Textos más vistos de Horacio Quiroga disponibles | pág. 14

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El Puritano

Horacio Quiroga


Cuento


Los talleres del cinematógrafo, esos estudios a cuyo rededor millones de rostros giran en una órbita de curiosidad nunca saciada y de ensueño jamás satisfecho, han heredado del muerto taller de pintura su leyenda de fastuosas orgías sobre el altar del arte.

La libertad de espíritu habitual a los grandes actores, por una parte, y sus riquísimos sueldos de que hacen gala, por la otra, explican estos festivales que no pocas veces tienen por único objeto mantener vibrante el pasmo del público, ante las fantásticas, lejanas estrellas de Hollywood.

Concluida la tarea del día, el estudio queda desierto. Tal vez los talleres técnicos prosigan por toda la noche su labor, y acaso a uno o diez kilómetros el tumulto diario se prolongue todavía en una fiesta oriental. Pero en los sets, en el estudio propiamente dicho, reina ahora el más grande silencio.

Este silencio y esta impresión de abandono desde semanas atrás se exhalan más particularmente del guardarropa central, vasto hall cuya portada, tan ancha que daría paso a tres autos, se abre al patio interior, a la gran plaza enarenada de todos los talleres.

Para anular los riesgos de incendios, el guardarropa se halla aislado en el fondo de la plaza, y su gran portón no se cierra nunca. Por entre sus hojas replegadas, en las noches claras la luna invade gran parte del oscuro hall. En ese recinto en calma, adonde no llega siquiera el chirrido de las máquinas reveladoras, tenemos en la alta noche nuestra tertulia los actores muertos del film.


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Dominio público
6 págs. / 11 minutos / 196 visitas.

Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Retrato

Horacio Quiroga


Cuento


La noche estaba oscura y sofocante. A pesar de los ventiladores el salón del París abrasaba y, dejando que la señorita del piano prosiguiera sus valses, salimos con Kelvin a la toldilla de popa. No había viento, pero la marcha del buque traía de proa bocanadas de aire. Muy lejos, al Oeste, el destello de Buenos Aires aclaraba el cielo, y de vez en cuando los arcos de la dársena fosforescían aún a flor de agua.

Nos recostamos en la borda. Sin quitar el mentón de la mano, veíamos ahogarse uno a uno los puntos eléctricos. El resplandor lechoso del horizonte se iba hundiendo lentamente, y a la izquierda, en semicírculo, el cielo iluminado de Quilmes y de La Plata se apagaba también.

Había en ese paisaje nocturno vasto teatro de ausencia, fuera de la melancolía inherente al abandono de un lugar cualquiera, que por ese solo hecho, nos parece ha interesado mucho nuestra vida. Pero cuando se ha charlado dos horas sobre disociación de la materia, y se ha pensado un rato en el actual concepto del éter: un sólido sin densidad ni peso alguno; después de ese desvarío mental, los paisajes poéticos adquieren rara fisonomía.

En efecto, yo leía entonces el curioso libro de Le Bon La evolución de la materia. Había visto en él cosas tan peregrinas como la antedicha definición del éter, y el constante aniquilamiento de la materia que se desmenuza sin cesar con tan espantosa violencia, que sus partículas se proyectan en el espacio con una velocidad de cien mil kilómetros por segundo. Y muchas cosas más.

Le Bon prueba allí, o pretende probar, que la incesante desmaterialización del radio es general a todos los cuerpos. De donde, millón de siglos más o menos, la materia volverá a la nada de que ha salido.


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6 págs. / 11 minutos / 189 visitas.

Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Sentimiento de la Catarata

Horacio Quiroga


Crónica, artículo


En sus mil trescientos kilómetros de curso desde las sierras brasileñas hasta su desembocadura en el Paraná, el rio Iguazú debe salvar un desnivel de 800 metros. Como se trata de una gran masa de agua de velocidad normal, y no de una avenida de montaña, se explica que el álveo del río se quiebre repetidas veces en numerosas y rápidas cascadas, para autorizar de algún modo aquella fuerte cota.

La cuenca del Iguazú es, en efecto, una de las más poderosas fuentes de hulla blanca del mundo entero. Si el Iguazú nace a novecientos metros de altura, sus numerosísimos afluentes cobran origen a mil trescientos metros, para vaciarse en aquél tras un curso relativamente breve. Toda esa vasta cuenca se revuelve, pues, en tumbos de agua, cachuelas, saltos y cataratas, cuya sacudida, propagándose de unos a otros sin solución de continuidad, mantiene, puede decirse, a la zona entera en un sordo e interminable fragor.

