Textos más descargados de Horacio Quiroga disponibles | pág. 9

Mostrando 81 a 90 de 178 textos encontrados.


Buscador de títulos

autor: Horacio Quiroga textos disponibles


7891011

El Vampiro

Horacio Quiroga


Cuento


—Sí—dijo el abogado Rhode—. Yo tuve esa causa. Es un caso, bastante raro por aquí, de vampirismo. Rogelio Castelar, un hombre hasta entonces normal fuera de algunas fantasías, fue sorprendido una noche en el cementerio arrastrando el cadáver recién enterrado de una mujer. El individuo tenía las manos destrozadas porque había removido un metro cúbico de tierra con las uñas. En el borde de la fosa yacían los restos del ataúd, recién quemado. Y como complemento macabro, un gato, sin duda forastero, yacía por allí con los riñones rotos. Como ven, nada faltaba al cuadro.

En la primera entrevista con el hombre vi que tenía que habérmelas con un fúnebre loco. Al principio se obstinó en no responderme, aunque sin dejar un instante de asentir con la cabeza a mis razonamientos. Por fin pareció hallar en mí al hombre digno de oírle. La boca le temblaba por la ansiedad de comunicarse.

—¡Ah! ¡Usted me entiende!—exclamó, fijando en mí sus ojos de fiebre. Y continuó con un vértigo de que apenas puede dar idea lo que recuerdo:

—¡A usted le diré todo! ¡Sí! ¿Qué cómo fue eso del ga... de la gata? ¡Yo! ¡Solamente yo!

—Óigame: Cuando yo llegué... allá, mi mujer...

—¿Dónde allá?—le interrumpí.

—Allá... ¿La gata o no? ¿Entonces?...

Cuando yo llegué mi mujer corrió como una loca a abrazarme. Y en seguida se desmayó. Todos se precipitaron entonces sobre mí, mirándome con ojos de locos.

¡Mi casa! ¡Se había quemado, derrumbado, hundido con todo lo que tenía dentro! ¡Ésa, ésa era mi casa! ¡Pero ella no, mi mujer mía!

Entonces un miserable devorado por la locura me sacudió el hombro, gritándome:

—¿Qué hace? ¡Conteste!

Y yo le contesté:

—¡Es mi mujer! ¡Mi mujer mía que se ha salvado!

Entonces se levantó un clamor:

—¡No es ella! ¡Ésa no es!


Leer / Descargar texto

Dominio público
3 págs. / 5 minutos / 2.236 visitas.

Publicado el 27 de julio de 2016 por Edu Robsy.

El Triple Robo de Bellamore

Horacio Quiroga


Cuento


Días pasados los tribunales condenaron a Juan Carlos Bellamore a la pena de cinco años de prisión por robos cometidos en diversos bancos. Tengo alguna relación con Bellamore: es un muchacho delgado y grave, cuidadosamente vestido de negro. Le creo tan incapaz de esas hazañas como de otra cualquiera que pida nervios finos. Sabía que era empleado eterno de bancos; varias veces se lo oí decir, y aun agregaba melancólicamente que su porvenir estaba cortado; jamás sería otra cosa. Sé además que si un empleado ha sido puntual y discreto, él es ciertamente Bellamore. Sin ser amigo suyo, lo estimaba, sintiendo su desgracia. Ayer de tarde comenté el caso en un grupo.

—Sí —me dijeron—; le han condenado a cinco años. Yo lo conocía un poco; era bien callado. ¿Cómo no se me ocurrió que debía ser él? La denuncia fue a tiempo.

—¿Qué cosa? —interrogué sorprendido.

—La denuncia; fue denunciado.

—En los últimos tiempos —agregó otro— había adelgazado mucho.

Y concluyó sentenciosamente:

—Lo que es yo no confío más en nadie.

Cambié rápidamente de conversación. Pregunté si se conocía al denunciante.

—Ayer se supo. Es Zaninski.

Tenía grandes deseos de oír la historia de boca de Zaninski: primero, la anormalidad de la denuncia, falta en absoluto de interés personal; segundo, los medios de que se valió para el descubrimiento. ¿Cómo había sabido que era Bellamore?

