Textos por orden alfabético de Horacio Quiroga | pág. 12

Mostrando 111 a 120 de 177 textos encontrados.


Buscador de títulos

autor: Horacio Quiroga


1011121314

La Muerte de Isolda

Horacio Quiroga


Cuento


Concluía el primer acto de Tristán e Isolda. Cansado de la agitación de ese día, me quedé en mi butaca, muy contento con la falta de vecinos. Volví la cabeza a la sala, y detuve en seguida los ojos en un palco balcón.

Evidentemente, un matrimonio. El, un marido cualquiera, y tal vez por su mercantil vulgaridad y la diferencia de año con su mujer, menos que cualquiera. Ella, joven, pálida, con una de esas profundas bellezas que más que en el rostro, aún bien hermoso, están en la perfecta solidaridad de mirada, boca, cuello, modo de entrecerrar los ojos. Era, sobre todo, una belleza para hombres, sin ser en lo más mínimo provocativa; y esto es precisamente lo que no entenderán nunca las mujeres.

La miré largo rato a ojos descubiertos porque la veía muy bien, y porque cuando el hombre está así en tensión de aspirar fijamente un cuerpo hermoso, no recurre al arbitrio femenino de los anteojos.

Comenzó el segundo acto. Volví aún la cabeza al palco, y nuestras miradas se cruzaron. Yo, que había apreciado ya el encanto de aquella mirada vagando por uno y otro lado de la sala, viví en un segundo, al sentirla directamente apoyada en mí, el más adorable sueño de amor que haya tenido nunca.

Fué aquello muy rápido: los ojos huyeron, pero dos o tres veces, en mi largo minuto de insistencia, tornaron fugazmente a mí.

Fué asimismo, con la súbita dicha de haberme soñado un instante su marido, el más rápido desencanto de un idilio. Sus ojos volvieron otra vez, pero en ese instante sentí que mi vecino de la izquierda miraba hacia allá, y después de un momento de inmovilidad de ambas partes, se saludaron.

Así, pues, yo no tenía el más remoto derecho a considerarme un hombre feliz, y observé a mi compañero. Era un hombre de más de treinta y cinco años, barba rubia y ojos azules de mirada clara y un poco dura, que expresaba inequívoca voluntad.

—Se conocen—me dije—y no poco.


Leer / Descargar texto

Dominio público
7 págs. / 12 minutos / 250 visitas.

Publicado el 27 de julio de 2016 por Edu Robsy.

La Muerte del Canario

Horacio Quiroga


Cuento


Rubia, un poco delgada —no mucho— las mejillas arrebatadas en un rojo vivo de camelia, la alegría de Blanca era el encanto de la casa. Sus carcajadas, que habían conservado de la niñez ese ligero timbre de cristal que tiene la voz de las muñecas, eran siempre inopinadas; la madre hacía severas señas y el padre perdonaba sonriendo.

Quince años. De niña había sido enferma. Sólo Dios sabe lo que habían sufrido los padres, los pobres padres que velaron cuarenta noches seguidas, con los ojos rojizos. Una enfermedad caprichosa para la cual el mismo médico era torpe en su diagnóstico.

Y así transcurrieron los cuarenta días de martirio, con inefables esperanzas a veces, agravamientos súbitos en otras horas, como aquellos del infausto 12 de setiembre, cuando Blanca hubo de morir. Pero salvó, y ya crecida no se presentaron las perturbaciones que temía el médico.

Es así como Blanca llenaba toda la casa con su voz poderosa de señorita plena de salud.

Ahora bien, Blanca tenía novio. ¡Oh, no hay que enorgullecerse de haberlo adivinado! ¿Por qué, si no, aquellas risas súbitas que la echaban en brazos de su mamá, besándola cinco minutos seguidos? ¿Y aquellas tristezas que sus padres no veían, pero que eran bien ciertas, puesto que ella misma me las contó?