La cuenca del Iguazú no es dilatada, pero el régimen de lluvias torrenciales a qué está sometida compensa al exceso su brevedad. Los ciento veinticuatro kilómetros cúbicos de agua que se desploman por año sobre los bosques natales son absorbidos en su mitad por el Iguazú. Y si estamos atentos al desnivel apuntado. comprenderemos que cada caída a plomo de esa inmensidad líquida encierre una formidable energía mecánica.


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3 págs. / 6 minutos / 123 visitas.

Publicado el 14 de noviembre de 2022 por Edu Robsy.

El Simún

Horacio Quiroga


Cuento


En vez de lo que deseaba, me dieron un empleo en el Ministerio de Agricultura. Fui nombrado inspector de las estaciones meteorológicas en los países limítrofes.

Estas estaciones, a cargo del gobierno argentino, aunque ubicadas en territorio extranjero, desempeñan un papel muy importante en el estudio del régimen climatológico. Su inconveniente estriba en que de las tres observaciones normales a hacer en el día, el encargado suele efectuar únicamente dos, y muchas veces, ninguna. Llena luego las observaciones en blanco con temperaturas y presiones de pálpito. Y esto explica por qué en dos estaciones en territorio nacional, a tres leguas distantes, mientras una marcó durante un mes las oscilaciones naturales de una primavera tornadiza, la otra oficina acusó obstinadamente, y para todo el mes, una misma presión atmosférica y una constante dirección del viento.

El caso no es común, claro está, pero por poco que el observador se distraiga cazando mariposas, las observaciones de pálpito son una constante amenaza para las estadísticas de meteorología.

Yo había a mi vez cazado muchas mariposas mientras tuve a mi cargo una estación y por esto acaso el Ministerio halló en mí méritos para vigilar oficinas cuyo mecanismo tan bien conocía. Fui especialmente encomendado de informar sobre una estación instalada en territorio brasileño, al norte del Iguazú. La estación había sido creada un año antes, a pedido de una empresa de maderas. El obraje marchaba bien, según informes suministrados al gobierno; pero era un misterio lo que pasaba en la estación. Para aclararlo fui enviado yo, cazador de mariposas meteorológicas, y quiero creer que por el mismo criterio con que los gobiernos sofocan una vasta huelga, nombrando ministro precisamente a un huelguista.


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Dominio público
11 págs. / 19 minutos / 174 visitas.

Publicado el 24 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Idilio

Horacio Quiroga


Cuento


Samuel era un muchacho a quien sus múltiples conquistas habían dado un nombre en las lides de amor. No tenía oficio: a veces hacía el lisiado, el ciego, cualquier cosa que excitara compasión. Sus triunfos amorosos estaban en relación con su vida; muchachas abandonadas, vendedoras de diarios, ex sirvientas caídas como un trapo en medio de la calle.

De cualquier modo eran triunfos. Y en las tardes de los arrabales, en las noches bajo un cobertizo cualquiera, ponían ellos tanto amor como una pareja bien alimentada y bien dormida.

Su último triunfo fue Lía. Se unieron en una hermosa mañana de primavera, tibia y olorosa. El pedía limosna con los ojos en blanco. Ella que pasaba con sus diarios, conociéndole, le ofreció riendo un ejemplar. El rió a su vez y la abrazó en plena calle, como un conquistador. Tal fue la resistencia de Lía que para rechazarle, hubo de dejar caer los diarios. Mas en pos de breve fatiga, ya estaban unidos ante la santa ara del amor callejero y fácil.

Su seducción asombraba.

—¿Qué haces tú —le preguntaban— para conseguirlas sin más ni más?

—Abrazarlas en la calle —respondía encogiéndose de hombros.

Pobres muchachos que veían caer las frutas, y meditaban en la manera de cogerlas si aún pendieran de los árboles.

Lía desde entonces vivió con Samuel y Samuel fue el hombre de Lía. Se amaban lo suficiente para ayudarse en sus mutuas especulaciones y dormir juntos de noche; eso les bastaba. Él era celoso a ratos y la mortificaba con bajas alusiones. Llegaba hasta pegarle estrujándola sin piedad entre sus brazos de hombre. Pero Lía, a pesar de todo, sentía extraño amor por aquel flaco amante, y entrecerraba los párpados, como a un suave rocío, a esas lágrimas de dolor.


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3 págs. / 6 minutos / 46 visitas.

Publicado el 25 de enero de 2024 por Edu Robsy.

Junto a la Madre Muerta

Horacio Quiroga


Cuento


—Si le parece, vamos un momento a Mompox. Ha muerto la madre de un amigo a quien estimo realmente.

Eran las cuatro de la mañana y nos habíamos detenido momentáneamente en una esquina para separarnos.

—¿Y qué haré yo allí?