Este Zaninski es ruso, aunque fuera de su patria desde pequeño. Habla despacio y perfectamente el español, tan bien que hace un poco de daño esa perfección, con su ligero acento del Norte. Tiene ojos azules y cariñosos que suele fijar con una sonrisa dulce y mortificante. Cuentan que es raro. Lástima que en estos tiempos de sencilla estupidez no sepamos ya qué creer cuando nos dicen que un hombre es raro.


Leer / Descargar texto

Dominio público
3 págs. / 5 minutos / 34 visitas.

Publicado el 24 de enero de 2024 por Edu Robsy.

El Lobo de Esopo

Horacio Quiroga


Cuento


Era un magnífico animal, altísimo de patas, y flaco, como conviene a un lobo. Sus ojos, normalmente oblicuos, se estiraban prodigiosamente cuando montaba en cólera. Tenía el hocico cruzado de cicatrices blanquecinas. La huella de su pata encendía el alma de los cazadores, pues era inmensa.

La magnífica bestia vivió la juventud potente, empapada en fatiga y sangre, que es patrimonio de su especie, y durante muchos años sus grandes odios naturales fueron el perro y el hombre.

El brío juvenil pasó, sin embargo, y con la edad madura llegáronle lenta, difícil, penosamente, ideas de un corte profundamente peregrino, cuyo efecto fue aislarle en ariscas y mudas caminatas.

La esencia de sus ideas en tortura podía condensarse en este concepto: «El hombre es superior al lobo».

Esta superioridad que él concedía al soberbio enemigo de su especie, desde que el mundo es mundo, no consistía, como pudiera creerse, en la vivísima astucia de aquél, complicada con sus flechas. No: el hombre ocupaba la más alta escala por haberse sustraído a la bestialidad natal, el asalto feroz, la dentellada en carne viva, hundida silenciosamente hasta el fondo vital de la presa.

Como se comprende, largos años pasaron antes que este concepto de superior humillación llegara a cristalizarse. Pero una vez infiltrado en sus tenaces células de lobo, no lo abandonó más.


Leer / Descargar texto

Dominio público
2 págs. / 4 minutos / 995 visitas.

Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Desierto

Horacio Quiroga


Cuento


La canoa se deslizaba costeando el bosque, o lo que podía parecer bosque en aquella oscuridad. Más por instinto que por indicio alguno Subercasaux sentía su proximidad, pues las tinieblas eran un solo bloque infranqueable, que comenzaban en las manos del remero y subían hasta el cenit. El hombre conocía bastante bien su río, para no ignorar dónde se hallaba; pero en tal noche y bajo amenaza de lluvia, era muy distinto atracar entre tacuaras punzantes o pajonales podridos, que en su propio puertito. Y Subercasaux no iba solo en la canoa.

La atmósfera estaba cargada a un grado asfixiante. En lado alguno a que se volviera el rostro, se hallaba un poco de aire que respirar. Y en ese momento, claras y distintas, sonaban en la canoa algunas gotas.

Subercasaux alzó los ojos, buscando en vano en el cielo una conmoción luminosa o la fisura de un relámpago. Como en toda la tarde, no se oía tampoco ahora un solo trueno.

Lluvia para toda la noche —pensó. Y volviéndose a sus acompañantes, que se mantenían mudos en popa:

—Pónganse las capas —dijo brevemente—. Y sujétense bien.

En efecto, la canoa avanzaba ahora doblando las ramas, y dos o tres veces el remo de babor se había deslizado sobre un gajo sumergido. Pero aun a trueque de romper un remo, Subercasaux no perdía contacto con la fronda, pues de apartarse cinco metros de la costa podía cruzar y recruzar toda la noche delante de su puerto, sin lograr verlo.

Bordeando literalmente el bosque a flor de agua, el remero avanzó un rato aún. Las gotas caían ahora más densas, pero también con mayor intermitencia. Cesaban bruscamente, como si hubieran caído no se sabe de dónde. Y recomenzaban otra vez, grandes, aisladas y calientes, para cortarse de nuevo en la misma oscuridad y la misma depresión de atmósfera.

