Textos más populares este mes de Horacio Quiroga disponibles | pág. 10

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autor: Horacio Quiroga textos disponibles


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Los Desterrados

Horacio Quiroga


Cuento


Misiones, como toda región de frontera, es rica en tipos pintorescos. Suelen serlo extraordinariamente aquellos que, a semejanza de las bolas de billar, han nacido con efecto. Tocan normalmente banda, y emprenden los rumbos más inesperados. Así Juan Brown, que habiendo ido por sólo unas horas a mirar las ruinas, se quedó 25 años allá; el doctor Else, a quien la destilación de naranjas llevó a confundir a su hija con una rata; el químico Rivet, que se extinguió como una lámpara, demasiado repleto de alcohol carburado; y tantos otros que, gracias al efecto, reaccionaron del modo más imprevisto. En los tiempos heroicos del obraje y la yerba mate, el Alto Paraná sirvió de campo de acción a algunos tipos riquísimos de color, dos o tres de los cuales alcanzamos a conocer nosotros, treinta años después.

Figura a la cabeza de aquéllos un bandolero de un desenfado tan grande en cuestión de vidas humanas, que probaba sus winchesters sobre el primer transeúnte. Era correntino, y las costumbres y habla de su patria formaban parte de su carne misma. Se llamaba Sidney Fitz-Patrick, y poseía una cultura superior a la de un egresado de Oxford.

A la misma época pertenece el cacique Pedrito, cuyas indiadas mansas compraron en los obrajes los primeros pantalones. Nadie le había oído a este cacique de faz poco india una palabra en lengua cristiana, hasta el día en que al lado de un hombre que silbaba un aria de La Traviata, el cacique prestó un momento atención, diciendo luego en perfecto castellano:

—La Traviata… Yo asistí a su estreno en Montevideo, el 59…


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9 págs. / 17 minutos / 148 visitas.

Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Cuentos para Novios

Horacio Quiroga


Cuento


¿Qué fue todo, al fin? Un pequeño detalle de la felicidad doméstica; pero cualquiera hubiera creído en una erupción volcánica.

Yo había llegado la tarde anterior a casa de Gaztambide, que vivía entonces en el campo. Esa misma noche, rendido por el viaje a caballo, me acosté muy temprano y me dormí enseguida. Me desperté, no sé a qué hora, y oí que el chico de los Gaztambide lloraba. Volví a dormirme, para despertarme otra vez. El chico lloraba de nuevo, y Gaztambide hablaba en voz alta. Torné a recuperar el sueño, y desperté de nuevo. El chico lloraba, pero el padre no hablaba. En cambio, oí que paseaba por afuera; hacía unos dos grados bajo cero. Esto me llenó de confusión; pero como el sueño de un hombre de mi edad es superior a la meditación de estas rarezas domésticas, torné a dormirme.

De madrugada ya, desperté por última vez.

—Esta buena gente —me dije mientras me vestía con sigilo— debe dormir aún. No hay que despertarlos.

Salí afuera, y lo primero que vi en el corredor fue a Gaztambide, hundido en un sillón de tela, bien envuelto en su plaid.

—¡Diablo! —exclamé deteniéndome a su frente—. ¿No ha dormido?

—No —respondió con una triste mirada al campo blanco de escarcha—. No dormiré nunca más.

—¿El nene…? —pregunté inquieto, recordando.

—No; el nene está sano y bueno… Pregúntele a Celina —concluyó con un movimiento de cabeza.

Abrí la puerta del comedor, y allí estaba Celina acodada a la mesa, visiblemente muerta de frío.

—No es nada —me dijo saliendo conmigo afuera—. Ya lo conocerá usted cuando se case… ¡Julio! —se volvió enternecida a su marido—. ¿Por qué no te acuestas un rato?

—No me acostaré nunca más —repuso él con la misma voz cansada—. Pero tomaría café.


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6 págs. / 12 minutos / 259 visitas.

Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Los Tres Besos

Horacio Quiroga


Cuento


Había una vez un hombre con tanta sed de amar que temía morir sin haber amado bastante. Temía sobre todo morir sin haber conocido uno de esos paraísos de amor, a que se entra una sola vez en la vida por los ojos claros u oscuros de una mujer.

—¿Qué haré de mí —decía— si la hora de la muerte me sobrecoge sin haberlo conseguido? ¿Qué he amado yo hasta ahora? ¿Qué he abrazado? ¿Qué he besado?

