Textos más populares este mes de Horacio Quiroga disponibles | pág. 9

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autor: Horacio Quiroga textos disponibles


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Cacería de la Víbora de Cascabel

Horacio Quiroga


Cuento infantil


Chiquitos:

¿Se acuerdan ustedes de la extraña cartera de bosillo que tenía aquel amigo ciego que vino una noche de tormenta a visitarme, acompañado de un agente de polícia? Era de víbora de cascabel. ¿Y saben por qué el hombre estaba ciego? Por haber sido mordido por esa misma víbora.

Así es, chiquitos. La víboras todas causan baño, y llegan a matar al hombre que muerden. Tienen dos glándulas de veneno que comunican con sus dos colmillos. Estos dientes son huecos, o, mejor dicho, poseen un fino canal por dentro, exactamente como las agujas para dar inyecciones. Y como esas mismas agujas, los dientes de la víbora de cascabel están cortados en chanfle o bisel, como los pitos de vigilante y los escoplos de carpintero.

Cuando las víboras hincan los dientes, aprietan al mismo tiempo las glándulas, y el veneno corre entonces por los canales y penetra en la carne. En dos palabras: dan una inyección de veneno. Por esto, cuando las víboras son grandes y sus colmillos, por lo tanto, larguísimos, inyectan tan profundamente que llegan a matar a cuanto ser muerden.

La víbora más venenosa que nosotros tenemos en la Argentina es la de cascabel. Es aún más venenosa que la yarará o víbora de la cruz. Cuando no alcanza a matar, ocasiona enfermedades muy largas, a veces parálisis por toda la vida. A veces deja ciego. Y esto le pasó a mi amigo de la cartera, quien no tuvo otro consuelo que transformar la piel de su enemiga en un lindo forro.


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4 págs. / 8 minutos / 55 visitas.

Publicado el 22 de enero de 2024 por Edu Robsy.

Cacería del Yacaré

Horacio Quiroga


Cuento infantil


Chiquitos:

Los dos perros de caza que yo tenía, no existen más. Uno lo perdí hace ya una semana en un combate con una víbora de la cruz; el otro fue triturado ayer por un inmenso yacaré.

¡Y qué perros eran, chiquitos míos ! ¡Ustedes no hubieran dado cinco centavos por ellos: tan flacos y llenos de cicatrices estaban. Mis pobres perros no se parecían a esos lanudos perros grises de policía que ustedes ven allí, juguetones y reventando de grasa, ni a esos leonados perros ovejeros, que peinan con el pelo partido al medio. Los míos eran perros de monte, sin familia conocida, ni padres muchas veces conocidos tampoco. Pero como perros de caza, bravos, resistentes y tenaces para correr, no tenían iguales.

Fíjense bien en esto: el instinto de cazar en los animales, y el perro entre ellos, es una cuestión de hambre. Cuanta más hambre tienen más se les aguza el olfato, y mayor es su tenacidad para perseguir a su presa. Un perro gordo, con el vientre bien hinchado, prefiere dormir la siesta en un felpudo a correr horas enteras tras tigre.

Los animales, como los hombres, hijos míos, son más activos cuando tienen hambre.

Bueno. Perdí mis perros, y si no pude vengar el primero, pues era de noche y estábamos en un pajonal, tuve en cambio el gusto de crucificar —como ustedes lo oyen— al yacaré que me devoró el segundo.

La historia pasó de este modo:

Ayer, al entrar el sol, estaba acampado a la orilla del río Bermejo, en el territorio del Chaco, cuando vi pasar, muy alto, una bandada de garzas blancas. Las seguí con la vista, pensando en el gusto con que habría bajado de un tiro dos o tres, para enviarles las largas plumas del lomo, o «aigrettes», como las llaman en las casas de modas.


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Dominio público
4 págs. / 8 minutos / 37 visitas.

Publicado el 22 de enero de 2024 por Edu Robsy.

Gloria Tropical

Horacio Quiroga


Cuento


Un amigo mío se fue a Fernando Poo y volvió a los cinco meses, casi muerto.

