Textos más descargados de Horacio Quiroga disponibles publicados el 25 de octubre de 2020 | pág. 5

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autor: Horacio Quiroga textos disponibles fecha: 25-10-2020


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De Caza

Horacio Quiroga


Cuento


Una vez tuve en mi vida mucho más miedo que las otras. Hasta Juancito lo sintió, transparente a pesar de su inexpresión de indio. Ninguno dijo nada esa noche, pero tampoco ninguno dejó un momento de fumar.

Cazábamos desde esa mañana en el Palometa, Juancito, un peón y yo. El monte, sin duda, había sido batido con poca anterioridad, pues la caza faltaba y los machetazos abundaban; apenas si de ocho a diez nos destrozamos las piernas en el caraguatá tras un coatí. A las once llegaron los perros. Descansaron un rato y se internaron de nuevo. Como no podíamos hacer nada, nos quedamos sentados. Pasaron tres horas. Entonces, a las dos, más o menos, nos llegó el grito de alerta de un perro. Dejamos de hablar, prestando oído. Siguió otro grito y, enseguida, los ladridos de rastro caliente. Me volví a Juancito, interrogándolo con los ojos. Sacudió la cabeza sin mirarme.

La corrida parecía acercarse, pero oblicuando al oeste. Cesaron un rato; y ya habíamos perdido toda esperanza cuando, de pronto, los sentimos cerca, creciendo en dirección nuestra. Nos levantamos de golpe, tendiéndonos en guerrilla, parapetados tras un árbol, precaución más que necesaria, tratándose de una posible y terrible piara, todo en uno.

Los ladridos eran, momento a momento, más claros. Fuera lo que fuera, el animal venía derecho a estrellarse contra nosotros.

He cazado algunas veces; sin embargo, el wínchester me temblaba en las manos con ese ataque precipitado en línea recta, sin poder ver más allá de diez metros. Por otra parte, jamás he observado un horizonte cerrado de malezas, con más fijeza y angustia que en esa ocasión.


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Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Un Idilio

Horacio Quiroga


Cuento


I

«… En fin, como no podré volver allí hasta fines de junio y no querría de ningún modo perder aquello, necesito que te cases con ella. He escrito hoy mismo a la familia y te esperan. Por lo que respecta al encargo… etcétera».

Nicholson concluyó la carta con fuerte sorpresa y la inquietud inherente al soltero que se ve lanzado de golpe en un matrimonio con el cual jamás soñó. Su esposa sería ficticia, sin duda; pero no por eso debía dejar de casarse.

—¡Estoy divertido! —se dijo con decidido mal humor—. ¿Por qué no se le habrá ocurrido a Olmos confiar la misión a cualquier otro?

Pero enseguida se arrepintió de su mal pensamiento, recordando a su amigo.

—De todos modos —concluyó Nicholson—, no deja de inquietarme este matrimonio artificial. Y siquiera fuera linda la chica… Olmos tenía antes un gusto detestable. Atravesar el atrio bajo la carpa, con una mujer ajena y horrible…

En verdad, si el matrimonio que debía efectuar fuera legítimo, esto es, de usufructo personal, posiblemente Nicholson no hubiera hallado tan ridícula la ceremonia aquella, a que estaba de sobra acostumbrado. Pero el caso era algo distinto, debiendo lucir del brazo de una mujer que nadie ignoraba era para otro.

Nicholson, hombre de mundo, sabía bien que la gracia de esa vida reside en la ligereza con que se toman las cosas; y si hay una cosa ridícula, es cruzar a las tres de la tarde por entre una compacta muchedumbre, llevando dignamente del brazo a una novia que acaba de jurar será fiel a otro.

Éste era el punto fastidioso de su desgano: aquella exhibición ajena. Ni soñar un momento con una ceremonia íntima; la familia en cuestión era sobrado distinguida para no abonar diez mil pesos por interrupción de tráfico a tal hora. Resignose, pues, a casarse, y al día siguiente emprendía camino a la casa de su futura mujer.


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Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Compañero Iván

Horacio Quiroga


Cuento


Una fría tarde de septiembre cruzábamos con Isola la Chacarita. En una cruz de hierro, igual y tan herrumbrada como todas las demás, leí al pasar:

IVAN BOLKONSKY

Nada más. El apellido me llamó la atención, y se lo hice notar a Isola.