—Sujétense bien —repitió Subercasaux a sus dos acompañantes—. Ya hemos llegado.


Leer / Descargar texto

Dominio público
17 págs. / 31 minutos / 247 visitas.

Publicado el 27 de julio de 2016 por Edu Robsy.

Dieta de Amor

Horacio Quiroga


Cuento


Ayer de mañana tropecé en la calle con una muchacha delgada, de vestido un poco más largo que lo regular, y bastante mona, a lo que me pareció. Me volví a mirarla y la seguí con los ojos hasta que dobló la esquina, tan poco preocupada ella por mi plantón como pudiera haberlo estado mi propia madre. Esto es frecuente.

Tenía, sin embargo, aquella figurita delgada un tal aire de modesta prisa en pasar inadvertida, un tan franco desinterés respecto de un badulaque cualquiera que con la cara dada vuelta está esperando que ella se vuelva a su vez, tan cabal indiferencia, en suma, que me encantó, bien que yo fuera el badulaque que la seguía en aquel momento.

Aunque yo tenía qué hacer, la seguí y me detuve en la misma esquina. A la mitad de la cuadra ella cruzó y entró en un zaguán de casa de altos.

La muchacha tenía un traje oscuro y muy tensas las medias. Ahora bien, deseo que me digan si hay una cosa en que se pierda mejor el tiempo que en seguir con la imaginación el cuerpo de una chica muy bien calzada que va trepando una escalera. No sé si ella contaba los escalones; pero juraría que no me equivoqué en un solo número y que llegamos juntos a un tiempo al vestíbulo.

Dejé de verla, pues. Pero yo quería deducir la condición de la chica del aspecto de la casa, y seguí adelante, por la vereda opuesta.

Pues bien, en la pared de la misma casa, y en una gran chapa de bronce, leí:


DOCTOR SWINDENBORG
FÍSICO DIETÉTICO
 

¡Físico dietético! Está bien. Era lo menos que me podía pasar esa mañana. Seguir a una mona chica de traje azul marino, efectuar a su lado una ideal ascensión de escalera, para concluir…


Leer / Descargar texto

Dominio público
5 págs. / 9 minutos / 199 visitas.

Publicado el 24 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Cacería del Hombre por las Hormigas

Horacio Quiroga


Cuento infantil


Chiquitos:

Si yo no fuera su padre, les apostaría veinte centavos a que no adivinan de dónde les escribo. ¿Acostado de fiebre en la carpa? ¿Sobre la barriga de un tapir muerto? Nada de esto. Les escribo acurrucado sobre las cenizas de una gran fogata, muerto de frío… y desnudo como una criatura recién nacida.

¿Han visto cosa más tremenda, chiquitos? Tiritando también a mi lado y desnudo como yo, está un indio apuntándome con la linterna eléctrica como si fuera una escopeta, y a su círculo blanco yo les escribo en una hoja de mi libreta… esperando que las hormigas se hayan devorado toda la carpa.

¡Pero qué frío, chiquitos! Son las tres de la mañana. Hace varias horas que las hormigas están devorando todo lo que se mueve, pues esas hormigas, más terribles que una manada de elefantes dirigida por tigres, son hormigas carnívoras, constantemente hambrientas, que devoran hasta el hueso de cuanto ser vivo encuentran.

A un presidente de Estados Unidos llamado Roosevelt, esas hormigas le comieron, en el Brasil, las dos botas en una sola noche. Las botas no son seres vivos, claro está; pero están hechas de cuero, y el cuero es una sustancia animal.

Por igual motivo, las hormigas de esta noche se están comiendo la lona de la carpa en los sitios donde hay manchas de grasa. Y por querer comerme también a mí, me hallo ahora desnudo, muerto de frío, y con pinchazos en todo el cuerpo.

La mordedura de estas hormigas es tan irritante de los nervios que basta que una sola hormiga pique en el pie para sentir como alfilerazos en el cuello y entre el pelo. La picadura de muchísimas puede matar. Y si uno permanece quieto, lo devoran vivo.

