Almas Cándidas
Horacio Quiroga
Cuento
Un matrimonio joven que vivía en el campo tuvo un perro inteligente, grande y bueno. Se llamaba León. Vigilaba la chacra próspera, arreaba los bueyes, era su grande amigo. Mucho le querían; y si a un perro así no se quiere, ¿a quién se va a tener cariño en este mundo? Cuando se enfermó, se miraron sin saber qué hacer. Dormía todo el día, se restregaba horas enteras contra el marco de las puertas. Una mañana Emilio le llamó y no pudo levantarse. Hizo un esfuerzo, alzó la cabeza a todos lados, desorientado, y la dejó caer gimiendo. Lo llevaron en seguida a la cocina.
Aunque viéndole envejecer y acercarse a una muerte injusta para el noble amigo, estuvieron todo el día preocupados. Cuando de noche fueron a verle, estaba peor. Se acostaron callados, uno al lado del otro; no tenían ciertamente ganas de hablar. Después de largo rato de silencio ella le preguntó:
—¿Es difícil curar a los perros, no?
—Difícil.
Todos los fieles recuerdos de León, a la muerte, surgieron entonces, uno tras otro.
A la mañana siguiente León no conocía más. Se estremecía sin cesar, y no pudieron abrirle la boca. En cuclillas a su lado, le miraban sin apartar la vista, esperando verle morir de un momento a otro.
De tarde murió. Esa noche comieron apenas.
—¿Murió a las dos?
—Sí, a las dos y media.
Cuando se pierde un animal así, bueno como pocos, justo es que no se piense sino en él. Mas en lo hondo sentíanse disgustados de sí mismos por haber sido injustos con León. ¿Para qué quererle así si al otro día habrían de tirarle en el monte, como a una cosa que no se quiere más?
De codos sobre la mesa jugaban distraídamente con el cuchillo.
Dos o tres veces ella quiso hablar y se detuvo. Al fin dijo:
—Hay personas que entierran a los perros. Eso es ridículo, yo creo.
Dominio público
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Publicado el 22 de enero de 2024 por Edu Robsy.