Textos más vistos de Horacio Quiroga disponibles | pág. 10

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autor: Horacio Quiroga textos disponibles


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La Muerte del Canario

Horacio Quiroga


Cuento


Rubia, un poco delgada —no mucho— las mejillas arrebatadas en un rojo vivo de camelia, la alegría de Blanca era el encanto de la casa. Sus carcajadas, que habían conservado de la niñez ese ligero timbre de cristal que tiene la voz de las muñecas, eran siempre inopinadas; la madre hacía severas señas y el padre perdonaba sonriendo.

Quince años. De niña había sido enferma. Sólo Dios sabe lo que habían sufrido los padres, los pobres padres que velaron cuarenta noches seguidas, con los ojos rojizos. Una enfermedad caprichosa para la cual el mismo médico era torpe en su diagnóstico.

Y así transcurrieron los cuarenta días de martirio, con inefables esperanzas a veces, agravamientos súbitos en otras horas, como aquellos del infausto 12 de setiembre, cuando Blanca hubo de morir. Pero salvó, y ya crecida no se presentaron las perturbaciones que temía el médico.

Es así como Blanca llenaba toda la casa con su voz poderosa de señorita plena de salud.

Ahora bien, Blanca tenía novio. ¡Oh, no hay que enorgullecerse de haberlo adivinado! ¿Por qué, si no, aquellas risas súbitas que la echaban en brazos de su mamá, besándola cinco minutos seguidos? ¿Y aquellas tristezas que sus padres no veían, pero que eran bien ciertas, puesto que ella misma me las contó?

Pero no hay que pensar en el nombre del afortunado doncel; diré solamente que era alegre, muy alegre, vistoso como el manto de los príncipes, y pequeño, tan pequeño que todo el mundo hubiera reído conociéndolo. Era... era... diré de una vez: era un pájaro, sí, mis señores, un canario, un canario de lo más impertinente que se puede dar.

Figuraos que enamoraba a Blanca cantando, y cantaba aturdidamente, y la miraba, y se colocaba de perfil, e hinchaba la garganta, y piaba dulcemente, todo como un gran seductor, el lindo vanidoso.


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Dominio público
5 págs. / 8 minutos / 18 visitas.

Publicado el 24 de enero de 2024 por Edu Robsy.

La Patria

Horacio Quiroga


Cuento


El discurso que el soldado herido dijo a los animales del monte que querían formar una patria puede ser transcripto en su totalidad, en razón de ser muy breve y de ayudar a la comprensión de este extraño relato.

La normalidad de la vida en la selva es bien conocida. Las generaciones de animales salvajes se suceden unas a otras y unas en contra de las otras en constante paz, pues a despecho de las luchas y los regueros de sangre, hay un algo que rige el trabajo constante de la selva, y ese algo es la libertad. Cuando las especies son libres, en la selva ensangrentada reina la paz.

Esta felicidad la habían conocido los animales del bosque desde tiempo inmemorial, hasta que a los zánganos les cupo en suerte comprometerla.

Son más que conocidas las virtudes de las abejas. Han adquirido, en su milenaria familiaridad con el hombre, nociones de biología que les producen algunos trastornos cuando deben transformar una obrera en reina, pues no siempre aumentan la celda y el alimento en las proporciones debidas. Y esto se debe al marco filosófico ocasionado por la extraordinaria facultad que poseen de cambiar el sexo de sus obreras a capricho. Sin abandonar la construcción de sus magníficos panales, pasan la vida preocupadas por su superanimalidad y el creciente desprecio a los demás habitantes de la selva, mientras miden a prisa y sin necesidad el radio de las flores.

Esta es la especie que dio en la selva el grito de alerta, algunos años después de haberse ido el hombre remando aguas abajo en su canoa.

Cuando este hombre había llegado a vivir en el monte, los animales inquietos siguieron días y días sus manejos.

—Este es un buen hombre —dijo un gato montés guiñando un ojo hacia el claro del bosque en que la camisa del hombre brillaba al sol—. Yo sé qué es. Es un hombre.

