Textos por orden alfabético inverso de Horacio Quiroga | pág. 12

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autor: Horacio Quiroga


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El Sentimiento de la Catarata

Horacio Quiroga


Crónica, artículo


En sus mil trescientos kilómetros de curso desde las sierras brasileñas hasta su desembocadura en el Paraná, el rio Iguazú debe salvar un desnivel de 800 metros. Como se trata de una gran masa de agua de velocidad normal, y no de una avenida de montaña, se explica que el álveo del río se quiebre repetidas veces en numerosas y rápidas cascadas, para autorizar de algún modo aquella fuerte cota.

La cuenca del Iguazú es, en efecto, una de las más poderosas fuentes de hulla blanca del mundo entero. Si el Iguazú nace a novecientos metros de altura, sus numerosísimos afluentes cobran origen a mil trescientos metros, para vaciarse en aquél tras un curso relativamente breve. Toda esa vasta cuenca se revuelve, pues, en tumbos de agua, cachuelas, saltos y cataratas, cuya sacudida, propagándose de unos a otros sin solución de continuidad, mantiene, puede decirse, a la zona entera en un sordo e interminable fragor.

La cuenca del Iguazú no es dilatada, pero el régimen de lluvias torrenciales a qué está sometida compensa al exceso su brevedad. Los ciento veinticuatro kilómetros cúbicos de agua que se desploman por año sobre los bosques natales son absorbidos en su mitad por el Iguazú. Y si estamos atentos al desnivel apuntado. comprenderemos que cada caída a plomo de esa inmensidad líquida encierre una formidable energía mecánica.


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Dominio público
3 págs. / 6 minutos / 105 visitas.

Publicado el 14 de noviembre de 2022 por Edu Robsy.

El Segundo y el Octavo Número

Horacio Quiroga


Cuento


Se trata de dos vidas sin interés, y la historia es sencilla, aunque el cambio de caracteres pueda sugerir fuertes ideas de complicación. El era en resumidas cuentas un artista de circo, sin porvenir, y ella no tenía familia alguna.

Fueron acróbatas, una pareja. La propiedad pide que de ella se trate al principio, por ser su importancia muy superior a la de su compañero. En efecto, la mujer tenía en este dúo el papel del músculo, y el varón el de la astucia. Hacían ejercicios formidables, como ser: el péndulo invertido, parado de manos, el sujeto hace oscilar su cuerpo por la sola fuerza de los puños; el nivel fijo, que consiste en cogerse de una barra por las manos, y extender el cuerpo horizontal, lo que es prodigioso; la gravitación vencida: echado de espaldas, el atleta afirma los pies en el suelo y levanta el cuerpo en extensión.

(Aunque de una dificultad casi milagrosa, este ejercicio es puramente muscular; no obstante, no se ocultaba al público un pequeño aparato de madera en que calzaban perfectamente los pies. El nombre de gravitación vencida y la creencia de ello se explica por la completa ignorancia de la ejecutante.)

Inútil es decir que sólo la mujer llevaba a cabo estas proezas. El, aunque fuerte, no podía. Pero en los ejercicios comunes era asombroso, suspendíase rígido con los dientes de su brazo extendido, como un pescado brutal; giraba como una honda, cogido a los cabellos de la atleta que le impulsaba con violentas rotaciones de cabeza; caía de lo alto sobre el vientre tendido de la mujer, que le repelía como una baja red de acero; finalizaba con un salto mortal desde la cabeza: su compañera tendía el busto adelante, y caía de golpe sobre sus senos.

Vestíanse de malla roja, y esta pareja llenaba el 2° número del programa en el circo donde les conocí.


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Dominio público
4 págs. / 7 minutos / 15 visitas.

Publicado el 24 de enero de 2024 por Edu Robsy.

El Salvaje y Otros Cuentos

Horacio Quiroga


Cuentos, Colección


El salvaje

El sueño

Después de traspasar el Guayra, y por un trecho de diez leguas, el río Paraná es inaccesible a la navegación. Constituye allí, entre altísimas barrancas negras, una canal de doscientos metros de ancho y de profundidad insondable. El agua corre a tal velocidad que los vapores, a toda máquina, marcan el paso horas y horas en el mismo sitio. El plano del agua está constantemente desnivelado por el borbollón de los remolinos que en su choque forman conos de absorción, tan hondos a veces que pueden aspirar de punta a una lancha a vapor. La región, aunque lúgubre por el dominio absoluto del negro del bosque y del basalto, puede hacer las delicias de un botánico, en razón de la humedad ambiente reforzada por lluvias copiosísimas, que excitan en la flora guayreña una lujuria fantástica.

