1
Hace cuatro años, en 1874, dos jóvenes caballeros ingleses tuvieron
ocasión de viajar a Estados Unidos. Cruzaron el océano en pleno verano y
cuando llegaron a Nueva York el 1 de agosto, la febril temperatura de
la ciudad les sorprendió sobremanera. Tras desembarcar en el muelle se
encaramaron a uno de esos enormes autobuses elevados que transportan a
los pasajeros a los hoteles y que, entre sacudidas y trompicones, inició
su ruta a través de Broadway. El aspecto de Nueva York en pleno verano
no es quizás el más favorecedor, aunque no está exento de un aire
pintoresco, e incluso brillante. Nada podría parecerse menos a una
típica calle inglesa que la interminable avenida, rica en
incongruencias, a lo largo de la cual avanzaban nuestros dos viajeros,
observando a ambos lados la agradable animación de las aceras: los
heterogéneos y coloridos edificios, las inmensas fachadas de mármol
blanco que brillaban bajo la luz intensa y cruda en las cuales rótulos
dorados se engarzaban en variadísimos toldos, pancartas y estandartes,
la extraordinaria cantidad de ómnibus, coches de caballos y demás
vehículos democráticos, los vendedores de bebidas refrescantes, los
pantalones blancos y los grandes sombreros de paja de los policías y el
paso airoso de los elegantísimos jóvenes sobre el asfalto; la
luminosidad, la novedad y la frescura tanto de las personas como de las
cosas. Los jóvenes caballeros habían intercambiado pocas observaciones,
pero al cruzar Union Square, frente al monumento a Washington, bajo la
mismísima sombra proyectada por la imagen del padre de la patria, uno de
ellos comentó:
—Parece un lugar peculiar.
—Extraño, muy extraño —dijo el otro, que era el más listo de los dos.
—Lástima que haga un calor tan brutal —continuó tras una pausa el primero.
—Ya sabes que nos encontramos en latitud baja.
—Eso diría yo.
Información texto 'Un Episodio Internacional'