—El mismo que la madre de Tolstoi —le dije—. Pero éste seguramente no era conde —agregué, considerando la plebeya uniformidad de las cruces a ras de tierra.

Isola se volvió vivamente, miró un rato la cruz, y me respondió:

—No, no era conde, pero era de la estirpe de los Tolstoi… ¡Pobre Iván! Yo creo que nunca le he hablado de él.

—Creo que no —le respondí—. No me acuerdo.

—Seguramente —agregó pensativo—. No nos conocíamos entonces… Sentémonos un momento… Me ha hecho acordar de tantas cosas… ¡Pobre Iván! ¡El amor que le he tenido! Teníamos todos una admiración profunda por él. Y ¡tras! Falló, como cualquiera de nosotros…

—Cuente —le dije.


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Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Los Pollitos

Horacio Quiroga


Cuento


Cuando Eizaguirre llegó a la chacra que acababa de comprar allá, hallose con un campo raso y un rancho en el mayor abandono, sin otra cosa de estable que prodigiosa cantidad de vinchucas en los palos carcomidos, y muchos piques en el suelo. Los informes del vendedor habían sido bien distintos. Eizaguirre, espíritu lleno de calma y paciencia, consideró que todo el tiempo que perdiera en meditar la injusticia cometida con él sería al fin y al cabo en perjuicio suyo y no del vendedor. Por consiguiente, desde el primer día entregose a inspeccionar el rancho, a afirmar el pozo y demás.

Como no tenía peón y trabajaba mucho, al llegar la noche caía rendido en su catre. No obstante esta fatiga y su poco amor a las frías noches de aquel país, había en el rancho un detalle turbador que lo arrojó a dormir afuera: las sombrías vinchucas. Eizaguirre tenía mosquitero pero se ahogaba bajo él como acontece a algunas personas sin suerte. Debió pues, fabricar con las arpilleras en que llegara envuelto su colchón una especie de palio sobre cuatro ramas, y bajo el que dormían en compañía la gallina y sus ocho pollos.

Esta familia habíale sido regalada por un colono compasivo, a quien él compadecía a su vez, pagándole siempre los dos o tres choclos que comía diariamente. Eizaguirre cuidaba de sus pollitos con mucho mayor afecto que el de la propia madre; tan solícito éste, que una tarde, cuando el tiempo hubo pasado, los pollos emprendieron camino del palio a dormir bajo el catre. En vano la gallina se obstinó con infinitos glu-glú y falsos picoteos en llevarlos al dormidero habitual. Tuvo que transar y en pocos días se acostumbró.


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El Salvaje

Horacio Quiroga


Cuento


El sueño

Después de traspasar el Guayra, y por un trecho de diez leguas, el río Paraná es inaccesible a la navegación. Constituye allí, entre altísimas barrancas negras, una canal de doscientos metros de ancho y de profundidad insondable. El agua corre a tal velocidad que los vapores, a toda máquina, marcan el paso horas y horas en el mismo sitio. El plano del agua está constantemente desnivelado por el borbollón de los remolinos que en su choque forman conos de absorción, tan hondos a veces que pueden aspirar de punta a una lancha a vapor. La región, aunque lúgubre por el dominio absoluto del negro del bosque y del basalto, puede hacer las delicias de un botánico, en razón de la humedad ambiente reforzada por lluvias copiosísimas, que excitan en la flora guayreña una lujuria fantástica.

En esa región fui huésped, una tarde y una noche, de un hombre extraordinario que había ido a vivir a Guayra, solo como un hongo, porque estaba cansado del comercio de los hombres y de la civilización, que todo se lo daba hecho; por lo que se aburría. Pero como quería ser útil a los que vivían sentados allá abajo aprendiendo en los libros, instaló una pequeña estación meteorológica, que el gobierno argentino tomó bajo su protección.

Nada hubo que observar durante un tiempo a los registros que se recibían de vez en cuando; hasta que un día comenzaron a llegar observaciones de tal magnitud, con tales decímetros de lluvia y tales índices de humedad, que nuestra Central creyó necesario controlar aquellas enormidades. Yo partía entonces para una inspección a las estaciones argentinas en el Brasil, arriba del Iguazú; y extendiendo un poco la mano, podía alcanzar hasta allá.


