Textos más populares esta semana de Horacio Quiroga disponibles | pág. 6

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autor: Horacio Quiroga textos disponibles


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Van-Houten

Horacio Quiroga


Cuento


Lo encontré una siesta de fuego a cien metros de su rancho, calafateando una guabiroba que acababa de concluir.

—Ya ve —me dijo, pasándose el antebrazo mojado por la cara aún más mojada— que hice la canoa. Timbó estacionado, y puede cargar cien arrobas. No es como esa suya, que apenas lo aguanta a usted. Ahora quiero divertirme.

—Cuando don Luis quiere divertirse —apoyó Paolo cambiando el pico por la pala—, hay que dejarlo. El trabajo es para mí entonces; pero yo trabajo a un tanto, y me arreglo solo.

Y prosiguió paleando el cascote de la cantera, desnudo desde la cintura hasta la cabeza, como su socio Van-Houten.

Tenía éste por asociado a Paolo, sujeto de hombros y brazos de gorila, cuya única preocupación había sido y era no trabajar nunca a las órdenes de nadie, y ni siquiera por día. Percibía tanto por metro de losas de laja entregadas, y aquí concluían sus deberes y privilegios. Preciábase de ello en toda ocasión, al punto de que parecía haber ajustado la norma moral de su vida a esta independencia de su trabajo. Tenía por hábito particular, cuando regresaba los sábados de noche del pueblo, solo y a pie como siempre, hacer sus cuentas en voz alta por el camino.

Van-Houten, su socio, era belga, flamenco de origen, y se le llamaba, alguna vez Lo-que-queda-de-Van-Houten, en razón de que le faltaba un ojo, una oreja, y tres dedos de la mano derecha. Tenía la cuenca entera de su ojo vacío quemado en azul por la pólvora. En el resto era un hombre bajo y muy robusto, con barba roja e hirsuta. El pelo, de fuego también, caíale sobre una frente muy estrecha en mechones constantemente sudados. Cedía de hombro a hombro al caminar y era sobre todo muy feo, a lo Verlaine, de quien compartía casi la patria, pues Van-Houten había nacido en Charleroi.


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9 págs. / 17 minutos / 214 visitas.

Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Agutí y el Ciervo

Horacio Quiroga


Cuento


El amor a la caza es tal vez la pasión que más liga al hombre moderno con su remoto pasado. En la infancia es, sobre todo, cuando se manifiesta más ciego este anhelo de acechar, perseguir y matar a los pájaros, crueldad que sorprende en criaturas de corazón de oro. Con los años, esta pasión se aduerme; pero basta a veces una ligera circunstancia para que ella resurja con violencia extraordinaria.

Yo sufrí una de estas crisis hace tres años, cuando hacía ya diez años que no cazaba.

Una madrugada de verano fui arrancado del estudio de mis plantas por el aullido de una jauría de perros de caza que atronaban el monte, muy cerca de casa. Mi tentación fue grande, pues yo sabía que los perros de monte no aúllan sino cuando han visto ya a la bestia que persiguen al rastro.

Durante largo rato, logré contenerme. Al fin no pude más y, machete en mano, me lancé tras el latir de la jauría.

En un instante estuve al lado de los perros, que trataban en vano de trepar a un árbol. Dicho árbol tenía un hueco que ascendía hasta las primeras ramas y, aquí dentro, se había refugiado un animal.

Durante una hora busqué en vano cómo alcanzar a la bestia, que gruñía con violencia. Al fin distinguí una grieta en el tronco, por donde vi una piel áspera y cerdosa. Enloquecido por el ansia de la caza y el ladrar sostenido de los perros, que parecían animarme, hundí por dos veces el machete dentro del árbol.

Volví a casa profundamente disgustado de mí mismo. En el instante de matar a la bestia roncante, yo sabía que no se trataba de un jabalí ni cosa parecida. Era un agutí, el animal más inofensivo de toda la creación. Pero, como hemos dicho, yo estaba enloquecido por el ansia de la caza, como los cazadores.