Tal temía el hombre; y ésta es la razón por la cual se quejaba al destino de su suerte.

Pero he aquí que mientras tendido en su cama se quejaba, un suave resplandor se proyectó sobre él, y volviéndose vio a un ángel que le hablaba así:

—¿Por qué sufres, hombre? Tus lamentos han llegado hasta el Señor, y he sido enviado a ti para interrogarte. ¿Por qué lloras? ¿Qué deseas?

El hombre miró con vivo asombro a su visitante, que se mantenía tras el respaldo de la cama con las alas plegadas.

—Y tú, ¿quién eres? —preguntó el hombre.

—Ya lo ves —repuso el intruso con dulce gravedad—. Tu ángel de la guarda.

—¡Ah, muy bien! —dijo el hombre, sentándose del todo en la cama—. Yo creía que a mi edad no tenía ya ángel guardián.

—¿Y por qué? —contestó sonriendo el ángel.

Pero el hombre había sonreído también, porque se hallaba a gusto conversando a su edad con un ángel del cielo.

—En efecto —repuso—. ¿Por qué no puedo tener todavía un ángel guardián que vele por mí? Estaría muy contento, mucho, de saberlo —agregó en voz baja y sombría al recordar su aflicción— si no fuera totalmente inútil…

—Nada es inútil cuando se desea y se sufre por ello —replicó el ángel de la guarda—. La prueba la tienes aquí: ¿No has elevado la voz de tu deseo y tu sufrimiento? El Señor te ha oído. Por segunda vez, te pregunto: ¿Qué quieres? ¿Cuál es tu aspiración?


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5 págs. / 9 minutos / 688 visitas.

Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Van-Houten

Horacio Quiroga


Cuento


Lo encontré una siesta de fuego a cien metros de su rancho, calafateando una guabiroba que acababa de concluir.

—Ya ve —me dijo, pasándose el antebrazo mojado por la cara aún más mojada— que hice la canoa. Timbó estacionado, y puede cargar cien arrobas. No es como esa suya, que apenas lo aguanta a usted. Ahora quiero divertirme.

—Cuando don Luis quiere divertirse —apoyó Paolo cambiando el pico por la pala—, hay que dejarlo. El trabajo es para mí entonces; pero yo trabajo a un tanto, y me arreglo solo.

Y prosiguió paleando el cascote de la cantera, desnudo desde la cintura hasta la cabeza, como su socio Van-Houten.

Tenía éste por asociado a Paolo, sujeto de hombros y brazos de gorila, cuya única preocupación había sido y era no trabajar nunca a las órdenes de nadie, y ni siquiera por día. Percibía tanto por metro de losas de laja entregadas, y aquí concluían sus deberes y privilegios. Preciábase de ello en toda ocasión, al punto de que parecía haber ajustado la norma moral de su vida a esta independencia de su trabajo. Tenía por hábito particular, cuando regresaba los sábados de noche del pueblo, solo y a pie como siempre, hacer sus cuentas en voz alta por el camino.

Van-Houten, su socio, era belga, flamenco de origen, y se le llamaba, alguna vez Lo-que-queda-de-Van-Houten, en razón de que le faltaba un ojo, una oreja, y tres dedos de la mano derecha. Tenía la cuenca entera de su ojo vacío quemado en azul por la pólvora. En el resto era un hombre bajo y muy robusto, con barba roja e hirsuta. El pelo, de fuego también, caíale sobre una frente muy estrecha en mechones constantemente sudados. Cedía de hombro a hombro al caminar y era sobre todo muy feo, a lo Verlaine, de quien compartía casi la patria, pues Van-Houten había nacido en Charleroi.


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9 págs. / 17 minutos / 229 visitas.

Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

La Llama

Horacio Quiroga


Cuento


«Ha fallecido ayer, a los ochenta y seis años, la duquesa de La Tour-Sedan. La enfermedad de la ilustre anciana, sumida en sueño cataléptico desde 1842, ha constituido uno de los más extraños casos que registra la patología nerviosa».

El viejo violinista, al leer la noticia en Le Gaulois, me pasó el diario sin decir una palabra y quedó largo rato pensativo.

—¿La conocía usted? —le pregunté.

—¿Conocerla? —me respondió—. ¡Oh, no! Pero…

Fue a su escritorio, y volvió a mi lado con un retrato que contempló mudo un largo instante.