Cuando aún titubeaba en emprender la aventura, un viajero comercial, encanecido de fiebres y contrabandos coloniales, le dijo:

—¿Piensa usted entonces en ir a Fernando Poo? Si va, no vuelve, se lo aseguro.

—¿Por qué? —objetó mi amigo—. ¿Por el paludismo? Usted ha vuelto, sin embargo. Y yo soy americano.

A lo que el otro respondió:

—Primero, si yo no he muerto allá, sólo Dios sabe por qué, pues no faltó mucho. Segundo, el que usted sea americano no supone gran cosa como preventivo. He visto en la cuenca del Níger varios brasileños de Manaos, y en Fernando Poo infinidad de antillanos, todos muriéndose. No se juega con el Níger. Usted, que es joven, juicioso y de temperamento tranquilo, lleva bastantes probabilidades de no naufragar enseguida. Un consejo: no cometa desarreglos ni excesos de ninguna especie; ¡usted me entiende! Y ahora, felicidad.

Hubo también un arboricultor que miró a mi amigo con ojillos húmedos de enternecimiento.

—¡Cómo lo envidio, amigo! ¡Qué dicha la suya en aquel esplendor de naturaleza! ¿Sabe usted que allá los duraznos prenden de gajo? ¿Y los damascos? ¿Y los guayabos? Y aquí, enloqueciéndonos de cuidados… ¿Sabe que las hojas caídas de los naranjos brotan, echan raíces? ¡Ah, mi amigo! Si usted tuviera gusto para plantar allí…

—Parece que el paludismo no me dejará mucho tiempo —objetó tranquilamente mi amigo, que en realidad amaba mucho sembrar.

—¡Qué paludismo! ¡Eso no es nada! Una buena plantación de quina y todo está concluido… ¿Usted sabe cuánto necesita allá para brotar un poroto…?


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5 págs. / 9 minutos / 126 visitas.

Publicado el 24 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Miss Dorothy Phillips, mi Esposa

Horacio Quiroga


Cuento


Yo pertenezco al grupo de los pobres diablos que salen noche a noche del cinematógrafo enamorados de una estrella. Me llamo Guillermo Grant, tengo treinta y un años, soy alto, delgado y trigueño, como cuadra, a efectos de la exportación, a un americano del sur. Estoy apenas en regular posición, y gozo de buena salud.

Voy pasando la vida sin quejarme demasiado, muy poco descontento de la suerte, sobre todo cuando he podido mirar de frente un par de hermosos ojos todo el tiempo que he deseado.

Hay hombres, mucho más respetables que yo desde luego, que si algo reprochan a la vida es no haberles dado tiempo para redondear un hermoso pensamiento. Son personas de vasta responsabilidad moral ante ellos mismos, en quienes no cabe, ni en posesión ni en comprensión, la frivolidad de mis treinta y un años de existencia. Yo no he dejado, sin embargo, de tener amarguras, aspiracioncitas, y por mi cabeza ha pasado una que otra vez algún pensamiento. Pero en ningún instante la angustia y el ansia han turbado mis horas como al sentir detenidos en mí dos ojos de gran belleza.

Es una verdad clásica que no hay hermosura completa si los ojos no son el primer rasgo bello del semblante. Por mi parte, si yo fuera dictador decretaría la muerte de toda mujer que presumiera de hermosa, teniendo los ojos feos. Hay derecho para hacer saltar una sociedad de abajo arriba, y el mismo derecho —pero al revés— para aplastarla de arriba abajo. Hay derecho para muchísimas cosas. Pero para lo que no hay derecho, ni lo habrá nunca es para usurpar el título de belleza cuando la dama tiene los ojos de ratón. No importa que la boca, la nariz, el corte de cara sean admirables. Faltan los ojos, que son todo.


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30 págs. / 53 minutos / 104 visitas.