—¿Qué daño nos puede hacer? —dijo el pesado y tímido tapir—. Tiene dos pies.


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Dominio público
8 págs. / 15 minutos / 173 visitas.

Publicado el 27 de julio de 2016 por Edu Robsy.

La Serpiente de Cascabel

Horacio Quiroga


Cuento


La serpiente de cascabel es un animal bastante tonto y ciego. Ve apenas, y a muy corta distancia. Es pesada, somnolienta, sin iniciativa alguna para el ataque; de modo que nada más fácil que evitar sus mordeduras, a pesar del terrible veneno que la asiste. Los peones correntinos, que bien la conocen, suelen divertirse a su costa, hostigándola con el dedo que dirigen rápidamente a uno y otro lado de la cabeza. La serpiente se vuelve sin cesar hacia donde siente la acometida, rabiosa. Si el hombre no la mata, permanece varias horas erguida, atenta al menor ruido.

Su defensa es a veces bastante rara. Cierto día un boyero me dijo que en el hueco de un lapacho quemado —a media cuadra de casa— había una enorme. Fui a verla: dormía profundamente. Apoyé un palo en medio de su cuerpo, y la apreté todo lo que pude contra el fondo de su hueco. Enseguida sacudió el cascabel, se irguió y tiró tres rápidos mordiscos al tronco, no a mi vara que la oprimía sino a un punto cualquiera del lapacho. ¿Cómo no se dio cuenta de que su enemigo, a quien debía atacar, era el palo que le estaba rompiendo las vértebras? Tenía 1,45 metros. Aunque grande, no era excesiva; pero como estos animales son extraordinariamente gruesos, el boyerito, que la vio arrollada, tuvo una idea enorme de su tamaño.


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Dominio público
3 págs. / 6 minutos / 103 visitas.

Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Los Bebedores de Sangre

Horacio Quiroga


Cuento infantil


Chiquitos:

¿Han puesto ustedes el oído contra el lomo de un gato cuando runrunea? Háganlo con Tutankamón, el gato del almacenero. Y después de haberlo hecho, tendrán una idea clara del ronquido de un tigre cuando anda al trote por el monte en son de caza.

Este ronquido que no tiene nada de agradable cuando uno está solo en el bosque, me perseguía desde hacía una semana. Comenzaba al caer la noche, y hasta la madrugada el monte entero vibraba de rugidos.

¿De dónde podía haber salido tanto tigre? La selva parecía haber perdido todos sus bichos, como si todos hubieran ido a ahogarse en el río. No había más que tigres: no se oía otra cosa que el ronquido profundo e incansable del tigre hambriento, cuando trota con el hocico a ras de tierra para percibir el tufo de los animales.

Así estábamos hacía una semana, cuando de pronto los tigres desaparecieron. No se oyó un solo bramido más. En cambio, en el monte volvieron a resonar el balido del ciervo, el chillido del agutí, el silbido del tapir, todos los ruidos y aullidos de la selva. ¿Qué había pasado otra vez? Los tigres no desaparecen porque sí, no hay fiera capaz de hacerlos huir.

¡Ah, chiquitos! Esto creía yo. Pero cuando después de un día de marcha llegaba yo a las márgenes del río Iguazú (veinte leguas arriba de las cataratas), me encontré con dos cazadores que me sacaron de mi ignorancia. De cómo y por qué había habido en esos días tanto tigre, no me supieron decir una palabra. Pero en cambio me aseguraron que la causa de su brusca fuga se debía a la aparición de un puma. El tigre, a quien se cree rey incontestable de la selva, tiene terror pánico a un gato cobardón como el puma.

¿Han visto, chiquitos míos, cosa más rara? Cuando le llamo gato al puma, me refiero a su cara de gato, nada más. Pero es un gatazo de un metro de largo, sin contar la cola, y tan fuerte como el tigre mismo.


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Dominio público
3 págs. / 6 minutos / 23 visitas.

Publicado el 22 de enero de 2024 por Edu Robsy.

