En un suntuoso palacio de Ferrara agasajaba don Juan Belvídero una noche de
invierno a un príncipe de la casa de Este. En aquella época, una fiesta era un
maravilloso espectáculo de riquezas reales de que sólo un gran señor podía
disponer. Sentadas en torno a una mesa iluminada con velas perfumadas
conversaban suavemente siete alegres mujeres, en medio de obras de arte, cuyos
blancos mármoles destacaban en las paredes de estuco rojo y contrastaban con las
ricas alfombras de Turquía. Vestidas de satén, resplandecientes de oro y
cargadas de piedras preciosas que brillaban menos que sus ojos, todas contaban
pasiones enérgicas, pero tan diferentes unas de otras como lo eran sus bellezas.
No diferían ni en las palabras ni en las ideas; el aire, una mirada; algún
gesto, el tono, servían a sus palabras como comentarios libertinos, lascivos,
melancólicos o burlones.
Una parecía decir:
—Mi belleza sabe reanimar el corazón helado de un hombre viejo.
Otra:
—Adoro estar recostada sobre los almohadones pensando con embriaguez en
aquellos que me adoran.
Una tercera, debutante en aquel tipo de fiestas, parecía ruborizarse:
—En el fondo de mi corazón siento remordimientos —decía—. Soy católica, y
temo al infierno. Pero te amo tanto ¡tanto! que podría sacrificarte la
eternidad.
La cuarta, apurando una copa de vino de Quío, exclamaba:
—¡Viva la alegría! Con cada aurora tomo una nueva existencia. Olvidada del
pasado, ebria aún del encuentro de la víspera, agoto todas las noches una vida
de felicidad, una vida llena de amor.
La mujer sentada junto a Belvídero lo miraba con los ojos llameantes.
Guardaba silencio.
—¡No me confiaría a unos espadachines para matar a mi amante, si me
abandonara!— después había reído; pero su mano convulsa hacía añicos una
bombonera de oro milagrosamente esculpida.
Información texto 'El Elixir de Larga Vida'