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2 págs. / 4 minutos / 206 visitas.

Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Tres Cartas y un Pie

Horacio Quiroga


Cuento


«Señor:

»Me permito enviarle estas líneas, por si usted tiene la amabilidad de publicarlas con su nombre. Le hago este pedido porque me informan de que no las admitirían en un periódico, firmadas por mí. Si le parece, puede dar a mis impresiones un estilo masculino, con lo que tal vez ganarían.

* * *

»Mis obligaciones me imponen tomar dos veces por día el tranvía, y hace cinco años que hago el mismo recorrido. A veces, de vuelta, regreso con algunas compañeras, pero de ida voy siempre sola. Tengo veinte años, soy alta, no flaca y nada trigueña. Tengo la boca un poco grande, y poco pálida. No creo tener los ojos pequeños. Este conjunto, en apreciaciones negativas, como usted ve, me basta, sin embargo, para juzgar a muchos hombres, tantos que me atrevería a decir a todos.

»Usted sabe también que es costumbre en ustedes, al disponerse a subir al tranvía, echar una ojeada hacia adentro por las ventanillas. Ven así todas las caras (las de mujeres, por supuesto, porque son las únicas que les interesan). Después suben y se sientan.

»Pues bien; desde que el hombre desciende de la vereda, se acerca al coche y mira adentro, yo sé perfectamente, sin equivocarme jamás, qué clase de hombre es. Sé si es serio, o si quiere aprovechar bien los diez centavos, efectuando de paso una rápida conquista. Conozco enseguida a los que quieren ir cómodos, y nada más, y a los que prefieren la incomodidad al lado de una chica.

»Y cuando el asiento a mi lado está vacío, desde esa mirada por la ventanilla sé ya perfectamente cuáles son los indiferentes que se sentarán en cualquier lado; cuáles los interesados (a medias) que después de sentarse volverán la cabeza a medirnos tranquilamente; y cuáles los audaces, por fin, que dejarán en blanco siete asientos libres para ir a buscar la incomodidad a mi lado, allá en el fondo del coche.


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3 págs. / 6 minutos / 175 visitas.

Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Polea Loca

Horacio Quiroga


Cuento


En una época en que yo tuve veleidades de ser empleado nacional, oí hablar de un hombre que durante los dos años que desempeñó un puesto público no contestó una sola nota.

—He aquí un hombre superior —me dije—. Merece que vaya a verlo.

Porque debo confesar que el proceder habitual y forzoso de contestar cuanta nota se recibe es uno de los inconvenientes más grandes que hallaba yo a mi aspiración. El delicado mecanismo de la administración nacional —nadie lo ignora— requiere que toda nota que se nos hace el honor de dirigir, sea fatal y pacientemente contestada. Una sola comunicación puesta de lado, la más insignificante de todas, trastorna hasta lo más hondo de sus dientes el engranaje de la máquina nacional. Desde las notas del presidente de la República a las de un oscuro cabo de policía, todas exigen respuesta en igual grado, todas encarnan igual nobleza administrativa, todas tienen igual austera trascendencia.

Es, pues, por esto que, convencido y orgulloso, como buen ciudadano, de la importancia de esas funciones, no me atrevía francamente a jurar que todas las notas que yo recibiera serían contestadas. Y he aquí que me aseguraban que un hombre, vivo aún, había permanecido dos años en la Administración Nacional, sin contestar —ni enviar, desde luego— ninguna nota…

Fui, por consiguiente, a verlo, en el fondo de la república. Era un hombre de edad avanzada, español, de mucha cultura, pues esta intelectualidad inesperada al pie de un quebracho, en una fogata de siringal o en un aduar del Sahara, es una de las tantas sorpresas del trópico.


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11 págs. / 19 minutos / 130 visitas.