Los Desterrados

Horacio Quiroga


Cuento


Misiones, como toda región de frontera, es rica en tipos pintorescos. Suelen serlo extraordinariamente aquellos que, a semejanza de las bolas de billar, han nacido con efecto. Tocan normalmente banda, y emprenden los rumbos más inesperados. Así Juan Brown, que habiendo ido por sólo unas horas a mirar las ruinas, se quedó 25 años allá; el doctor Else, a quien la destilación de naranjas llevó a confundir a su hija con una rata; el químico Rivet, que se extinguió como una lámpara, demasiado repleto de alcohol carburado; y tantos otros que, gracias al efecto, reaccionaron del modo más imprevisto. En los tiempos heroicos del obraje y la yerba mate, el Alto Paraná sirvió de campo de acción a algunos tipos riquísimos de color, dos o tres de los cuales alcanzamos a conocer nosotros, treinta años después.

Figura a la cabeza de aquéllos un bandolero de un desenfado tan grande en cuestión de vidas humanas, que probaba sus winchesters sobre el primer transeúnte. Era correntino, y las costumbres y habla de su patria formaban parte de su carne misma. Se llamaba Sidney Fitz-Patrick, y poseía una cultura superior a la de un egresado de Oxford.

A la misma época pertenece el cacique Pedrito, cuyas indiadas mansas compraron en los obrajes los primeros pantalones. Nadie le había oído a este cacique de faz poco india una palabra en lengua cristiana, hasta el día en que al lado de un hombre que silbaba un aria de La Traviata, el cacique prestó un momento atención, diciendo luego en perfecto castellano:

—La Traviata… Yo asistí a su estreno en Montevideo, el 59…


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Dominio público
9 págs. / 17 minutos / 132 visitas.

Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Los Hombres Hambrientos

Horacio Quiroga


Cuento


—Esta situación —dijo el hombre hambriento enseñando sus costillas— proviene de mis grandes riquezas. Tal cual. No es paradoja. Ni antes ni después. En el instante mismo, con lo que me sobra para vivir —¿entienden ustedes bien?— podría arrancar de la tumba al millón y medio de individuos suicidados por hambre en 1933. Con lo que me sobra para vivir, a mí. Y me muero de hambre.

Miramos con mayor atención a quien hablaba. Hallábase, en efecto, en estado atroz de flacura. Por debajo de la camiseta nos enseñaba sus costillas, mientras nos observaba con desvarío. Un gran fuego de exasperación lucía en sus ojos de hambriento, y las palabras lanzábanse precipitadamente de su boca.

Nos llegaba, no sabemos de dónde, acaso del fondo del bosque, donde él y algunos compañeros habían ido a trabajar la tierra. Durante largo tiempo nada habíamos sabido de ellos; suponíamoslos prósperos. Y he aquí que se hallaba de nuevo ante nosotros, él solo, sin más ropa que un pantalón y una camiseta que alzaba con mano temblante.

—Tal cual —prosiguió tras una larga pausa con la que parecía habernos ofrecido tiempo suficiente para juzgar hasta las heces su situación.

»Con lo que me sobra para vivir, he dicho, yo y mis compañeros podríamos hacer la felicidad de otros tantos miserables. ¡Comer, comer! ¿Entienden? Allá están ellos, vigilándose unos a otros desde lo alto de sus riquezas, mientras se mueren de inanición, y cada cual sentado sobre pirámides de mandioca que se pudren con la humedad, y abrazados a cachos de bananas que se deshacen entre sus dedos.

»Bien. Esto no significa nada: avaricia, roña y todo lo demás. ¡Pero es que tampoco es esto! ¡Es vanidad, envidia y rencor lo que les impide comer! ¡No tienen ojos sino para atisbar las crecientes necesidades del vecino, y enloquecidos por la suficiencia y los celos, se están muriendo de hambre en el seno de la superproducción!


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Dominio público
4 págs. / 8 minutos / 116 visitas.

Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Los Pescadores de Vigas

Horacio Quiroga


Cuento


El motivo fué cierto juego de comedor que míster Hall no tenía aún, y su fonógrafo fué quien le sirvió de anzuelo.

Candiyú lo vió en la oficina provisoria de la Yerba Company, donde míster Hall maniobraba su fonógrafo a puerta abierta.

Candiyú, como buen indígena, no manifestó sorpresa alguna, contentándose con detener su caballo un poco al través delante del chorro de luz, y mirar a otra parte. Pero como un inglés, a la caída de la noche, en mangas de camisa por el calor, y con una botella de whisky al lado, es cien veces más circunspecto que cualquier mestizo, míster Hall no levantó la vista del disco. Con lo que vencido y conquistado, Candiyú concluyó por arrimar su caballo a la puerta, en cuyo umbral apoyó el codo.

—Buenas noches, patrón ¡Linda música!

—Sí, linda—repuso míster Hall.

—¡Linda!—repitió el otro.—¡Cuánto ruido!

—Sí, mucho ruido—asintió míster Hall, que hallaba no desprovistas de profundidad las observaciones de su visitante.

Candiyú admiraba los nuevos discos:

—¿Te costó mucho a usted, patrón?

—Costó… qué?

—Ese hablero… los mozos que cantan.

La mirada turbia, inexpresiva e insistente de míster Hall, se aclaró.
El contador comercial surgía.

—¡Oh, cuesta mucho!… ¿Usted quiere comprar?

—Si usted querés venderme…—contestó llanamente Candiyú, convencido de la imposibilidad de tal compra. Pero míster Hall proseguía mirándolo con pesada fijeza, mientras la membrana saltaba del disco a fuerza de marchas metálicas.

—Vendo barato a usted… ¡cincuenta pesos!

Candiyú sacudió la cabeza, sonriendo al aparato y a su maquinista, alternativamente:

—¡Mucha plata! No tengo.

—¿Usted qué tiene, entonces?

El hombre se sonrió de nuevo, sin responder.


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Dominio público
6 págs. / 11 minutos / 233 visitas.

Publicado el 28 de julio de 2016 por Edu Robsy.

O Uno u Otro

Horacio Quiroga


Cuento


—¿Por qué no te enamoras de nosotras?

Zum Felde miró atentamente uno tras otro a los cuatro dominós que habiéndolo notado solo, acababan de sentarse en el sofá, compadecidos de su aislamiento. Zum Felde colocó su silla frente a ellas. Pero como hubiera respondido que posiblemente no sabía qué hacer, un dominó concluía de lanzar aquella pregunta con afectuosa pereza. Bajo el medio antifaz corría en línea fraternal la misma enigmática sonrisa.

—Son muchas —repuso él pacíficamente.

—¡Oh, no esperamos tanta dicha de ti!

—No podría de otro modo. ¿Cómo adivinar a la que luego ha de gustarme?

—¿Es decir, la más linda de nosotras?

—… que no eres tú, ¿cierto?

—Cierto; soy muy fea, Zum… Felde.

—No, no eres fea, aunque alargues tanto mi apellido. Pero creo…

—… ¿te refieres a mí? —observó dulcemente otra. Zum Felde la miró en los ojos.

—¿Eres linda, de veras?

—No sé… Zum Felde. Realmente no sé… Pero creo que de mí te enamorarías tú.

—¿Y tú no de mí, amor?

—No; de ti, yo —repuso otra lánguida voz.

Zum Felde se sonrió, recorriendo rápidamente con la mirada, garganta, boca y ojos.

—Hum…

—¿Por qué hum, Zum Felde?

—Por esto. Tengo un cierto miedo a las aventuras de corazón mezcladas con antifaz. Y si ustedes entendieran un poco de amor, me atrevería a contarles por qué. ¿Cuento?

Los dominós se miraron fugazmente.

—Yo entiendo un poquito, Zum Felde…

—Yo tengo vaga idea…

—Yo otra, Zum Felde…

Faltaba una.

—¿Y tú?