La criatura retratada era realmente hermosa. Llevaba el pelo apartado sobre las sienes, en dos secos golpes, como si la mano acabara de despejar bruscamente la frente. Pero lo admirable de aquel rostro eran los ojos. Su mirada tenía una profundidad y una tristeza extraordinarias, que la cabeza, un poco echada atrás, no hacía sino realzar.

—¿Es hija… o nieta de esta señora que ha muerto? —le pregunté.

—Es ella misma —repuso en voz baja—. He visto el daguerrotipo original… y en una ocasión única en mi vida —concluyó en voz más baja aún.

Quedó de nuevo pensativo, y al fin levantó los ojos a mí.

—Yo soy viejo ya —me dijo— y me voy… No he hecho en mi vida lo que he querido, pero no me quejo. Usted, que es muy joven y cree sentirse músico —y estoy seguro de que lo es— merece conocer esta ocasión de que le he hablado… Óigame:


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9 págs. / 16 minutos / 335 visitas.

Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

La Voluntad

Horacio Quiroga


Cuento


Yo conocí una vez a un hombre que valía más que su obra. Emerson anota que esto es bastante común en los individuos de carácter. Lo que hizo mi hombre, aquello que él consideraba su obra definitiva, no valía cinco centavos; pero el resto, el material y los medios para obtener eso fácilmente no lo volverá a hacer nadie.

Los protagonistas son un hombre y su mujer. Pero intervienen un caballo, en primer término; un maestro de escuela rural; un palacio encantado en el bosque, y mi propia persona, como lazo de unión.

Hela aquí, la historia.

Hace seis años —a mediados de 1913— llegó hasta casa, en el monte de Misiones, un sujeto joven y rubio, alto y extremadamente flaco. Tipo eslavo, sin confusión posible. Hacía posiblemente mucho tiempo que no se afeitaba; pero como no tenía casi pelo en la cara, toda su barba consistía en una estrecha y corta pelusa en el mentón —una barbicha, en fin—. Iba vestido de trabajo; botas y pantalón rojizo, de género de maletas, con un vasto desgarrón cosido a largas puntadas por mano de hombre. Su camisa blanca tenía rasgaduras semejantes, pero sin coser.

Ahora bien: nunca he visto un avance más firme —altanero casi— que el de aquel sujeto por entre los naranjos de casa. Venía a comprarme un papel sellado de diez pesos que yo había adquirido para una solicitud de tierra, y que no llegué a usar.


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6 págs. / 11 minutos / 139 visitas.

Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Retrato

Horacio Quiroga


Cuento


La noche estaba oscura y sofocante. A pesar de los ventiladores el salón del París abrasaba y, dejando que la señorita del piano prosiguiera sus valses, salimos con Kelvin a la toldilla de popa. No había viento, pero la marcha del buque traía de proa bocanadas de aire. Muy lejos, al Oeste, el destello de Buenos Aires aclaraba el cielo, y de vez en cuando los arcos de la dársena fosforescían aún a flor de agua.

Nos recostamos en la borda. Sin quitar el mentón de la mano, veíamos ahogarse uno a uno los puntos eléctricos. El resplandor lechoso del horizonte se iba hundiendo lentamente, y a la izquierda, en semicírculo, el cielo iluminado de Quilmes y de La Plata se apagaba también.

Había en ese paisaje nocturno vasto teatro de ausencia, fuera de la melancolía inherente al abandono de un lugar cualquiera, que por ese solo hecho, nos parece ha interesado mucho nuestra vida. Pero cuando se ha charlado dos horas sobre disociación de la materia, y se ha pensado un rato en el actual concepto del éter: un sólido sin densidad ni peso alguno; después de ese desvarío mental, los paisajes poéticos adquieren rara fisonomía.

En efecto, yo leía entonces el curioso libro de Le Bon La evolución de la materia. Había visto en él cosas tan peregrinas como la antedicha definición del éter, y el constante aniquilamiento de la materia que se desmenuza sin cesar con tan espantosa violencia, que sus partículas se proyectan en el espacio con una velocidad de cien mil kilómetros por segundo. Y muchas cosas más.

Le Bon prueba allí, o pretende probar, que la incesante desmaterialización del radio es general a todos los cuerpos. De donde, millón de siglos más o menos, la materia volverá a la nada de que ha salido.


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Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Invitado

Horacio Quiroga


Cuento


Tras aquel accidente de automóvil que me costó el uso de dos dedos, sufrí en el curso de la infección una carga de toxinas tan extrahumanas, por decirlo así, que las alucinaciones a que dieron lugar no tienen parangón con las de no importa qué delirio terrenal.