Publicado el 24 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

De Caza

Horacio Quiroga


Cuento


Una vez tuve en mi vida mucho más miedo que las otras. Hasta Juancito lo sintió, transparente a pesar de su inexpresión de indio. Ninguno dijo nada esa noche, pero tampoco ninguno dejó un momento de fumar.

Cazábamos desde esa mañana en el Palometa, Juancito, un peón y yo. El monte, sin duda, había sido batido con poca anterioridad, pues la caza faltaba y los machetazos abundaban; apenas si de ocho a diez nos destrozamos las piernas en el caraguatá tras un coatí. A las once llegaron los perros. Descansaron un rato y se internaron de nuevo. Como no podíamos hacer nada, nos quedamos sentados. Pasaron tres horas. Entonces, a las dos, más o menos, nos llegó el grito de alerta de un perro. Dejamos de hablar, prestando oído. Siguió otro grito y, enseguida, los ladridos de rastro caliente. Me volví a Juancito, interrogándolo con los ojos. Sacudió la cabeza sin mirarme.

La corrida parecía acercarse, pero oblicuando al oeste. Cesaron un rato; y ya habíamos perdido toda esperanza cuando, de pronto, los sentimos cerca, creciendo en dirección nuestra. Nos levantamos de golpe, tendiéndonos en guerrilla, parapetados tras un árbol, precaución más que necesaria, tratándose de una posible y terrible piara, todo en uno.

Los ladridos eran, momento a momento, más claros. Fuera lo que fuera, el animal venía derecho a estrellarse contra nosotros.

He cazado algunas veces; sin embargo, el wínchester me temblaba en las manos con ese ataque precipitado en línea recta, sin poder ver más allá de diez metros. Por otra parte, jamás he observado un horizonte cerrado de malezas, con más fijeza y angustia que en esa ocasión.


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3 págs. / 5 minutos / 108 visitas.

Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Galpón

Horacio Quiroga


Cuento


Si se debiera juzgar del valor de los sentimientos por su intensidad, ninguno tan rico como el miedo. El amor y la cólera, profundamente trastornantes, no tienen ni con mucho la facultad absorbente de aquél, siendo éste por naturaleza el más íntimo y vital, pues es el que mejor defiende la vida. Instinto, lógica, intuición, todo se sublima de golpe. El frío medular, la angustia relajadora hasta convertir en pasta inerte nuestros músculos, lo horrible inminente, nos dicen únicamente que tenemos miedo, miedo; esto solo basta. Por otro lado, su reacción, cuando felizmente llega, es el mayor estimulante de energía física que se conozca. Un amante desesperado o un hombre ardiendo en ira forzarán al cuerpo humano a que entregue su último átomo de fuerza; pero a todos consta que si a aquéllos el paroxismo de su pasión es capaz de hacerles correr cien metros en diez segundos, el simple miedo les hará correr ciento diez.

Estas conclusiones habían sido sacadas por Carassale de charla al respecto y éramos cuatro en un café de estación: el deductor; Fernández, muchacho de cara maculada con opalinas cicatrices de granos y gruesa nariz, cuyos ojos muy juntos brillaban como cuentas en la raíz de aquélla; Estradé, estudiante de ingeniería casi siempre, y gran jugador de carreras cuando no sabía qué hacer, y yo.

Fernández conoce poco a Carassale. He dado a la consideración de éste un tono dogmático —forzado por razones de brevedad— de que está muy lejos el discreto amigo. Aun así, Fernández lo miró con juvenil y alegre impertinencia.

—¿Usted es miedoso? —preguntole.

—Creo que no, no mucho; a veces, de nada, pero otras, sí.

—¿Pero miedo, no?

—Sí, miedo.


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3 págs. / 5 minutos / 103 visitas.

Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Cacería de la Víbora de Cascabel

Horacio Quiroga


Cuento infantil


Chiquitos:

¿Se acuerdan ustedes de la extraña cartera de bosillo que tenía aquel amigo ciego que vino una noche de tormenta a visitarme, acompañado de un agente de polícia? Era de víbora de cascabel. ¿Y saben por qué el hombre estaba ciego? Por haber sido mordido por esa misma víbora.

