Era una aldea cuyos habitantes eran todos labradores ricos, y sólo
había uno que era pobre; por eso le llamaban el destripaterrones. No
tenía ni una vaca siquiera y, mucho menos, dinero para comprarla; y
tanto él como su mujer se morían de ganas de tener una.
Dijo un día el marido:
— Oye, se me ha ocurrido una buena idea. Pediré a nuestro compadre,
el carpintero, que nos haga una ternera de madera y la pinte de color
pardo, de modo que sea igual que las otras. Así crecerá, y con el tiempo
nos dará una vaca.
A la mujer le gusto la idea, y el compadre carpintero cortó y cepilló
cuidadosamente la ternera, la pintó primorosamente e incluso la hizo de
modo que agachase la cabeza, como si estuviera paciendo.
Cuando, a la mañana siguiente, fueron sacadas las vacas, el destripaterrones llamó al pastor y le dijo:
— Mira, tengo una ternerita, pero es tan joven todavía que hay que llevarla a cuestas.
— Bueno —respondió el pastor, y, acomodándolo a los hombros, la llevó
al prado y la dejó en la hierba. La ternera estaba inmóvil, como
paciendo, y el pastor pensaba: “No tardará en correr sola, a juzgar por
lo que come”. Al anochecer, a la hora de entrar el ganado, dijo el
pastor a la ternera:
— Si puedes sostenerte sobre tus patas y hartarte como has hecho,
también puedes ir andando como las demás. No esperes que cargue contigo.
El destripaterrones, de pie en la puerta de su casa, esperaba el
regreso de su ternerita, y al ver pasar al boyero conduciendo el ganado y
que faltaba su animalito, le preguntó por él. Respondió el pastor:
— Allí se ha quedado comiendo; no quiso seguir con las demás.
— ¡Toma! —exclamó el labrador—, yo quiero mi ternera.
Volvieron entonces los dos al prado, pero la ternera no estaba; alguien la había robado.
— Se habrá extraviado —dijo el pastor. Pero el destripaterrones le replicó:
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