Érase una vez un rey y una reina que vivían en buena paz y
contentamiento con sus doce hijos, todos varones. Un día, el Rey dijo a
su esposa:
— Si el hijo que has de tener ahora es una niña, deberán morir los
doce mayores, para que la herencia sea mayor y quede el reino entero
para ella.
Y, así, hizo construir doce ataúdes y llenarlos de virutas de madera,
colocando además, en cada uno, una almohadilla. Luego dispuso que se
guardasen en una habitación cerrada, y dio la llave a la Reina, con
orden de no decir a nadie una palabra de todo ello.
Pero la madre se pasaba los días triste y llorosa, hasta que su hijo
menor, que nunca se separaba de su lado y al que había puesto el nombre
de Benjamín, como en la Biblia, le dijo, al fin:
— Madrecita, ¿por qué estás tan triste?
— ¡Ay, hijito mío! —respondióle ella—, no puedo decírtelo.
Pero el pequeño no la dejó ya en reposo, y, así, un día ella le abrió
la puerta del aposento y le mostró los doce féretros llenos de virutas,
diciéndole:
— Mi precioso Benjamín, tu padre mandó hacer estos ataúdes para ti y
tus once hermanos; pues si traigo al mundo una niña, todos vosotros
habréis de morir y seréis enterrados en ellos.
Y como le hiciera aquella revelación entre amargas lágrimas, quiso el hijo consolarla y le dijo:
— No llores, querida madre; ya encontraremos el medio de salir del apuro. Mira, nos marcharemos.
Respondió ella entonces:
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