Así es, chiquitos. La víboras todas causan baño, y llegan a matar al hombre que muerden. Tienen dos glándulas de veneno que comunican con sus dos colmillos. Estos dientes son huecos, o, mejor dicho, poseen un fino canal por dentro, exactamente como las agujas para dar inyecciones. Y como esas mismas agujas, los dientes de la víbora de cascabel están cortados en chanfle o bisel, como los pitos de vigilante y los escoplos de carpintero.

Cuando las víboras hincan los dientes, aprietan al mismo tiempo las glándulas, y el veneno corre entonces por los canales y penetra en la carne. En dos palabras: dan una inyección de veneno. Por esto, cuando las víboras son grandes y sus colmillos, por lo tanto, larguísimos, inyectan tan profundamente que llegan a matar a cuanto ser muerden.

La víbora más venenosa que nosotros tenemos en la Argentina es la de cascabel. Es aún más venenosa que la yarará o víbora de la cruz. Cuando no alcanza a matar, ocasiona enfermedades muy largas, a veces parálisis por toda la vida. A veces deja ciego. Y esto le pasó a mi amigo de la cartera, quien no tuvo otro consuelo que transformar la piel de su enemiga en un lindo forro.


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4 págs. / 8 minutos / 40 visitas.

Publicado el 22 de enero de 2024 por Edu Robsy.

El Triple Robo de Bellamore

Horacio Quiroga


Cuento


Días pasados los tribunales condenaron a Juan Carlos Bellamore a la pena de cinco años de prisión por robos cometidos en diversos bancos. Tengo alguna relación con Bellamore: es un muchacho delgado y grave, cuidadosamente vestido de negro. Le creo tan incapaz de esas hazañas como de otra cualquiera que pida nervios finos. Sabía que era empleado eterno de bancos; varias veces se lo oí decir, y aun agregaba melancólicamente que su porvenir estaba cortado; jamás sería otra cosa. Sé además que si un empleado ha sido puntual y discreto, él es ciertamente Bellamore. Sin ser amigo suyo, lo estimaba, sintiendo su desgracia. Ayer de tarde comenté el caso en un grupo.

—Sí —me dijeron—; le han condenado a cinco años. Yo lo conocía un poco; era bien callado. ¿Cómo no se me ocurrió que debía ser él? La denuncia fue a tiempo.

—¿Qué cosa? —interrogué sorprendido.

—La denuncia; fue denunciado.

—En los últimos tiempos —agregó otro— había adelgazado mucho.

Y concluyó sentenciosamente:

—Lo que es yo no confío más en nadie.

Cambié rápidamente de conversación. Pregunté si se conocía al denunciante.

—Ayer se supo. Es Zaninski.

Tenía grandes deseos de oír la historia de boca de Zaninski: primero, la anormalidad de la denuncia, falta en absoluto de interés personal; segundo, los medios de que se valió para el descubrimiento. ¿Cómo había sabido que era Bellamore?

Este Zaninski es ruso, aunque fuera de su patria desde pequeño. Habla despacio y perfectamente el español, tan bien que hace un poco de daño esa perfección, con su ligero acento del Norte. Tiene ojos azules y cariñosos que suele fijar con una sonrisa dulce y mortificante. Cuentan que es raro. Lástima que en estos tiempos de sencilla estupidez no sepamos ya qué creer cuando nos dicen que un hombre es raro.


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Dominio público
3 págs. / 5 minutos / 34 visitas.

Publicado el 24 de enero de 2024 por Edu Robsy.

Las Medias de los Flamencos

Horacio Quiroga


Cuento, Cuento infantil


Cierta vez las víboras dieron un gran baile. Invitaron a las ranas y los sapos, a los flamencos, y a los yacarés y los pescados. Los pescados, como no caminan, no pudieron bailar; pero siendo el baile a la orilla del río, los pescados estaban asomados a la arena, y aplaudían con la cola.