Pero no hay que pensar en el nombre del afortunado doncel; diré solamente que era alegre, muy alegre, vistoso como el manto de los príncipes, y pequeño, tan pequeño que todo el mundo hubiera reído conociéndolo. Era... era... diré de una vez: era un pájaro, sí, mis señores, un canario, un canario de lo más impertinente que se puede dar.

Figuraos que enamoraba a Blanca cantando, y cantaba aturdidamente, y la miraba, y se colocaba de perfil, e hinchaba la garganta, y piaba dulcemente, todo como un gran seductor, el lindo vanidoso.


Leer / Descargar texto

Dominio público
5 págs. / 8 minutos / 17 visitas.

Publicado el 24 de enero de 2024 por Edu Robsy.

La Patria

Horacio Quiroga


Cuento


El discurso que el soldado herido dijo a los animales del monte que querían formar una patria puede ser transcripto en su totalidad, en razón de ser muy breve y de ayudar a la comprensión de este extraño relato.

La normalidad de la vida en la selva es bien conocida. Las generaciones de animales salvajes se suceden unas a otras y unas en contra de las otras en constante paz, pues a despecho de las luchas y los regueros de sangre, hay un algo que rige el trabajo constante de la selva, y ese algo es la libertad. Cuando las especies son libres, en la selva ensangrentada reina la paz.

Esta felicidad la habían conocido los animales del bosque desde tiempo inmemorial, hasta que a los zánganos les cupo en suerte comprometerla.

Son más que conocidas las virtudes de las abejas. Han adquirido, en su milenaria familiaridad con el hombre, nociones de biología que les producen algunos trastornos cuando deben transformar una obrera en reina, pues no siempre aumentan la celda y el alimento en las proporciones debidas. Y esto se debe al marco filosófico ocasionado por la extraordinaria facultad que poseen de cambiar el sexo de sus obreras a capricho. Sin abandonar la construcción de sus magníficos panales, pasan la vida preocupadas por su superanimalidad y el creciente desprecio a los demás habitantes de la selva, mientras miden a prisa y sin necesidad el radio de las flores.

Esta es la especie que dio en la selva el grito de alerta, algunos años después de haberse ido el hombre remando aguas abajo en su canoa.

Cuando este hombre había llegado a vivir en el monte, los animales inquietos siguieron días y días sus manejos.

—Este es un buen hombre —dijo un gato montés guiñando un ojo hacia el claro del bosque en que la camisa del hombre brillaba al sol—. Yo sé qué es. Es un hombre.

—¿Qué daño nos puede hacer? —dijo el pesado y tímido tapir—. Tiene dos pies.


Leer / Descargar texto

Dominio público
8 págs. / 15 minutos / 172 visitas.

Publicado el 27 de julio de 2016 por Edu Robsy.

La Princesa Bizantina

Horacio Quiroga


Cuento


Cábeme la honra de contar la historia del caballero franco Brandimarte de Normandía, flor de la nobleza cristiana y vástago de una gloriosa familia. Su larga vida sin mancha, rota al fin, es tema para un alto ejemplo. Llamábanle a menudo Brandel. Hagamos un silencio sobre el galante episodio de su juventud que motivó este nombre, y que el alma dormida de nuestro caballero disfrute, aun después de nueve siglos, de esa empresa de su corazón.

Tenía por divisa: La espada es el alma, y en su rodela se veía una cabeza de león en cuerpo de hiena (el león, que es valor y fuerza, y la hiena, animal cobarde, pero en cuya sombra los perros enmudecen). Su brazo para el sarraceno infiel fue duro y sin piedad. De un tajo hendía un árbol. No sabía escribir. Hablaba alto y claro. Su inteligencia era tosca y difícil. Hubiera sido un imbécil si no hubiera sido un noble caballero. Partía con toda su alma y honor de rudo campeón, y estuvo en la tercera cruzada, en aquella horda de redentores que cargaban la cruz sobre el pecho.

Adolescente, sirvió el hipocrás en la mesa del barón de la Tour d’Auvergne, nombre glorioso entre todos: túvole el estribo con las dos manos (estribos de calcedonia, ¡ay de mí!) e hizo la corte a la baronesa, puesto que su paje era.