—Un rato. Por lo demás, si lo invito a ir es porque estoy seguro de que no habrá torturas para usted.

Las torturas consisten en primer término en las condolencias expresivas a fuerza de antebrazo, y luego las mujeres que han visiblemente llorado y gozan en tales ocasiones de una movilidad extraordinaria. Además Mompox es una calle muy lejana.

—¿Se decide?

Fuimos. En el comedor, paseándose, estaba Gómez. Mi amigo no le palmeó cinco o seis veces los omóplatos ni el otro esperó de mí la más remota sacudida de manos. Después, no había mujeres, o por lo menos no se las veía, lo que es exactamente lo mismo. Apenas cinco o seis hombres sentados en penitencia contra la pared, en el mismo lugar donde hallaron las sillas.

—¿Café? —nos ofreció Gómez.

Habíamos tomado demasiado. Salimos al patio para estar más a gusto, pero el vivo frío nos echó presto y entramos, sin darnos cuenta en la sala, honrada sala de muerte, sin nada anormal, ocupada en medio por la terrible realidad de nuestra madre muerta. Estábamos solos.

—¿Cuándo?... —preguntó mi amigo.

—Esta mañana; estaba muy mal desde un mes atrás.

El rostro acusaba efectivamente gran quebranto sobre su transida vejez.

—Creía que era más joven...

—No; setenta años.

Lo que me ha extrañado, porque no sabía, es el apellido en el aviso...

—Sí; se había casado por segunda vez.

Hubo una larga pausa.

Realmente —insistió mi amigo— a pesar de su edad estaba muy avejentada.


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6 págs. / 10 minutos / 29 visitas.

Publicado el 23 de enero de 2024 por Edu Robsy.

La Ausencia de Mercedes

Horacio Quiroga


Cuento


Hipólito Mercedes, del Ministerio de Hacienda, tenía veintisiete años cuando le aconteció su extraordinaria aventura. Era un muchacho grueso, muy rubio, de ojos irritados y parpadeantes, que usaba lentes porque era miope. Era bastante tímido, sus muslos rechonchos se rozaban hasta la rodilla, como los de las mujeres. Tenía la inteligencia circunscrita, a semejanza de las personas adictas a filosofar, y para colmo se llamaba Mercedes, como una hermana mía.

Era extremadamente pulcro. De modo que no pudo ser más grande la estupefacción de sus compañeros la tarde en que le vieron levantarse de la mesa con un tintero en la mano, vaciarlo en el piso y arrodillarse, frotando concienzudamente las rodillas sobre la tinta. Después volvió a escribir plácidamente. Los oficinistas, sin saber qué pensar, dispusiéronse a gozar el resultado. Indudablemente el pobre Mercedes no se había dado cuenta de lo que había hecho, porque salió en paz, como si en realidad no llevara dos grandes manchas en las rodillas. Al día siguiente hubo quejas, protestas, que agitaron la oficina hasta las dos. Mercedes llegó a proferir palabras bastante groseras, a las que sus compañeros replicaron que cuando se sufre distracciones más bien estúpidas, es inútil acusar a nadie y mucho menos levantar la voz.


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3 págs. / 6 minutos / 81 visitas.

Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

La Madre de Costa

Horacio Quiroga


Cuento


Un hombre casado se debe a su mujer; pero un soltero sin familia, a su dueña de casa.

Abalcázar Costa —en provincias hay siempre nombres raros— vino de la suya con excelentes notas en bachillerato y escaso dinero. Púsose a buscar una casa de huéspedes donde se comiese bien —porque los muchachos que vienen tienen gran apetito— y hubiera tranquilidad.

Hallola en la calle Cevallos, una vieja casa de dos patios, que quedara enclavada entre altísimos muros. Por cierto, no había sol. En verano, y durante dos meses, alcanzaba a insinuarse hasta el marco superior de las puertas, nada más. En invierno, los frisos tenían una línea verde de humedad y en la casa oscura reinaba un vaho de sótano.

Con todo, había tranquilidad, y Costa propúsose aprovecharla, lo que era innegable, y pensó vivir allí mucho tiempo, lo que no lo fue tanto. Se hospedaban en aquélla ocho o diez inquilinos, y regía su destino la dueña de casa, persona repleta de promesas y que vestía siempre de negro, como conviene a una patrona seria y madre de sus hijos.

Costa encantose de ella, pues es cierto que en los primeros tiempos la dueña de casa tuvo con él gracias extraordinarias. No se sabe cómo pudo Costa obtener un mes entero la comida a la hora que él deseaba. Para los demás —y entre ellos, yo— el problema era irresoluble. Acaso, acaso en un tiempo remoto, cuando nos instalamos, nos cupo a nosotros igual dicha; pero la subsecuente mala suerte nos había hecho olvidar de la buena. Lo cierto es que durante un mes, Costa fue servido antes de media hora de sentarse a la mesa, halló siempre azúcar en la azucarera y agua en las jarras, y demás circunstancias felices, propias de una persona afortunada.