Los yacarés, para adornarse bien, se habían puesto en el pescuezo un collar de bananas, y fumaban cigarros paraguayos. Los sapos se habían pegado escamas de pescado en todo el cuerpo, y caminaban meneándose, como si nadaran. Y cada vez que pasaban muy serios por la orilla del río, los pescados les gritaban haciéndoles burla.

Las ranas se habían perfumado todo el cuerpo, y caminaban en dos pies. Además, cada una llevaba colgando como un farolito, una luciérnaga que se balanceaba.

Pero las que estaban hermosísimas eran las víboras. Todas sin excepción, estaban vestidas con traje de bailarina, del mismo color de cada víbora. Las víboras coloradas llevaban una pollerita de tul colorado; las verdes, una de tul verde; las amarillas, otra de tul amarillo; y las yararás, una pollerita de tul gris pintada con rayas de polvo de ladrillo y ceniza, porque así es el color de las yararás.

Y las más espléndidas de todas eran las víboras de coral, que estaban vestidas con larguísimas gasas rojas, blancas y negras, y bailaban como serpentinas.

Cuando las víboras danzaban y daban vueltas apoyadas en las puntas de la cola, todos los invitados aplaudían como locos.

Sólo los flamencos, que entonces tenían las patas blancas, y tienen ahora como antes la nariz muy gruesa y torcida, sólo los flamencos estaban tristes, porque como tienen muy poca inteligencia, no habían sabido cómo adornarse. Envidiaban el traje de todos, y sobre todo el de las víboras de coral. Cada vez que una víbora pasaba por delante de ellos, coqueteando y haciendo ondular las gasas de serpentina, los flamencos se morían de envidia.


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4 págs. / 7 minutos / 5.313 visitas.

Publicado el 28 de julio de 2016 por Edu Robsy.

La Abeja Haragana

Horacio Quiroga


Cuento, Cuento infantil


Había una vez en una colmena una abeja que no quería trabajar, es decir, recorría los árboles uno por uno para tomar el jugo de las flores; pero en vez de conservarlo para convertirlo en miel, se lo tomaba del todo.

Era, pues, una abeja haragana. Todas las mañanas apenas el sol calentaba el aire, la abejita se asomaba a la puerta de la colmena, veía que hacía buen tiempo, se peinaba con las patas, como hacen las moscas, y echaba entonces a volar, muy contenta del lindo día. Zumbaba muerta de gusto de flor en flor, entraba en la colmena, volvía a salir, y así se lo pasaba todo el día mientras las otras abejas se mataban trabajando para llenar la colmena de miel, porque la miel es el alimento de las abejas recién nacidas.

Como las abejas son muy serias, comenzaron a disgustarse con el proceder de la hermana haragana. En la puerta de las colmenas hay siempre unas cuantas abejas que están de guardia para cuidar que no entren bichos en la colmena. Estas abejas suelen ser muy viejas, con gran experiencia de la vida y tienen el lomo pelado porque han perdido todos los pelos al rozar contra la puerta de la colmena.

Un día, pues, detuvieron a la abeja haragana cuando iba a entrar, diciéndole:

—Compañera: es necesario que trabajes, porque todas las abejas debemos trabajar.

La abejita contestó:

—Yo ando todo el día volando, y me canso mucho.

—No es cuestión de que te canses mucho —respondieron—, sino de que trabajes un poco. Es la primera advertencia que te hacemos.

Y diciendo así la dejaron pasar.

Pero la abeja haragana no se corregía. De modo que a la tarde siguiente las abejas que estaban de guardia le dijeron:

—Hay que trabajar, hermana.

Y ella respondió en seguida:

—¡Uno de estos días lo voy a hacer!

—No es cuestión de que lo hagas uno de estos días —le respondieron—, sino mañana mismo. Acuérdate de esto. Y la dejaron pasar.


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6 págs. / 11 minutos / 2.359 visitas.

Publicado el 28 de julio de 2016 por Edu Robsy.

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