En esa región fui huésped, una tarde y una noche, de un hombre extraordinario que había ido a vivir a Guayra, solo como un hongo, porque estaba cansado del comercio de los hombres y de la civilización, que todo se lo daba hecho; por lo que se aburría. Pero como quería ser útil a los que vivían sentados allá abajo aprendiendo en los libros, instaló una pequeña estación meteorológica, que el gobierno argentino tomó bajo su protección.

Nada hubo que observar durante un tiempo a los registros que se recibían de vez en cuando; hasta que un día comenzaron a llegar observaciones de tal magnitud, con tales decímetros de lluvia y tales índices de humedad, que nuestra Central creyó necesario controlar aquellas enormidades. Yo partía entonces para una inspección a las estaciones argentinas en el Brasil, arriba del Iguazú; y extendiendo un poco la mano, podía alcanzar hasta allá.


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118 págs. / 3 horas, 26 minutos / 1.658 visitas.

Publicado el 23 de octubre de 2017 por Edu Robsy.

El Salvaje

Horacio Quiroga


Cuento


El sueño

Después de traspasar el Guayra, y por un trecho de diez leguas, el río Paraná es inaccesible a la navegación. Constituye allí, entre altísimas barrancas negras, una canal de doscientos metros de ancho y de profundidad insondable. El agua corre a tal velocidad que los vapores, a toda máquina, marcan el paso horas y horas en el mismo sitio. El plano del agua está constantemente desnivelado por el borbollón de los remolinos que en su choque forman conos de absorción, tan hondos a veces que pueden aspirar de punta a una lancha a vapor. La región, aunque lúgubre por el dominio absoluto del negro del bosque y del basalto, puede hacer las delicias de un botánico, en razón de la humedad ambiente reforzada por lluvias copiosísimas, que excitan en la flora guayreña una lujuria fantástica.

En esa región fui huésped, una tarde y una noche, de un hombre extraordinario que había ido a vivir a Guayra, solo como un hongo, porque estaba cansado del comercio de los hombres y de la civilización, que todo se lo daba hecho; por lo que se aburría. Pero como quería ser útil a los que vivían sentados allá abajo aprendiendo en los libros, instaló una pequeña estación meteorológica, que el gobierno argentino tomó bajo su protección.

Nada hubo que observar durante un tiempo a los registros que se recibían de vez en cuando; hasta que un día comenzaron a llegar observaciones de tal magnitud, con tales decímetros de lluvia y tales índices de humedad, que nuestra Central creyó necesario controlar aquellas enormidades. Yo partía entonces para una inspección a las estaciones argentinas en el Brasil, arriba del Iguazú; y extendiendo un poco la mano, podía alcanzar hasta allá.


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Dominio público
23 págs. / 40 minutos / 92 visitas.

Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Retrato

Horacio Quiroga


Cuento


La noche estaba oscura y sofocante. A pesar de los ventiladores el salón del París abrasaba y, dejando que la señorita del piano prosiguiera sus valses, salimos con Kelvin a la toldilla de popa. No había viento, pero la marcha del buque traía de proa bocanadas de aire. Muy lejos, al Oeste, el destello de Buenos Aires aclaraba el cielo, y de vez en cuando los arcos de la dársena fosforescían aún a flor de agua.

Nos recostamos en la borda. Sin quitar el mentón de la mano, veíamos ahogarse uno a uno los puntos eléctricos. El resplandor lechoso del horizonte se iba hundiendo lentamente, y a la izquierda, en semicírculo, el cielo iluminado de Quilmes y de La Plata se apagaba también.

Había en ese paisaje nocturno vasto teatro de ausencia, fuera de la melancolía inherente al abandono de un lugar cualquiera, que por ese solo hecho, nos parece ha interesado mucho nuestra vida. Pero cuando se ha charlado dos horas sobre disociación de la materia, y se ha pensado un rato en el actual concepto del éter: un sólido sin densidad ni peso alguno; después de ese desvarío mental, los paisajes poéticos adquieren rara fisonomía.

En efecto, yo leía entonces el curioso libro de Le Bon La evolución de la materia. Había visto en él cosas tan peregrinas como la antedicha definición del éter, y el constante aniquilamiento de la materia que se desmenuza sin cesar con tan espantosa violencia, que sus partículas se proyectan en el espacio con una velocidad de cien mil kilómetros por segundo. Y muchas cosas más.

Le Bon prueba allí, o pretende probar, que la incesante desmaterialización del radio es general a todos los cuerpos. De donde, millón de siglos más o menos, la materia volverá a la nada de que ha salido.


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Dominio público
6 págs. / 11 minutos / 184 visitas.

Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Regreso de Anaconda

Horacio Quiroga


Cuento


Cuando Anaconda, en complicidad con los elementos nativos del trópico, meditó y planeó la reconquista del río, acababa de cumplir treinta años.