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Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Alcohol

Horacio Quiroga


Cuento


Un hombre honrado puede mantenerse tal entre pillos, y a un cuerdo le es posible desempeñar entre locos un papel bastante agraciado. Pero el hombre que se halla ineludiblemente entre borrachos deberá inmediatamente sumergir su cabeza en el alcohol, por poco que su propio interés le inspire respeto.

—Esta máxima es vulgar —dijo el hombre que hablaba con nosotros— pero profunda. Su transgresión ha costado algunos tronos y no pocas cabezas. Otros han perdido su novia, y es una aventura de éstas la que traído al recuerdo aquella sentencia. Ustedes verán cómo.

Hace algunos años, la casualidad, o sea serie de circunstancias anodinas que reúnen alrededor de una mesa de bar a cinco o seis individuos que esa mañana no se conocían, quiso que yo me hallara en esa situación en un nine o’clock rhum del Boston, con cuatro compañeros a la mesa, y tres japoneses enfrente, hundidos en los divanes, que nos observaban en silencio con sus ojillos entornados.

Los divanes del Boston, ustedes lo saben, se prestan a estas irónicas meditaciones.


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Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Tres Cartas y un Pie

Horacio Quiroga


Cuento


«Señor:

»Me permito enviarle estas líneas, por si usted tiene la amabilidad de publicarlas con su nombre. Le hago este pedido porque me informan de que no las admitirían en un periódico, firmadas por mí. Si le parece, puede dar a mis impresiones un estilo masculino, con lo que tal vez ganarían.

* * *

»Mis obligaciones me imponen tomar dos veces por día el tranvía, y hace cinco años que hago el mismo recorrido. A veces, de vuelta, regreso con algunas compañeras, pero de ida voy siempre sola. Tengo veinte años, soy alta, no flaca y nada trigueña. Tengo la boca un poco grande, y poco pálida. No creo tener los ojos pequeños. Este conjunto, en apreciaciones negativas, como usted ve, me basta, sin embargo, para juzgar a muchos hombres, tantos que me atrevería a decir a todos.

»Usted sabe también que es costumbre en ustedes, al disponerse a subir al tranvía, echar una ojeada hacia adentro por las ventanillas. Ven así todas las caras (las de mujeres, por supuesto, porque son las únicas que les interesan). Después suben y se sientan.

»Pues bien; desde que el hombre desciende de la vereda, se acerca al coche y mira adentro, yo sé perfectamente, sin equivocarme jamás, qué clase de hombre es. Sé si es serio, o si quiere aprovechar bien los diez centavos, efectuando de paso una rápida conquista. Conozco enseguida a los que quieren ir cómodos, y nada más, y a los que prefieren la incomodidad al lado de una chica.

»Y cuando el asiento a mi lado está vacío, desde esa mirada por la ventanilla sé ya perfectamente cuáles son los indiferentes que se sentarán en cualquier lado; cuáles los interesados (a medias) que después de sentarse volverán la cabeza a medirnos tranquilamente; y cuáles los audaces, por fin, que dejarán en blanco siete asientos libres para ir a buscar la incomodidad a mi lado, allá en el fondo del coche.


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Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Los Cementerios Belgas

Horacio Quiroga


Cuento


Iban en columna por la carretera blanca, llenando el camino de una a otra cuneta. El frío, ya vivo, había echado sobre los fugitivos todos los capotes y mantas posibles. Muchos iban en carros, algunos en carritos tirados por perros; pero la gran mayoría caminaba a pie.

Marchaban, sin embargo, por la admirable alfombra de paz que había sido Bélgica. Ahora, delante, atrás, a diestra y siniestra, no quedaba nada. Nada alcanzaba a dos metros de altura: aldeas, chimeneas, árboles, todo yacía aplanado en negro derrumbe. Los fugitivos huían desde la tarde anterior, sintiendo sobre sus espaldas el tronar de la artillería, que avanzaba a la par de ellos.