Publicado el 24 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Pasado Amor

Horacio Quiroga


Novela corta


I

Lo que menos esperaban Aureliana y sus hijas, en aquel mediodía de mayo, era ver detenerse ante el portón al break que llegaba del puerto, y descender de él a su patrón Morán. Las chicas corrieron de un lado para otro, gritando todas la misma cosa a su madre, que a su vez se hallaba bastante aturdida; de modo que cuando acudían todas presurosas al molinete, ya Morán lo había transpuesto y se dirigía a ellas con aquella clara y franca sonrisa que constituía su atractivo mayor.

— El patrón... ¡qué bueno! —exclamaba Aureliana por único, tímido y cariñosísimo comentario.

— Pensé escribirle —dijo Morán— avisándole que llegaría de un momento a otro, pero ni aun a último momento estaba seguro de que vendría... ¿Y por aquí, Aureliana? ¿Sin novedad?

— Ninguna, señor. Las hormigas, solamente...

— Ya hablaremos de eso más tarde. Ahora aprónteme el baño. Nada más.

— ¿Pero no va a comer, señor? No tenemos nada; pero Ester puede ir de una corrida al boliche...

— No, gracias. Café solamente, en todo caso.

— Es que no tenemos café.

— Mate, entonces. No se preocupe Aureliana.

Y con un breve silbido a una de las chicas, silbido cuya brusquedad atemperaba la amistad de los ojos, Morán indicó su valija de mano que había quedado sobre el molinete, y esperó a que Aureliana volviera con las llaves del chalet.

Hacía dos años que faltaba de allí. Desde la curva ascendente del camino, su casita de piedras quemadas, su taller y el mismo rojo vivo de la arena, habíanle impresionado mal. De espaldas a la puerta descascarada por dos años de sol, la impresión se afirmaba hasta oprimirle casi de soledad, bajo el gran cielo crudo y silencioso que lo circundaba. Un mediodía de Misiones vierte demasiada luz sobre el paisaje para que éste pueda adquirir un color definido.

Aureliana y las llaves llegaban por fin.


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71 págs. / 2 horas, 5 minutos / 1.154 visitas.

Publicado el 27 de julio de 2016 por Edu Robsy.

Historia de dos cachorros de coatí y de dos cachorros de hombre

Horacio Quiroga


Cuento, Cuento infantil


Había una vez un coatí que tenía tres hijos. Vivían en el monte comiendo frutas, raíces y huevos de pajaritos. Cuando estaban arriba de los árboles y sentían un gran ruido, se tiraban al suela de cabeza y salían corriendo con la cola levantada.

Una vez que los coaticitos fueron un poco grandes, su madre los reunió un día arriba de un naranjo y les habló así:

—Coaticitos: ustedes son bastante grandes para buscarse la comida solos. Deben aprenderlo, porque cuando sean viejos andarán siempre solos, como todos los coatís. El mayor de ustedes, que es muy amigo de cazar cascarudos, puede encontrarlos entre los palos podridos, porque allí hay muchos cascarudos y cucarachas. El segundo, que es gran comedor de frutas, puede encontrarlas en este naranjal; hasta diciembre habrá naranjas. El tercero, que no quiere comer sino huevos de pájaros, puede ir a todas partes, porque en todas partes hay nidos de pájaros. Pero que no vaya nunca a buscar nidos al campo, porque es peligroso.

"Coaticitos hay una sola cosa a la cual deben tener gran miedo. Son los perros.

Yo peleé una vez con ellos, y sé lo que les digo; por eso tengo un diente roto.

Detrás de los perros vienen siempre los hombres con un gran ruido, que mata.

Cuando oigan cerca este ruido, tírense de cabeza al suelo, por alto que sea el árbol. Si no lo hacen así, los matarán con seguridad de un tiro".

Así habló la madre. Todos se bajaron entonces y se separaron, caminando de derecha a izquierda y de izquierda a derecha, como si hubieran perdido algo, porque así caminan los coatís.


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Dominio público
7 págs. / 12 minutos / 725 visitas.

Publicado el 28 de julio de 2016 por Edu Robsy.