—Yo también un poquito, Zum Felde…


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Dominio público
2 págs. / 5 minutos / 96 visitas.

Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Para Noche de Insomnio

Horacio Quiroga


Cuento


Ningún hombre, lo repito, ha narrado con más magia las excepciones de la vida humana y de la naturaleza, los ardores de la curiosidad de la convalescencia, los fines de estación cargados de esplendores enervantes, los tiempos cálidos, húmedos y brumosos, en que el viento del sud debilita y distiende los nervios como las cuerdas de un instrumento, en que los ojos se llenan de lágrimas que no vienen del corazón. —la alucinación, dejando al principio bien pronto conocida y razonadora como un libro,— el absurdo instalándose en la inteligencia y gobernándola con una espantable lógica, la historia usurpando el sitio de la voluntad, la contradicción establecida entre los nervios y el espíritu, y el hombre desacordado hasta el punto de expresar el dolor por la risa.

Baudelaire (Vida y obras de Edgar Poe)


A todos nos había sorprendido la fatal noticia: y quedamos aterrados cuando un criado nos trajo —volando— detalles de su muerte. Aunque hacía mucho tiempo que notábamos en nuestro amigo señales de desequilibrio, no pensamos que nunca pudiera llegar a ese extremo. Había llevado a cabo el suicidio más espantoso sin dejarnos un recuerdo para sus amigos.

Y cuando le tuvimos en nuestra presencia, volvimos el rostro, presos de una compasión horrorizada.

Aquella tarde húmeda y nublada, hacía que nuestra impresión fuera más fuerte. El cielo estaba lívido, y una neblina fosca cruzaba el horizonte.

Condujimos el cadáver en un carruaje, apelotonados por un horror creciente. La noche venía encima, y por la portezuela mal cerrada caía un río de sangre que marcaba en rojo nuestra marcha.


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3 págs. / 5 minutos / 136 visitas.

Publicado el 26 de octubre de 2022 por Edu Robsy.

Rea Silvia

Horacio Quiroga


Cuento


Hay en este mundo naturalezas tan francamente abiertas a la vida que la desgracia puede ser para ellas el pañal en que se envuelven al nacer. Permítaseme esta ligera filosofía en honor a la crítica infancia de una criatura que nació para los más tormentosos debates de la pasión humana, y cuya vida pudo ser desgraciada como puede serlo el agua de los más costosos jarrones.

Sus padres le dieron por nombre Rea Silvia y la conocí en su propia casa. Era una criatura voluntariosa, de ojos negros y aterciopelados. Su alma expuesta al desquicio la hizo adorar (era muy pequeña) los brocatos oscuros de los sillones, las cortinas de terciopelo en que se envolvía tiritando como en un grande abrazo.

Era alegre, no obstante. Su turbulencia pasaba la medida común de las hijas últimas a que todo se consiente. Las amigas queridas de su mamá (señorita de Almendros, señorita de Joyeuse, señora de Noblecorazón) soñaban —unas para el futuro, otra para esos días— un ángel igual al de la blanca madre. El canario, que era una diminuta locura, los mirlos más pendencieros de la casa vecina, vivían en gravedad, si preciso fuera compararlos con las carcajadas de Rea. ¿Cómo, pues, tan alegre, perdía las horas en la sala oscura, sombra y desgracia de las hijas que van a soñar en ellas? Problemas son estos que solo una noble y grande alma puede descifrar.

Hay detalles que pintan un carácter: si esto es vulgar, Rea Silvia no lo era.

Hablaba de amor.

—Yo sé —decía una vez delante de un reflexivo grupo de criaturas—, yo sé muchas cosas. Yo he leído y además adivino. Para nosotras (se alisó gravemente la falda) el amor es toda la existencia. Una señora murió, murió de amor. Nadie la conocía sino mamá y papá. Murió.

Las criaturas —de la mano— se miraron. Una alzó la voz débilmente:

—¿Murió?…


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Dominio público
4 págs. / 8 minutos / 15 visitas.

Publicado el 23 de enero de 2024 por Edu Robsy.

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