Treinta años tenía cuando llevó a cabo las siguientes hazañas:

En Flandes arrebató la vida a quince villanos que le asaltaron en pleno bosque.

En España aceptó el reto del más esforzado campeón sarraceno y le desarzonó siete veces seguidas, resultas de lo cual obtuvo en posesión admirable doncella, pues el infiel, en su orgullo, insensato, había puesto por premio a quien le venciera la propiedad absoluta de su prometida en amor. El paladín rescatóla mediante diez mil zequíes que Brandimarte llevó consigo a Francia en letras de cambio.


Leer / Descargar texto

Dominio público
11 págs. / 19 minutos / 14 visitas.

Publicado el 22 de enero de 2024 por Edu Robsy.

La Reina Italiana

Horacio Quiroga


Cuento


I

Una sociedad exclusiva de abejas y de gallinas concluirá forzosamente mal; pero si el hombre interviene en aquélla como parte, es posible que su habilidad mercantil concilie a los societarios.

Tal aconteció con la sociedad Abejas-Kean-Gallinas. Tengo idea, muy vaga por otro lado, de que aquello fue una cooperativa. De todos modos, la figuración activa de Kean llevó la paz a aquel final de invierno, desistiendo con ella las abejas de beber el agua de las gallinas, y evitando éstas incluir demasiado el pico en la puerta de la colmena, donde yacían las abejas muertas.

Kean, que desde hacía tiempo veía esa guerra inacabable, meditó juiciosamente que no había allí sino un malentendido. En efecto, la cordialidad surgió al proveer a las abejas de un bebedero particular, y teniendo Kean la paciencia todas las mañanas, de limpiar el fondo de la colmena, y arrastrar afuera las larvas de zánganos que una prematura producción de machos había forzado a sacrificar.

En consecuencia, las gallinas no tuvieron motivo para picotear a las abejas que bebían su agua, y éstas no sintieron más picos de gallinas en la puerta de la colmena.

La sociedad, de hecho, estaba formada, y sus virtudes fueron las siguientes:

Las abejas tenían agua a su alcance, agua clara, particular de ellas; no había, pues, por qué robarla. Kean tenía derecho al exceso de miel, sin poner las manos, claro está, en los panales de otoño. Las gallinas eran dueñas de la mitad del maíz que Kean producía, así como de toda larva que cayera ostensiblemente de la piquera. Y aún más, por una especie de tolerancia de tarifa, era lícito a las gallinas comer a las abejas enfermas y a los zánganos retardados que se enfriaban al pie de la colmena.


Leer / Descargar texto

Dominio público
8 págs. / 14 minutos / 108 visitas.

Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

La Señorita Leona

Horacio Quiroga


Cuento


Una vez que el hombre, débil, desnudo y sin garras, hubo dominado a los demás animales por el esfuerzo de su inteligencia, llegó a temer por el destino de su especie.

Había alcanzado ya entonces las más altas cumbres del pensamiento y de la belleza. Pero por bajo de estos triunfos exclusivamente mentales, obtenidos a costa de su naturaleza original, la especie se moría de anemia. Tras esa lucha sin tregua, en que el intelecto había agotado cuanto de dialéctica, sofismas, emboscadas e insidias caben en él, no quedaba al alma humana una gota de sinceridad. Y para devolver a la raza caduca su frescura primordial, los hombres meditaron introducir en la ciudad, criar y educar entre ellos a un ser que les sirviera de viviente ejemplo: un león.

La ciudad de que hablamos estaba naturalmente rodeada de murallas. Y desde lo alto de ellas los hombres miraban con envidia a los animales, de frente en fuga y sangre copiosísima, correr en libertad.

Una diputación fue, pues, al encuentro de los leones y les habló así:

—Hermanos: Nuestra misión es hoy de paz. Óigannos bien y sin temor alguno. Venimos a solicitar de ustedes una joven leona para educarla entre nosotros. Nosotros daremos en rehén un hijo nuestro, que ustedes a su vez criarán. Deseamos criar una joven leona desde sus primeros días. Nosotros la educaremos, y el ejemplo de su fortaleza aprovechará a nuestros hijos. Cuando ambos sean mayores, decidirán libremente de su destino.