Las provisiones recogidas con terrible urgencia no alcanzaban a alimentar suficientemente a la densa columna. Los pequeños recién salidos del pecho materno, y sin poder tomar una sola gota de leche, sufrían de enteritis desde el primer día.

A las diez de la noche el alucinante tronar de los cañones se aproximó más aún, y los fugitivos aceleraron la marcha.

Como la noche anterior, la negra columna iba envuelta en el llanto de chicos que no habían comido ni dormido suficientemente, y en los gemidos de criaturas de pecho que sentían dolores de vientre por la leche materna aterrorizada.

El día llegó, sin embargo, y con la lívida madrugada comenzó a llover. Los hombres se calaron la capucha de los capotes, y las madres, tras una larga mirada de desesperación a sus vecinos masculinos más próximos, alzaron sobre sus criaturas ateridas el borde chorreante de sus mantos.

La columna se detuvo, y reuniendo los últimos alimentos —los últimos; no quedaba nada ya—, las mujeres y las criaturas pudieron mitigar el hambre. Sobró algo asimismo, pues muchas mujeres, muertas de fatiga y sueño, prefirieron continuar durmiendo en los carritos. Los viejos y enfermos tuvieron así un mínimo suplemento.


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Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

La Defensa de la Patria

Horacio Quiroga


Cuento


Durante la triple guerra hispano-americana-filipina, la concentración de fuerzas españolas en las islas Luzón y Mindanao fue tan descuidada, que muchos destacamentos quedaron aislados en el interior. Tal pasó con el del teniente Manuel Becerro y Borrás. Éste, a principios de 1898, recibió orden de destacarse en Macolos. Llegaba de España, y Macolos es un mísero pueblo internado en las más bajas lejanías de Luzón.

Mudarse todos los días de rayadillos planchados y festejar a las hijas de los importadores es porvenir, si no adorable, por lo menos de bizarro sabor para un peninsular. Pero desaparecer en una senda umbría hacia un país de lluvia, barro, mosquitos y fiebres fúnebres, desagrada.

Como el teniente era hombre joven y entusiasta, aceptó sin excesivas quejas el mandato. Internose en los juncales al frente de cuarenta y ocho hombres, se embarró seis días, y al séptimo llegó a Macolos, bajo una lluvia de monótona densidad que lo empapaba hacía cinco horas y había concluido, con la excitación de la marcha, por darle gran apetito.

El pueblo en cuestión merecía este nombre por simple tolerancia geográfica. Había allí, en cuanto a edificación clara, algo como un fuerte, bien visible, blanqueado, triste. El sórdido resto era del mismo color que la tierra.

Pasado el primer mes de actividad organizadora y demás, el teniente aprendió a conocer, por los subsiguientes, lo que serían veinticuatro de destacamento avanzado en Filipinas.


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Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

La Ausencia de Mercedes

Horacio Quiroga


Cuento


Hipólito Mercedes, del Ministerio de Hacienda, tenía veintisiete años cuando le aconteció su extraordinaria aventura. Era un muchacho grueso, muy rubio, de ojos irritados y parpadeantes, que usaba lentes porque era miope. Era bastante tímido, sus muslos rechonchos se rozaban hasta la rodilla, como los de las mujeres. Tenía la inteligencia circunscrita, a semejanza de las personas adictas a filosofar, y para colmo se llamaba Mercedes, como una hermana mía.

Era extremadamente pulcro. De modo que no pudo ser más grande la estupefacción de sus compañeros la tarde en que le vieron levantarse de la mesa con un tintero en la mano, vaciarlo en el piso y arrodillarse, frotando concienzudamente las rodillas sobre la tinta. Después volvió a escribir plácidamente. Los oficinistas, sin saber qué pensar, dispusiéronse a gozar el resultado. Indudablemente el pobre Mercedes no se había dado cuenta de lo que había hecho, porque salió en paz, como si en realidad no llevara dos grandes manchas en las rodillas. Al día siguiente hubo quejas, protestas, que agitaron la oficina hasta las dos. Mercedes llegó a proferir palabras bastante groseras, a las que sus compañeros replicaron que cuando se sufre distracciones más bien estúpidas, es inútil acusar a nadie y mucho menos levantar la voz.


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Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

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