Cómo aman las prostitutas
El año 1824, en el último baile de la
Ópera, algunas máscaras quedaron admiradas de la belleza de un joven que
se paseaba por los corredores y por el salón de descanso en esa actitud
propia del que busca a una mujer a quien, circunstancias imprevistas,
retienen en el baile. El secreto de aquel paso, ora presuroso, ora
indolente, sólo es conocido por algunas ancianas y por unos cuantos
callejeros eminentes. En aquella inmensa sala de citas, la multitud
observa poco a la multitud, los intereses son apasionados y hasta la
ociosidad parece preocupada. El joven petimetre estaba tan ensimismado
en su inquieta busca, que no notaba su éxito: no veía, y no oía siquiera
las exclamaciones burlonamente admirativas de ciertas máscaras, los
asombros serios, los mordaces chistes y las palabras dulces que le
dirigían. Aunque su belleza lo clasificase entre el número de personajes
excepcionales que van al baile de la Ópera a buscar una aventura, y que
la esperan cual se esperaba un premio en la ruleta cuando Frascati
vivía, parecía estar seguro de su fortuna. Nuestro joven iba a ser el
héroe de uno de esos misterios de tres personajes que componen todo el
baile de máscaras de la Ópera, y que son conocidos solamente por los que
desempeñan algún papel; porque, para las damas que van allí a fin de
poder decir: Yo he visto; para los provincianos, para los
jóvenes inexpertos, para los extranjeros, la Ópera suele ser la mansión
del cansancio y del aburrimiento. Para éstos, aquella multitud negra,
lenta, agitada, que va, viene, serpentea, da vueltas, sube, baja y sólo
puede ser comparada a un hormiguero, es tan incomprensible como la Bolsa
para un aldeano que ignora la existencia del papel del Estado. Salvo
raras excepciones, en París los hombres no se disfrazan: un hombre con
dominó parece ridículo. En esto brilla el genio de la nación.
Información texto 'Esplendores y Miserias de las Cortesanas'