Largas horas los leones meditaron con ojos oblicuos ante aquella franqueza inhabitual. Al fin accedieron; y en consecuencia se internaron en el desierto con un hombrecito de tres años que acompañaban con lento paso, mientras los hombres retornaban a la ciudad llevando con exquisito cuidado en brazos a una joven leona, tan joven que esa mañana había abierto las pupilas, y fijaba en los hombres que la cargaban, uno tras otro, la mirada clarísima y vacía de sus azules ojos.


Leer / Descargar texto

Dominio público
4 págs. / 8 minutos / 269 visitas.

Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

La Serpiente de Cascabel

Horacio Quiroga


Cuento


La serpiente de cascabel es un animal bastante tonto y ciego. Ve apenas, y a muy corta distancia. Es pesada, somnolienta, sin iniciativa alguna para el ataque; de modo que nada más fácil que evitar sus mordeduras, a pesar del terrible veneno que la asiste. Los peones correntinos, que bien la conocen, suelen divertirse a su costa, hostigándola con el dedo que dirigen rápidamente a uno y otro lado de la cabeza. La serpiente se vuelve sin cesar hacia donde siente la acometida, rabiosa. Si el hombre no la mata, permanece varias horas erguida, atenta al menor ruido.

Su defensa es a veces bastante rara. Cierto día un boyero me dijo que en el hueco de un lapacho quemado —a media cuadra de casa— había una enorme. Fui a verla: dormía profundamente. Apoyé un palo en medio de su cuerpo, y la apreté todo lo que pude contra el fondo de su hueco. Enseguida sacudió el cascabel, se irguió y tiró tres rápidos mordiscos al tronco, no a mi vara que la oprimía sino a un punto cualquiera del lapacho. ¿Cómo no se dio cuenta de que su enemigo, a quien debía atacar, era el palo que le estaba rompiendo las vértebras? Tenía 1,45 metros. Aunque grande, no era excesiva; pero como estos animales son extraordinariamente gruesos, el boyerito, que la vio arrollada, tuvo una idea enorme de su tamaño.


Leer / Descargar texto

Dominio público
3 págs. / 6 minutos / 102 visitas.

Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

La Tortuga Gigante

Horacio Quiroga


Cuento, Cuento infantil


Había una vez un hombre que vivía en Buenos Aires, y estaba muy contento porque era un hombre sano y trabajador. Pero un día se enfermó, y los médicos le dijero que solamente yéndose al campo podría curarse. Él no quería ir, porque tenía hermanos chicos a quienes daba de comer; y se enfermaba cada día más. Hasta que un amigo suyo, que era director del Zoológico, le dijo un día:

—Usted es amigo mío, y es un hombre bueno y trabajador. Por eso quiero que se vaya a vivir al monte, a hace rmucho ejercicio al aire libre para curarse. Y como usted tiene mucha puntería con la escopeta, cace bichos del monte para traerme los cueros, y yo le daré plata adelantada para que sus hermanitos puedan comer bien.

El hombre enfermo aceptó, y se fue a vivir al monte, lejos, más lejos que Misiones todavía. Hacía allá mucho calor, y eso le hacía bien.

Vivía solo en el bosque, y él mismo se cocinaba. Comía pájaros y bichos del monte, que cazaba con la escopeta, y después comía frutos. Dormía bajo los árboles, y cuando hacía mal tiempo construía en cinco minutos una ramada con hojas de palmera, y allí pasaba sentado y fumando, muy contento en medio del bosque que bramaba con el viento y la lluvia.

Había hecho un atado con los cueros de los animales, y lo llevaba al hombro.

Había también agarrado vivas muchas víboras venenosas, y las llevaba dentro de un gran mate, porque allá hay mates tan grandes como una lata de kerosene.