Un Chantaje

Horacio Quiroga


Cuento


El diario iba tan mal que una mañana sus propietarios se reunieron en consejo, a fin de poner término a aquello. Los dueños eran también sus redactores, cosa bastante rara: cuatro muchachos sin rastros de escrúpulos, que habían obtenido a fuerza de elocuencia un capital de cien mil pesos, ahora en riesgo inminente de desaparecer.

La deuda —había pagarés de por medio— los inquietaba suficientemente. A pesar de esto no hallaron esa mañana nada que pudiera salvarlos, agotados ya como estaban los pequeños recursos lucrativos que ofrece un diario cuando sus redactores se deciden a ello. Resolvieron, sin embargo, sostenerse quince días más, mientras se buscaba desesperadamente de dónde asirse. Y de este modo, una mañana de ésas se presentó a la dirección un hombrecito cetrino, muy flaco, lentes con guarnición de acero y ropa negra, bastante sucia; pero muy consciente de sí todo él.

—Tengo una idea para levantar un diario; deseo venderla.

Los muchachos, muy sorprendidos, miraron atentamente al sujeto.

—¿Una idea?

—Sí, señor; una idea.

—¿Utilizable enseguida?

—Hoy mismo; mañana se obtendrá el resultado.

—¿Qué resultado?

—Cien mil pesos, fácilmente.

Esta vez los ocho ojos se clavaron en el hombrecito. Éste, después de mirarlos a su vez tranquilamente, púsose a observar los mapas que colgaban de las paredes, como si se tratara de todo el mundo menos de él.

—En fin, si nos quisiera indicar…

—Con mucho gusto. Solamente desearía antes un pequeño contrato.

—¿Contrato?…

—Sí, señor. Ustedes se comprometerían a no utilizar mi idea, si no les conviniera.

—¿Y si nos conviene?

—Mil pesos.


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Dominio público
3 págs. / 5 minutos / 65 visitas.

Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Galpón

Horacio Quiroga


Cuento


Si se debiera juzgar del valor de los sentimientos por su intensidad, ninguno tan rico como el miedo. El amor y la cólera, profundamente trastornantes, no tienen ni con mucho la facultad absorbente de aquél, siendo éste por naturaleza el más íntimo y vital, pues es el que mejor defiende la vida. Instinto, lógica, intuición, todo se sublima de golpe. El frío medular, la angustia relajadora hasta convertir en pasta inerte nuestros músculos, lo horrible inminente, nos dicen únicamente que tenemos miedo, miedo; esto solo basta. Por otro lado, su reacción, cuando felizmente llega, es el mayor estimulante de energía física que se conozca. Un amante desesperado o un hombre ardiendo en ira forzarán al cuerpo humano a que entregue su último átomo de fuerza; pero a todos consta que si a aquéllos el paroxismo de su pasión es capaz de hacerles correr cien metros en diez segundos, el simple miedo les hará correr ciento diez.

Estas conclusiones habían sido sacadas por Carassale de charla al respecto y éramos cuatro en un café de estación: el deductor; Fernández, muchacho de cara maculada con opalinas cicatrices de granos y gruesa nariz, cuyos ojos muy juntos brillaban como cuentas en la raíz de aquélla; Estradé, estudiante de ingeniería casi siempre, y gran jugador de carreras cuando no sabía qué hacer, y yo.

Fernández conoce poco a Carassale. He dado a la consideración de éste un tono dogmático —forzado por razones de brevedad— de que está muy lejos el discreto amigo. Aun así, Fernández lo miró con juvenil y alegre impertinencia.

—¿Usted es miedoso? —preguntole.

—Creo que no, no mucho; a veces, de nada, pero otras, sí.

—¿Pero miedo, no?

—Sí, miedo.


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3 págs. / 5 minutos / 103 visitas.

Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

La Vida Intensa

Horacio Quiroga


Cuento


Cuando Julio Shaw creyó haber llegado a odiar definitivamente la vida de ciudad, decidiose a ir al campo, mas casado. Como no tenía aún novia, la empresa era arriesgada, dado que el 98 por ciento de mujercitas, admirables en todo sentido en Buenos Aires, fracasarían lamentablemente en el bosque. La vida de allá, seductora cuando se la precipita sin perspectiva en una noche de entusiasta charla urbana, quiebra en dos días a una muñeca de garden party. La poesía de la vida libre es mucho más ejecutiva que contemplativa, y en los crepúsculos suele haber lluvias tristísima, y mosquitos, claro está.

Shaw halló al fin lo que pretendía, en una personita de dieciocho años, bucles de oro, sana y con briosa energía de muchacha enamorada. Creyó deber suyo iniciar a su novia en todos los quebrantos de la escapatoria: la soledad, el aburrimiento, el calor, las víboras. Ella lo escuchaba, los ojos húmedos de entusiasmo —«¡Qué es eso, mi amor, a tu lado!»—. Shaw creía lo mismo, porque en el fondo sus advertencias de peligro no eran sino pruebas de más calurosa esperanza de éxito.

Durante seis meses anticipose ella tal suma de felicidad en proyectos de lo que harían cuando estuvieran allá, que ya lo sabía todo, desde la hora y minutos justos en que él dejaría su trabajo, hasta el número de pollitos que habría a los cuatro meses, a los cinco y a los seis. Esto incumbiría a ella, por cierto, y la aritmética femenina hacía al respecto cálculos desconcertantes que él aceptaba siempre sin pestañear.

Casáronse y se fueron a una colonia de Hohenlau, en el Paraguay. Shaw, que ya conocía aquello, había comprado algunos lotes sobre el Capibary. La región es admirable; el arroyo helado, la habitual falta de viento, el sol y los perfumes crepusculares, fustigaron la alegría del joven matrimonio.


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3 págs. / 6 minutos / 321 visitas.

Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

La Mancha Hiptálmica

Horacio Quiroga


Cuento


—¿Qué tiene esa pared?

Levanté también la vista y miré. No había nada. La pared estaba lisa, fría y totalmente blanca. Sólo arriba, cerca del techo, estaba oscurecida por falta de luz.

Otro a su vez alzó los ojos y los mantuvo un momento inmóviles y bien abiertos, como cuando se desea decir algo que no se acierta a expresar.

—¿P... pared? —formuló al rato.

Esto sí; torpeza y sonambulismo de las ideas, cuánto es posible.

—No es nada—contesté—. Es la mancha hiptálmica.

—¿Mancha?

—... hiptálmica. La mancha hiptálmica. Éste es mi dormitorio. Mi mujer dormía de aquel lado... ¡Qué dolor de cabeza!... Bueno. Estábamos casados desde hacía siete meses y anteayer murió. ¿No es esto?... Es la mancha hiptálmica. Una noche mi mujer se despertó sobresaltada.

—¿Qué dices? —le pregunté inquieto.

—¡Qué sueño más raro! —me respondió, angustiada aún.

—¿Qué era?

—No sé, tampoco... Sé que era un drama; un asunto de drama... Una cosa oscura y honda... ¡Qué lástima!

—¡Trata de acordarte, por Dios!—la insté, vivamente interesado. Ustedes me conocen como hombre de teatro...

Mi mujer hizo un esfuerzo.

—No puedo... No me acuerdo más que del título: La mancha tele... hita... ¡hiptálmica! Y la cara atada con un pañuelo blanco.

—¿Qué? ...

—Un pañuelo blanco en la cara... La mancha hiptálmica —¡Raro! —murmuré, sin detenerme un segundo más a pensar en aquello.

Pero días después mi mujer salió una mañana del dormitorio con la cara atada. Apenas la vi, recordé bruscamente y vi en sus ojos que ella también se había acordado. Ambos soltamos la carcajada.

—¡Si... sí! —se reia—. En cuanto me puse el pañuelo, me acordé...

—¿Un diente? ..

—No sé; creo que sí...


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2 págs. / 4 minutos / 2.267 visitas.

Publicado el 27 de julio de 2016 por Edu Robsy.

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