A la señorita Ana de
Hanska
¿Cómo voy, querida niña, a dedicar a usted
una historia llena de melancolía? A usted, que es la alegría de una
casa; a usted, cuya pelerina blanca o rosa revuela entre los
macizos de Wierzchoænia como un fuego fatuo que su padre y su madre
siguen con mirada enternecida… ¿No tendré que hablarla de
desventuras que una jovencita adorada, como usted lo es, no ha de
conocer jamás, porque sus lindas manos podrían en su día
consolarlas? Es tan difícil, Ana, encontrar para usted en la
historia de nuestras costumbres una aventura digna de ser leída por
sus ojos, que el autor no podía elegir; pero tal vez al leer ésta
que le envío se dará usted cuenta de lo dichosa que
es.
Su viejo
amigo,
DE
BALZAC
Cierto día de octubre de 1827, al amanecer, un
joven de unos diez y seis años, y que por sus trazas parecía lo que
la moderna fraseología llama tan insolentemente un proletario, se
detuvo en una plazuela que hay en el bajo Provins. A aquellas horas
pudo observar, sin ser observado, las diferentes casas situadas en
la plazuela, que forma un rectángulo. Los molinos emplazados en las
vías de Provins estaban ya en marcha. Su ruido, multiplicado por
los ecos de la ciudad alta, en armonía con el aire vivo, con las
alegres claridades de la mañana, subrayaba la profundidad del
silencio, que permitía oír el paso de una diligencia por la
carretera a una legua de distancia. Las dos líneas más largas de
casas, separadas por la fronda de los tilos, presentan sencillas
construcciones, en que se revela la existencia pacífica y definida
de sus moradores. No hay en aquel paraje ni señales de comercio.
Apenas se veían en aquella época las lujosas puertas cocheras de
las gentes ricas; si las había, rara vez giraban sobre sus goznes,
a excepción de la del señor Martener, un médico que necesitaba
tener un cabriolé y usarle con frecuencia.
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