1
El jardín de Miss Whittaker cubría un par de acres, por detrás y a
ambos lados de la casa. Estaba rodeado a lo lejos por una gran pradera, a
su vez limitada por un antiguo camino de sirga inutilizado, que
bordeaba en esa zona las aguas poco profundas y tranquilas de un río;
sus riberas bajas y planas no se veían adornadas por ninguna roca ni
árbol, y un camino de sirga no es precisamente un lugar propicio para
dar románticos paseos. Sin embargo, por allí paseaba sin sombrero, una
tarde de primavera, la dueña de los acres mencionados —y de muchos más
todavía—, enfrascada en una conversación sentimental con un apuesto y
apasionado joven.
Ella hubiese pasado fácilmente por poco atractiva de no ser por la
frecuencia de su magnífica sonrisa, que le otorgaba encanto a sus
facciones algo vulgares y, en otra medida, sin la elegancia de su
vestido, que denotaba el final de un duelo, y que tenía la exuberancia
voluminosa propia de las mujeres ricas y robustas.
La hermosura de su compañero era notabilísima, cierto es, a pesar
de algunos defectos, y descollaba aún más por su traje raído, que
llevaba con tan poco garbo como el mal corte que tenía. Sus maneras, al
hablar y al caminar, eran las de un ser nervioso y testarudo, al borde
de la desesperación; ella parecía estar más que aburrida, pero
determinada a tener paciencia. Al final, se hizo un breve silencio entre
ambos.
Miss Whittaker caminaba tranquilamente, mirando la luna que
ascendía lentamente, mientras el joven clavaba la mirada en el camino y
hacía balancear su bastón. Por fin, lo plantó con un golpe seco en el
suelo.
—¡Oh, Gertrude! —exclamó—. Siento desprecio por mí mismo.
—Es horrible eso que dices —contestó ella.
—Es que te adoro, Gertrude.
—Todavía más horrible —dijo Gertrude, sin dejar de contemplar la luna.
Información texto '¡Pobre Richard!'