Yo estaba desesperada —dijo la voz—. Mis padres se
oponían rotundamente a que tuviera amores con él, y habían llegado a ser
muy crueles conmigo. Los últimos días no me dejaban ni asomarme a la
puerta. Antes, lo veía siquiera un instante parado en la esquina,
aguardándome desde la mañana. ¡Después, ni siquiera eso!
Yo le había dicho a mamá la semana antes:
—¿Pero qué le hallan tú y papá, por Dios, para torturarnos así?
¿Tienen algo que decir de él? ¿Por qué se han opuesto ustedes, como si
fuera indigno de pisar esta casa, a que me visite?
Mamá, sin responderme, me hizo salir. Papá, que entraba en ese
momento, me detuvo del brazo, y enterado por mamá de lo que yo había
dicho, me empujó del hombro afuera, lanzándome de atrás:
—Tu madre se equivoca; lo que ha querido decir es que ella y yo —¿lo
oyes bien?— preferimos verte muerta antes que en los brazos de ese
hombre. Y ni una palabra más sobre esto.
Esto dijo papá.
—Muy bien —le respondí volviéndome, más pálida, creo, que el mantel mismo—: nunca más les volveré a hablar de él.
Y entré en mi cuarto despacio y profundamente asombrada de sentirme
caminar y de ver lo que veía, porque en ese instante había decidido
morir.
¡Morir! ¡Descansar en la muerte de ese infierno de todos los días,
sabiendo que él estaba a dos pasos esperando verme y sufriendo más que
yo! Porque papá jamás consentiría en que me casara con Luis. ¿Qué le
hallaba?, me pregunto todavía. ¿Que era pobre? Nosotros lo éramos tanto
como él.
¡Oh! La terquedad de papá yo la conocía, como la había conocido mamá.
—Muerta mil veces —decía él—, antes que darla a ese hombre.
Pero él, papá, ¿qué me daba en cambio, si no era la desgracia de amar
con todo mi ser sabiéndome amada, y condenada a no asomarme siquiera a
la puerta para verlo un instante?
Morir era preferible, sí, morir juntos.
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