Por fuera, era la calma perfecta; pero en el fondo del ser humano yacente y tranquilo, la psiquis envenenada batía tan convulsivamente las alas, que los inauditos tumbos que hemos dado juntos, la psiquis y yo, sólo mi médico pudo valorarlos cuando a la mañana siguiente le expresé mi angustia.

—No es nada —me dijo el galeno, hombre más inteligente que yo—. Eso se paga.

—¿Qué «eso»?

—Su facultad de entrever regiones anormales cuando escribe. Esa facultad no la posee usted gratis, y tiene que pagarla.

¡Al diablo con el médico!

Puede que tenga razón, a pesar de todo. Si la tiene, acaso sea él el único que comprenda lo que contaré dentro de un instante. Si ha errado, en cambio, una vez más, cargaré el relato en cuenta de las no aún bien estudiadas toxinas A, B, C, Y y Z, que a modo de las vitaminas en otro orden, rigen, exaltan, confunden o aniquilan las secreciones mentales.

La situación en que nos hallamos hoy mi mujer y yo tiene su origen en un incidente trivial, el más nimio de los que cercan día y noche a un hombre que escribe para el público: el pedido de un libro suyo.

Por naturaleza soy reacio a ofrecer libros míos. Creo entender que es la vanidad, más que el deseo de leernos, la determinante de tales petitorios. Por esto presté oído de mercader a la hija de un amigo mío la vez que me pidió un libro para un señor Fersen, capaz como pocos, según afirmó, de comprender mis historietas más «anormales».


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Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Alcohol

Horacio Quiroga


Cuento


Un hombre honrado puede mantenerse tal entre pillos, y a un cuerdo le es posible desempeñar entre locos un papel bastante agraciado. Pero el hombre que se halla ineludiblemente entre borrachos deberá inmediatamente sumergir su cabeza en el alcohol, por poco que su propio interés le inspire respeto.

—Esta máxima es vulgar —dijo el hombre que hablaba con nosotros— pero profunda. Su transgresión ha costado algunos tronos y no pocas cabezas. Otros han perdido su novia, y es una aventura de éstas la que traído al recuerdo aquella sentencia. Ustedes verán cómo.

Hace algunos años, la casualidad, o sea serie de circunstancias anodinas que reúnen alrededor de una mesa de bar a cinco o seis individuos que esa mañana no se conocían, quiso que yo me hallara en esa situación en un nine o’clock rhum del Boston, con cuatro compañeros a la mesa, y tres japoneses enfrente, hundidos en los divanes, que nos observaban en silencio con sus ojillos entornados.

Los divanes del Boston, ustedes lo saben, se prestan a estas irónicas meditaciones.


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Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Cacería de la Víbora de Cascabel

Horacio Quiroga


Cuento infantil


Chiquitos:

¿Se acuerdan ustedes de la extraña cartera de bosillo que tenía aquel amigo ciego que vino una noche de tormenta a visitarme, acompañado de un agente de polícia? Era de víbora de cascabel. ¿Y saben por qué el hombre estaba ciego? Por haber sido mordido por esa misma víbora.

Así es, chiquitos. La víboras todas causan baño, y llegan a matar al hombre que muerden. Tienen dos glándulas de veneno que comunican con sus dos colmillos. Estos dientes son huecos, o, mejor dicho, poseen un fino canal por dentro, exactamente como las agujas para dar inyecciones. Y como esas mismas agujas, los dientes de la víbora de cascabel están cortados en chanfle o bisel, como los pitos de vigilante y los escoplos de carpintero.

Cuando las víboras hincan los dientes, aprietan al mismo tiempo las glándulas, y el veneno corre entonces por los canales y penetra en la carne. En dos palabras: dan una inyección de veneno. Por esto, cuando las víboras son grandes y sus colmillos, por lo tanto, larguísimos, inyectan tan profundamente que llegan a matar a cuanto ser muerden.

La víbora más venenosa que nosotros tenemos en la Argentina es la de cascabel. Es aún más venenosa que la yarará o víbora de la cruz. Cuando no alcanza a matar, ocasiona enfermedades muy largas, a veces parálisis por toda la vida. A veces deja ciego. Y esto le pasó a mi amigo de la cartera, quien no tuvo otro consuelo que transformar la piel de su enemiga en un lindo forro.


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4 págs. / 8 minutos / 97 visitas.

Publicado el 22 de enero de 2024 por Edu Robsy.

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