El hombre tenía otra vez buen color, estaba fuerte y tenía apetito. Precisamente un día que tenía mucha hambre, porque hacía dos días que no cazaba nada, vio a la orilla de una gran laguna un tigre enorme que quería comer una tortuga, y la ponía parada de canto para meter dentro una pata y sacar la carne con las uñas.


Leer / Descargar texto

Dominio público
5 págs. / 9 minutos / 4.883 visitas.

Publicado el 28 de julio de 2016 por Edu Robsy.

La Vida Intensa

Horacio Quiroga


Cuento


Cuando Julio Shaw creyó haber llegado a odiar definitivamente la vida de ciudad, decidiose a ir al campo, mas casado. Como no tenía aún novia, la empresa era arriesgada, dado que el 98 por ciento de mujercitas, admirables en todo sentido en Buenos Aires, fracasarían lamentablemente en el bosque. La vida de allá, seductora cuando se la precipita sin perspectiva en una noche de entusiasta charla urbana, quiebra en dos días a una muñeca de garden party. La poesía de la vida libre es mucho más ejecutiva que contemplativa, y en los crepúsculos suele haber lluvias tristísima, y mosquitos, claro está.

Shaw halló al fin lo que pretendía, en una personita de dieciocho años, bucles de oro, sana y con briosa energía de muchacha enamorada. Creyó deber suyo iniciar a su novia en todos los quebrantos de la escapatoria: la soledad, el aburrimiento, el calor, las víboras. Ella lo escuchaba, los ojos húmedos de entusiasmo —«¡Qué es eso, mi amor, a tu lado!»—. Shaw creía lo mismo, porque en el fondo sus advertencias de peligro no eran sino pruebas de más calurosa esperanza de éxito.

Durante seis meses anticipose ella tal suma de felicidad en proyectos de lo que harían cuando estuvieran allá, que ya lo sabía todo, desde la hora y minutos justos en que él dejaría su trabajo, hasta el número de pollitos que habría a los cuatro meses, a los cinco y a los seis. Esto incumbiría a ella, por cierto, y la aritmética femenina hacía al respecto cálculos desconcertantes que él aceptaba siempre sin pestañear.

Casáronse y se fueron a una colonia de Hohenlau, en el Paraguay. Shaw, que ya conocía aquello, había comprado algunos lotes sobre el Capibary. La región es admirable; el arroyo helado, la habitual falta de viento, el sol y los perfumes crepusculares, fustigaron la alegría del joven matrimonio.


Leer / Descargar texto

Dominio público
3 págs. / 6 minutos / 317 visitas.

Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

La Voluntad

Horacio Quiroga


Cuento


Yo conocí una vez a un hombre que valía más que su obra. Emerson anota que esto es bastante común en los individuos de carácter. Lo que hizo mi hombre, aquello que él consideraba su obra definitiva, no valía cinco centavos; pero el resto, el material y los medios para obtener eso fácilmente no lo volverá a hacer nadie.

Los protagonistas son un hombre y su mujer. Pero intervienen un caballo, en primer término; un maestro de escuela rural; un palacio encantado en el bosque, y mi propia persona, como lazo de unión.

Hela aquí, la historia.

Hace seis años —a mediados de 1913— llegó hasta casa, en el monte de Misiones, un sujeto joven y rubio, alto y extremadamente flaco. Tipo eslavo, sin confusión posible. Hacía posiblemente mucho tiempo que no se afeitaba; pero como no tenía casi pelo en la cara, toda su barba consistía en una estrecha y corta pelusa en el mentón —una barbicha, en fin—. Iba vestido de trabajo; botas y pantalón rojizo, de género de maletas, con un vasto desgarrón cosido a largas puntadas por mano de hombre. Su camisa blanca tenía rasgaduras semejantes, pero sin coser.

Ahora bien: nunca he visto un avance más firme —altanero casi— que el de aquel sujeto por entre los naranjos de casa. Venía a comprarme un papel sellado de diez pesos que yo había adquirido para una solicitud de tierra, y que no llegué a usar.


Leer / Descargar texto

Dominio público
6 págs. / 11 minutos / 129 visitas.

Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

1011121314