Era entonces una joven serpiente de diez metros, en la plenitud de su vigor. No había en su vasto campo de caza, tigre o ciervo capaz de sobrellevar con aliento un abrazo suyo. Bajo la contracción de sus músculos toda vida se escurría, adelgazada hasta la muerte. Ante el balanceo de las pajas que delataban el paso de la gran boa con hambre, el juncal, todo alrededor, empenachábase de altas orejas aterradas. Y cuando al caer el crepúsculo en las horas mansas, Anaconda bañaba en el río de fuego de sus diez metros de oscuro terciopelo, el silencio circundábala como un halo.

Pero no siempre la presencia de Anaconda desalojaba ante sí la vida, como un gas mortífero. Su expresión y movimientos de paz, insensibles para el hombre, denunciábanla desde lejos a los animales. De este modo:

— Buen día — decía Anaconda a los yacarés, a su paso por los fangales.

— Buen día — respondían mansamente las bestias al sol, rompiendo dificultosamente con sus párpados globosos el barro que los soldaba.

— ¡Hoy hará mucho calor! — saludábanla los monos trepados, al reconocer en la flexión de los arbustos a la gran serpiente en desliz.

— Sí, mucho calor... — respondía Anaconda, arrastrando consigo la cháchara y las cabezas torcidas de los monos, tranquilos sólo a medias.


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17 págs. / 30 minutos / 329 visitas.

Publicado el 27 de julio de 2016 por Edu Robsy.

El Puritano

Horacio Quiroga


Cuento


Los talleres del cinematógrafo, esos estudios a cuyo rededor millones de rostros giran en una órbita de curiosidad nunca saciada y de ensueño jamás satisfecho, han heredado del muerto taller de pintura su leyenda de fastuosas orgías sobre el altar del arte.

La libertad de espíritu habitual a los grandes actores, por una parte, y sus riquísimos sueldos de que hacen gala, por la otra, explican estos festivales que no pocas veces tienen por único objeto mantener vibrante el pasmo del público, ante las fantásticas, lejanas estrellas de Hollywood.

Concluida la tarea del día, el estudio queda desierto. Tal vez los talleres técnicos prosigan por toda la noche su labor, y acaso a uno o diez kilómetros el tumulto diario se prolongue todavía en una fiesta oriental. Pero en los sets, en el estudio propiamente dicho, reina ahora el más grande silencio.

Este silencio y esta impresión de abandono desde semanas atrás se exhalan más particularmente del guardarropa central, vasto hall cuya portada, tan ancha que daría paso a tres autos, se abre al patio interior, a la gran plaza enarenada de todos los talleres.

Para anular los riesgos de incendios, el guardarropa se halla aislado en el fondo de la plaza, y su gran portón no se cierra nunca. Por entre sus hojas replegadas, en las noches claras la luna invade gran parte del oscuro hall. En ese recinto en calma, adonde no llega siquiera el chirrido de las máquinas reveladoras, tenemos en la alta noche nuestra tertulia los actores muertos del film.


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Dominio público
6 págs. / 11 minutos / 189 visitas.

Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Potro Salvaje

Horacio Quiroga


Cuento


Era un caballo, un joven potro de corazón ardiente, que llegó del desierto a la ciudad, a vivir del espectáculo de su velocidad.

Ver correr aquel animal era, en efecto, un espectáculo considerable. Corría con la crin al viento y el viento en sus dilatadas narices. Corría, se estiraba; y se estiraba más aún, y el redoble de sus cascos en la tierra no se podía medir. Corría sin regla ni medida, en cualquier dirección del desierto y a cualquier hora del día. No existían pistas para la libertad de su carrera, ni normas para el despliegue de su energía. Poseía extraordinaria velocidad y un ardiente deseo de correr. De modo que se daba todo entero en sus disparadas salvajes, y esta era la fuerza de aquel caballo.

A ejemplo de los animales muy veloces, el joven potro tenía pocas aptitudes para el arrastre. Tiraba mal, sin coraje ni bríos ni gusto. Y como en el desierto apenas alcanzaba el pasto para sustentar a los caballos de pesado tiro, el veloz animal se dirigió a la ciudad a vivir de sus carreras.

En un principio entregó gratis el espectáculo de su gran velocidad, pues nadie hubiera pagado una brizna de paja por verlo —ignorantes todos del corredor que había en él. En las bellas tardes, cuando las gentes poblaban los campos inmediatos a la ciudad —y sobre todo los domingos—, el joven potro trotaba a la vista de todos, arrancaba de golpe, deteníase, trotaba de nuevo husmeando el viento, para lanzarse por fin a toda velocidad, tendido en una carrera loca que parecía imposible de superar y que superaba a cada instante, pues aquel joven potro, como hemos dicho, ponía en sus narices, en sus cascos y su carrera, todo su ardiente corazón.

