Un hermoso día del mes de junio, entre las cuatro y las
cinco, salí de la celda de la calle du Bac donde mi honorable y estudioso amigo,
el barón de Werther, me había ofrecido el almuerzo más delicado del que se pueda
hacer mención en los castos y sobrios anales de mi estómago; pues el estómago
tiene su literatura, su memoria, su educación, su elocuencia; el estómago es un
hombre dentro del hombre; y jamás experimenté de modo tan curioso la influencia
ejercida por este órgano sobre mi economía mental.
Después de habernos obsequiado amablemente con vinos del Rin y de Hungría, había
terminado la comida de amigos haciendo que nos sirvieran vino de Champaña. Hasta
aquel momento, su hospitalidad podría considerarse normal, de no ser por su
charla de artista, sus relatos fantásticos y, sobre todo, de no ser por
nosotros, sus amigos, todos personas de entusiasmo, corazón y pasión.
Hacia el final del almuerzo, nos encontramos todos presas de una dulce
melancolía y sumergidos en una absorción bastante lógica en personas que han
comido bien. Percatándose de ello, el barón, el excelente crítico, el erudito
alemán que, pese a su baronía, lleva la admirable y poética vida de los monjes
del siglo XVI en su celda abacial; nuestro monje —digo—, remató su obra de
gastrolatría con una auténtica salida de monje.
Información texto 'La Cúpula de los Inválidos'