Son pequeñas, de un negro brillante, y corren en columnas con gran velocidad. Viajan en ríos apretadísimos que ondulan como serpientes, y que tienen a veces un metro de anchura. Casi siempre de noche es cuando salen a cazar.


Leer / Descargar texto

Dominio público
3 págs. / 6 minutos / 61 visitas.

Publicado el 22 de enero de 2024 por Edu Robsy.

Almas Cándidas

Horacio Quiroga


Cuento


Un matrimonio joven que vivía en el campo tuvo un perro inteligente, grande y bueno. Se llamaba León. Vigilaba la chacra próspera, arreaba los bueyes, era su grande amigo. Mucho le querían; y si a un perro así no se quiere, ¿a quién se va a tener cariño en este mundo? Cuando se enfermó, se miraron sin saber qué hacer. Dormía todo el día, se restregaba horas enteras contra el marco de las puertas. Una mañana Emilio le llamó y no pudo levantarse. Hizo un esfuerzo, alzó la cabeza a todos lados, desorientado, y la dejó caer gimiendo. Lo llevaron en seguida a la cocina.

Aunque viéndole envejecer y acercarse a una muerte injusta para el noble amigo, estuvieron todo el día preocupados. Cuando de noche fueron a verle, estaba peor. Se acostaron callados, uno al lado del otro; no tenían ciertamente ganas de hablar. Después de largo rato de silencio ella le preguntó:

—¿Es difícil curar a los perros, no?

—Difícil.

Todos los fieles recuerdos de León, a la muerte, surgieron entonces, uno tras otro.

A la mañana siguiente León no conocía más. Se estremecía sin cesar, y no pudieron abrirle la boca. En cuclillas a su lado, le miraban sin apartar la vista, esperando verle morir de un momento a otro.

De tarde murió. Esa noche comieron apenas.

—¿Murió a las dos?

—Sí, a las dos y media.

Cuando se pierde un animal así, bueno como pocos, justo es que no se piense sino en él. Mas en lo hondo sentíanse disgustados de sí mismos por haber sido injustos con León. ¿Para qué quererle así si al otro día habrían de tirarle en el monte, como a una cosa que no se quiere más?

De codos sobre la mesa jugaban distraídamente con el cuchillo.

Dos o tres veces ella quiso hablar y se detuvo. Al fin dijo:

—Hay personas que entierran a los perros. Eso es ridículo, yo creo.


Leer / Descargar texto

Dominio público
1 pág. / 2 minutos / 58 visitas.

Publicado el 22 de enero de 2024 por Edu Robsy.

Miss Dorothy Phillips, mi Esposa

Horacio Quiroga


Cuento


Yo pertenezco al grupo de los pobres diablos que salen noche a noche del cinematógrafo enamorados de una estrella. Me llamo Guillermo Grant, tengo treinta y un años, soy alto, delgado y trigueño, como cuadra, a efectos de la exportación, a un americano del sur. Estoy apenas en regular posición, y gozo de buena salud.

Voy pasando la vida sin quejarme demasiado, muy poco descontento de la suerte, sobre todo cuando he podido mirar de frente un par de hermosos ojos todo el tiempo que he deseado.

Hay hombres, mucho más respetables que yo desde luego, que si algo reprochan a la vida es no haberles dado tiempo para redondear un hermoso pensamiento. Son personas de vasta responsabilidad moral ante ellos mismos, en quienes no cabe, ni en posesión ni en comprensión, la frivolidad de mis treinta y un años de existencia. Yo no he dejado, sin embargo, de tener amarguras, aspiracioncitas, y por mi cabeza ha pasado una que otra vez algún pensamiento. Pero en ningún instante la angustia y el ansia han turbado mis horas como al sentir detenidos en mí dos ojos de gran belleza.

Es una verdad clásica que no hay hermosura completa si los ojos no son el primer rasgo bello del semblante. Por mi parte, si yo fuera dictador decretaría la muerte de toda mujer que presumiera de hermosa, teniendo los ojos feos. Hay derecho para hacer saltar una sociedad de abajo arriba, y el mismo derecho —pero al revés— para aplastarla de arriba abajo. Hay derecho para muchísimas cosas. Pero para lo que no hay derecho, ni lo habrá nunca es para usurpar el título de belleza cuando la dama tiene los ojos de ratón. No importa que la boca, la nariz, el corte de cara sean admirables. Faltan los ojos, que son todo.