Las gentes quedaron atónitas ante aquel espectáculo que se apartaba de todo lo que acostumbraban ver, y se retiraron sin apreciar la belleza de aquella carrera.


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Dominio público
4 págs. / 7 minutos / 363 visitas.

Publicado el 27 de julio de 2016 por Edu Robsy.

El Perro Rabioso

Horacio Quiroga


Cuento


Su luna de miel fué un largo escalofrío. Rubia, angelical y tímida, el carácter duro de su marido heló sus soñadas niñerías de novia. Lo quería mucho, sin embargo, a veces con un ligero estremecimiento cuando volviendo de noche juntos por la calle, echaba una furtiva mirada a la alta estatura de Jordán, mudo desde hacía una hora. El, por su parte, la amaba profundamente, sin darlo a conocer.

Durante tres meses—se habían casado en abril—vivieron una dicha especial. Sin duda hubiera ella deseado menos severidad en ese rígido cielo de amor, más expansiva e incauta ternura; pero el impasible semblante de su marido la contenía en seguida.

La casa en que vivían influía no poco en sus estremecimientos. La blancura del patio silencioso—frisos, columnas y estatuas de mármol—producía una otoñal impresión de palacio encantado. Dentro, el brillo glacial del estuco, sin el más leve rasguño en las altas paredes, afirmaba aquella sensación de desapacible frío. Al cruzar de una pieza a otra, los pasos hallaban eco en toda la casa, como si un largo abandono hubiera sensibilizado su resonancia.

En ese extraño nido de amor, Alicia pasó todo el otoño. No obstante, había concluído por echar un velo sobre sus antiguos sueños, y aún vivía dormida en la casa hostil, sin querer pensar en nada hasta que llegaba su marido.

No es raro que adelgazara. Tuvo un ligero ataque de influenza que se arrastró insidiosamente días y días; Alicia no se reponía nunca. Al fin, una tarde pudo salir al jardín apoyada en el brazo de él. Miraba indiferente a uno y otro lado. De pronto Jordán, con honda ternura, le pasó la mano por la cabeza, y Alicia rompió en seguida en sollozos, echándole los brazos al cuello. Lloró largamente todo su espanto callado, redoblando el llanto a la menor tentativa de caricia. Luego los sollozos fueron retardándose, y aún quedó largo rato escondida en su cuello, sin moverse ni decir una palabra.


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Dominio público
3 págs. / 6 minutos / 637 visitas.

Publicado el 28 de julio de 2016 por Edu Robsy.

El Paso del Yabebirí

Horacio Quiroga


Cuento, Cuento infantil


En el río Yabebirí, que está en Misiones, hay muchas rayas, porque «Yabebirí» quiere decir precisamente «Río—de—las—rayas». Hay tantas, que a veces es peligroso meter un solo pie en el agua. Yo conocí un hombre a quien lo picó una raya en el talón y que tuvo que caminar rengueando media legua para llegar a su casa: el hombre iba llorando y cayéndose de dolor. Es uno de los dolores más fuertes que se puede sentir.

Como en el Yabebirí hay también muchos otros peces, algunos hombres van a cazarlos con bombas de dinamita. Tiran una bomba al río, matando millones de peces. Todos los peces que están cerca mueren, aunque sean grandes como una casa. Y mueren también todos los chiquitos, que no sirven para nada.

Ahora bien: una vez un hombre fue a vivir allá, y no quiso que tiraran bombas de dinamita, porque tenía lastima de los pececitos. Él no se oponía a que pescaran en el río para comer; pero no quería que mataran inútilmente a millones de pececitos. Los hombres que tiraban bombas se enojaron al principio, pero como el hombre tenía un carácter serio, aunque era muy bueno, los otros se fueron a cazar a otra parte, y todos los peces quedaron muy contentos. Tan contentos y agradecidos estaban a su amigo que había salvado a los pececitos, que lo conocían apenas se acercaba a la orilla Y cuando él andaba por la costa fumando, las rayas lo seguían arrastrándose por el barro, muy contentas de acompañar a su amigo. Él no sabía nada, y vivía feliz en aquel lugar.

Y sucedió que una vez, una tarde, un zorro llegó corriendo hasta el Yabebirí, y metió las patas en el agua, gritando:

—¡Eh, rayas! ¡Ligero! Ahí viene el amigo de ustedes, herido.

Las rayas, que lo oyeron, corrieron ansiosas a la orilla. Y le preguntaron al zorro:

—¿Qué pasa? ¿Dónde está el hombre?


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Dominio público
10 págs. / 18 minutos / 1.375 visitas.

Publicado el 28 de julio de 2016 por Edu Robsy.

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