientras
cenaba yo con unos amigos: en el decurso de la conversación una dama
sentada a mi lado realizó una de esas alusiones que siempre he
identificado al punto como «gérmenes». El germen, recogido dondequiera,
ha sido siempre en mi caso el germen de una «historia», y en su mayoría
las historias que han cobrado forma bajo mi mano han brotado de una
semilla pequeña y única, una semilla tan menuda y traída por el viento
como aquella insinuación casual que para Los tesoros de Poynton
dejara caer inintencionadamente mi vecina, una simple partícula flotante
en el curso de la charla. Lo que sobre todo retorna a mí al evocar esto
es la conciencia de la inveterada menudez, en tales ocasiones felices,
de la partícula preciosa… una vez reducida, es decir, a su mera esencia
fructífera. He aquí la interesante verdad sobre la insinuación perdida,
la palabra errabunda, el vago eco, ante cuyo contacto se estremece la
imaginación del novelista como ante el pinchazo de alguna punta afilada:
su virtud reside toda en su cualidad de ser como una aguja, la
capacidad de penetrar lo más finamente posible. Dicha finura es lo que
inocula el virus de la sugerencia, y sobrepasar la dosis mínima echa a
perder la operación. Si a uno le dan mínimamente aposta una sugerencia,
seguro que habrán de darle demasiada; el tema que uno precisa está en el
grano más simple, la pizca de verdad, de belleza, de realidad, apenas
visible para el ojo común; ya que, con firmeza lo sostengo, un buen ojo
para un tema es todo menos corriente. Es extraña y llamativa, sin lugar a
dudas, esa inevitabilidad con que lo que en primer término hay que
hacer con la idea comunicada y atrapada es reducir prácticamente a la
nada la presentación, ese aire como de mero revoltijo de vida
descoyuntado y lacerado, bajo la que hayamos tenido la ventura de
encontrárnosla.
Información texto 'Los Tesoros de Poynton'