Á la señora doña Ida del
Chatelar, condesa de
Bocarmé.
—Vaya, ya tenemos aquí á ese viejo moscardón del carrique.
Esta exclamación la lanzaba un pasante que pertenecía al género de
los que se llaman en los estudios saltacharcos, el cual mordía en este
momento con apetito voraz un pedazo de pan. El tal pasante tomó un poco
de miga para hacer una bolita, la cual, bien dirigida y lanzada por el
postigo de la ventana en que se apoyaba, rebotó hasta la altura de dicha
ventana, después de haber dado en el sombrero de un desconocido que
atravesaba el patio de una casa situada en la calle Vivienne, donde
vivía el señor Derville, procurador.
—Vamos, Simonín, no haga usted tonterías á las gentes, ó le pondré de
patitas en la calle. Por pobre que sea un cliente, siempre es hombre,
¡qué diablo! dijo el primer pasante interrumpiendo la adición de una
memoria de costas.
El saltacharcos es, generalmente, como era Simonín, un muchacho de
trece á catorce años, que se encuentra en todos los estudios bajo la
dirección especial del primer pasante, cuyos recados y cartas amorosas
le ocupan, al mismo tiempo que va á llevar citaciones á casa de los
ujieres y memoriales á las audiencias. Tiene algo del pilluelo de París
por sus costumbres, y del tramposo por su destino. Este muchacho es casi
siempre implacable, desenfrenado, indisciplinable, decidor, chocarrero,
ávido y perezoso. Sin embargo, casi todos los aprendices de pasante
tienen una madre anciana que se alberga en un quinto piso y con la cual
reparten los treinta ó cuarenta francos que ganan al mes.
—Si es un hombre, ¿por qué le llama usted moscardón? dijo Simonín con
la actitud de un escolar que coge al maestro en un renuncio.
Y reanudó su operación de comer el pan y el queso, apoyando el hombro
en el larguero de la ventana, pues permanecía de pie con una pierna
cruzada y apoyada contra la otra sobre la punta del zapato.
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