Leer / Descargar texto

Dominio público
30 págs. / 53 minutos / 101 visitas.

Publicado el 24 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Los Desterrados y Otros Cuentos

Horacio Quiroga


Cuentos, Colección


El regreso de Anaconda

Cuando Anaconda, en complicidad con los elementos nativos del trópico, meditó y planeó la reconquista del río, acababa de cumplir treinta años.

Era entonces una joven serpiente de diez metros, en la plenitud de su vigor. No había en su vasto campo de caza, tigre o ciervo capaz de sobrellevar con aliento un abrazo suyo. Bajo la contracción de sus músculos toda vida se escurría, adelgazada hasta la muerte. Ante el balanceo de las pajas que delataban el paso de la gran boa con hambre, el juncal, todo alrededor, se empenachaba de altas orejas aterradas. Y cuando al caer el crepúsculo en las horas mansas, Anaconda bañaba en el río de fuego sus diez metros de oscuro terciopelo, el silencio la circundaba como un halo.

Pero siempre la presencia de Anaconda desalojaba ante sí la vida, como un gas mortífero. Su expresión y movimientos de paz, insensibles para el hombre, la denunciaban desde lejos a los animales. De este modo:

—Buen día —decía Anaconda a los yacarés, a su paso por los fangales.

—Buen día —respondían mansamente las bestias al sol, rompiendo dificultosamente con sus párpados globosos el barro que los soldaba.

—¡Hoy hará mucho calor! —la saludaban los monos trepados, al reconocer en la flexión de los arbustos a la gran serpiente en desliz.

—Sí, mucho calor… —respondía Anaconda, arrastrando consigo la cháchara y las cabezas torcidas de los monos, tranquilos sólo a medias.


Leer / Descargar texto

Dominio público
87 págs. / 2 horas, 33 minutos / 3.614 visitas.

Publicado el 22 de octubre de 2017 por Edu Robsy.

Los Cachorros de Aguará-Guazú

Horacio Quiroga


Cuento infantil


Voy a contarles ahora, chiquitos, la historia muy corta de tres cachorritos salvajes que asesiné —bien puede decirse—, llevado por las circunstancias.

Hace ya algún tiempo, poco después del asunto con la serpiente de cascabel, que les conté con detalles, tres indios de Salta enfermos del chucho y castañeteando los dientes, llegaron a venderme tres cachorritos de aguará -guazú casi recién nacidos.

Yo no tenía vacas, ustedes bien saben; ni una mala cabra para alimentar con su leche a los recién nacidos. Iba, pues, a desistir de adquirirlos, por mucho que me interesaran los zorritos, cuando uno de los indios, el más flaco y más tiritante de chucho, me ofreció en venta también dos tarros de leche condensada, que extrajo con gran pena del bolsillo del pantalón.

¿Habrán visto indio más pillo? ¿De dónde podía haber sacado sus tarros de leche? De un ingenio, seguramente. Estos indios de Salta van todos los otoños a trabajar en los ingenios de azúcar de Tucumán. Allí aprenden muchas cosas, Y entre las cosas que aprenden, aprenden a apreciar la bondad de la leche cuando sus chicos están enfermos del vientre.

El indio poseedor de los tarros de leche condensada era seguramente padre de familia . Y pensó con mucha razón que yo le compraría sus tarros para criar a los aguaracitos. Y el demonio de indio acertó, pues yo, entusiasmado con los cachorritos, que compré por un peso los tres, pagué 10 por los dos tarros de leche. Y a más pagué un paquete de tabaco, y un retrato de mi tío, que vio colgado en la carpa. Hasta hoy no sé qué utilidad puede haberle reportado ese retrato de mi tío.

Crié, pues, a los cachorros de aguará-guazú, o gran zorro del Chaco, como también se le llama.


Leer / Descargar texto

Dominio público
3 págs. / 6 minutos / 65 visitas.

Publicado el 22 de enero de 2024 por Edu Robsy.

7891011