Primera parte: Los adúlteros bajo la roca
I. De los viajes en sus relaciones con el matrimonio
En la semana siguiente, tras la misa nupcial que según el uso de algunas familias del faubourg Saint-Germain
se celebró a las siete en Santo Tomás de Aquino, Calixto y Sabina
montaron en un bonito coche de viaje, en medio de los abrazos,
felicitaciones y lágrimas de una veintena de personas agrupadas bajo la
marquesina de la mansión de los Grandlieu. Las felicitaciones provenían
de los cuatro testigos y demás hombres; las lágrimas se veían en los
ojos de la duquesa de Grandlieu y de su hija Clotilde, que temblaban
agitadas por un mismo pensamiento.
—¡Allá va, lanzada a la vida! Pobre Sabina, que está a merced de un hombre que no se ha casado completamente a gusto.
El matrimonio no se compone únicamente de placeres tan fugitivos en
ese estado como en cualquier otro, sino que implica la conformidad de
humores, simpatías físicas y concordancia de caracteres que hacen de
esta necesidad social un eterno problema. Las muchachas solteras, lo
mismo que las madres, conocen los términos y los peligros de esta
lotería; esta es la razón de que las mujeres lloren cuando asisten a una
boda, mientras que los hombres sonríen; los hombres creen que no
aventuran nada; las mujeres saben bastante bien lo que arriesgan.
En otro coche, que precedía al de los novios, iba la baronesa Du Guénic, a quien la duquesa se acercó a decirle:
—Usted es madre, aunque no haya tenido más que un solo hijo; ¡procure reemplazarme cerca de mi querida Sabina!
Información texto 'La Luna de Miel'