I. EL TALISMÁN
Hacia fines del mes de octubre último, entró un joven en el Palacio
Real, en el momento en que se abrían las casas de juego, conforme a la
ley que protege una pasión esencialmente imponible. Sin titubear apenas,
subió la escalera del garito señalado con el número 36.
—¡Caballero! ¿me hace usted el favor del sombrero? — requirió en voz
seca y gruñona un viejecillo paliducho, acurrucado en la sombra,
resguardado por una barricada, y que se levantó súbitamente, mostrando
un rostro vaciado en un tipo innoble.
Cuando entras en una casa de juego, la ley comienza por despojarte de
tu sombrero. ¿Será ello una parábola evangélica y providencial? ¿Será
más bien una manera de cerrar un contrato infernal contigo, exigiéndote
no sé qué prenda? ¿Será quizá para obligarte a guardar actitud
respetuosa para con aquellos que van a ganarte el dinero? ¿Será por
ventura, que la policía, agazapada en todos los bajos fondos sociales,
tiene afán de averiguar el nombre de tu sombrerero o el tuyo, si es que
le has estampado en el forro? ¿Será, en fin, para tomar la medida de tu
cráneo y confeccionar una instructiva estadística, relativa a la
capacidad cerebral de los jugadores? En este punto, el silencio de la
Administración es absoluto. Pero, sábelo bien; apenas avances un paso
hacia el tapete verde, ya no te pertenece tu sombrero, como tampoco te
perteneces tú mismo; tanto tú, como tu fortuna, tus prendas de
vestuario, hasta tu bastón, todo es del juego. A tu salida, el juego te
demostrará, mediante un atroz epigrama en acción, que te ha dejado algo,
devolviéndote tu indumentaria. No obstante, si en alguna ocasión llevas
sombrero nuevo, aprenderás, a tu costa, que conviene hacerse un traje
de jugador.
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