Nosotros llamábamos a nuestra solícita madre, doña Josefa; Costa decía misia Josefa, y la trataba con deferencia. El muchacho era muy culto en sus expresiones.


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4 págs. / 7 minutos / 78 visitas.

Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

La Princesa Bizantina

Horacio Quiroga


Cuento


Cábeme la honra de contar la historia del caballero franco Brandimarte de Normandía, flor de la nobleza cristiana y vástago de una gloriosa familia. Su larga vida sin mancha, rota al fin, es tema para un alto ejemplo. Llamábanle a menudo Brandel. Hagamos un silencio sobre el galante episodio de su juventud que motivó este nombre, y que el alma dormida de nuestro caballero disfrute, aun después de nueve siglos, de esa empresa de su corazón.

Tenía por divisa: La espada es el alma, y en su rodela se veía una cabeza de león en cuerpo de hiena (el león, que es valor y fuerza, y la hiena, animal cobarde, pero en cuya sombra los perros enmudecen). Su brazo para el sarraceno infiel fue duro y sin piedad. De un tajo hendía un árbol. No sabía escribir. Hablaba alto y claro. Su inteligencia era tosca y difícil. Hubiera sido un imbécil si no hubiera sido un noble caballero. Partía con toda su alma y honor de rudo campeón, y estuvo en la tercera cruzada, en aquella horda de redentores que cargaban la cruz sobre el pecho.

Adolescente, sirvió el hipocrás en la mesa del barón de la Tour d’Auvergne, nombre glorioso entre todos: túvole el estribo con las dos manos (estribos de calcedonia, ¡ay de mí!) e hizo la corte a la baronesa, puesto que su paje era.

Treinta años tenía cuando llevó a cabo las siguientes hazañas:

En Flandes arrebató la vida a quince villanos que le asaltaron en pleno bosque.

En España aceptó el reto del más esforzado campeón sarraceno y le desarzonó siete veces seguidas, resultas de lo cual obtuvo en posesión admirable doncella, pues el infiel, en su orgullo, insensato, había puesto por premio a quien le venciera la propiedad absoluta de su prometida en amor. El paladín rescatóla mediante diez mil zequíes que Brandimarte llevó consigo a Francia en letras de cambio.


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11 págs. / 19 minutos / 19 visitas.

Publicado el 22 de enero de 2024 por Edu Robsy.

La Señorita Leona

Horacio Quiroga


Cuento


Una vez que el hombre, débil, desnudo y sin garras, hubo dominado a los demás animales por el esfuerzo de su inteligencia, llegó a temer por el destino de su especie.

Había alcanzado ya entonces las más altas cumbres del pensamiento y de la belleza. Pero por bajo de estos triunfos exclusivamente mentales, obtenidos a costa de su naturaleza original, la especie se moría de anemia. Tras esa lucha sin tregua, en que el intelecto había agotado cuanto de dialéctica, sofismas, emboscadas e insidias caben en él, no quedaba al alma humana una gota de sinceridad. Y para devolver a la raza caduca su frescura primordial, los hombres meditaron introducir en la ciudad, criar y educar entre ellos a un ser que les sirviera de viviente ejemplo: un león.

La ciudad de que hablamos estaba naturalmente rodeada de murallas. Y desde lo alto de ellas los hombres miraban con envidia a los animales, de frente en fuga y sangre copiosísima, correr en libertad.

Una diputación fue, pues, al encuentro de los leones y les habló así:

—Hermanos: Nuestra misión es hoy de paz. Óigannos bien y sin temor alguno. Venimos a solicitar de ustedes una joven leona para educarla entre nosotros. Nosotros daremos en rehén un hijo nuestro, que ustedes a su vez criarán. Deseamos criar una joven leona desde sus primeros días. Nosotros la educaremos, y el ejemplo de su fortaleza aprovechará a nuestros hijos. Cuando ambos sean mayores, decidirán libremente de su destino.

Largas horas los leones meditaron con ojos oblicuos ante aquella franqueza inhabitual. Al fin accedieron; y en consecuencia se internaron en el desierto con un hombrecito de tres años que acompañaban con lento paso, mientras los hombres retornaban a la ciudad llevando con exquisito cuidado en brazos a una joven leona, tan joven que esa mañana había abierto las pupilas, y fijaba en los hombres que la cargaban, uno tras otro, la mirada clarísima y vacía de sus azules ojos.


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4 págs. / 8 minutos / 279 visitas.

Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

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