Textos más populares esta semana de Horacio Quiroga disponibles | pág. 6

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autor: Horacio Quiroga textos disponibles


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A la Deriva

Horacio Quiroga


Cuento


El hombre pisó algo blanduzco, y en seguida sintió la mordedura en el pie. Saltó adelante, y al volverse con un juramento, vió una yararacusú que arrollada sobre sí misma esperaba otro ataque.

El hombre echó una veloz ojeada a su pie, donde dos gotitas de sangre engrosaban dificultosamente, y sacó el machete de la cintura. La víbora vió la amenaza, y hundió más la cabeza en el centro mismo de su espiral; pero el machete cayó de plano, dislocándole las vértebras.

El hombre se bajó hasta la mordedura, quitó las gotitas de sangre, y durante un instante contempló. Un dolor agudo nacía de los dos puntitos violeta, y comenzaba a invadir todo el pie. Apresuradamente se ligó el tobillo con su pañuelo y siguió por la picada hacia su rancho.

El dolor en el pie aumentaba, con sensación de tirante abultamiento, y de pronto el hombre sintió dos o tres fulgurantes puntadas que como relámpagos habían irradiado desde la herida hasta la mitad de la pantorrilla. Movía la pierna con dificultad; una metálica sequedad de garganta, seguida de sed quemante, le arrancó un nuevo juramento.

Llegó por fin al rancho, y se echó de brazos sobre la rueda de un trapiche. Los dos puntitos violeta desaparecían ahora en la monstruosa hinchazón del pie entero. La piel parecía adelgazada y a punto de ceder, de tensa. Quiso llamar a su mujer, y la voz se quebró en un ronco arrastre de garganta reseca. La sed lo devoraba.

—¡Dorotea!—alcanzó a lanzar en un estertor.—¡Dame caña!

Su mujer corrió con un vaso lleno, que el hombre sorbió en tres tragos. Pero no había sentido gusto alguno.

—¡Te pedí caña, no agua!—rugió de nuevo.—¡Dame caña!

—¡Pero es caña, Paulino!—protestó la mujer espantada.

—¡No, me diste agua! ¡Quiero caña, te digo!


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3 págs. / 5 minutos / 3.374 visitas.

Publicado el 28 de julio de 2016 por Edu Robsy.

El Salvaje y Otros Cuentos

Horacio Quiroga


Cuentos, Colección


El salvaje

El sueño

Después de traspasar el Guayra, y por un trecho de diez leguas, el río Paraná es inaccesible a la navegación. Constituye allí, entre altísimas barrancas negras, una canal de doscientos metros de ancho y de profundidad insondable. El agua corre a tal velocidad que los vapores, a toda máquina, marcan el paso horas y horas en el mismo sitio. El plano del agua está constantemente desnivelado por el borbollón de los remolinos que en su choque forman conos de absorción, tan hondos a veces que pueden aspirar de punta a una lancha a vapor. La región, aunque lúgubre por el dominio absoluto del negro del bosque y del basalto, puede hacer las delicias de un botánico, en razón de la humedad ambiente reforzada por lluvias copiosísimas, que excitan en la flora guayreña una lujuria fantástica.

En esa región fui huésped, una tarde y una noche, de un hombre extraordinario que había ido a vivir a Guayra, solo como un hongo, porque estaba cansado del comercio de los hombres y de la civilización, que todo se lo daba hecho; por lo que se aburría. Pero como quería ser útil a los que vivían sentados allá abajo aprendiendo en los libros, instaló una pequeña estación meteorológica, que el gobierno argentino tomó bajo su protección.

Nada hubo que observar durante un tiempo a los registros que se recibían de vez en cuando; hasta que un día comenzaron a llegar observaciones de tal magnitud, con tales decímetros de lluvia y tales índices de humedad, que nuestra Central creyó necesario controlar aquellas enormidades. Yo partía entonces para una inspección a las estaciones argentinas en el Brasil, arriba del Iguazú; y extendiendo un poco la mano, podía alcanzar hasta allá.


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118 págs. / 3 horas, 26 minutos / 1.684 visitas.

Publicado el 23 de octubre de 2017 por Edu Robsy.

La Miel Silvestre

Horacio Quiroga


Cuento


Tengo en el Salto Oriental dos primos, hoy hombres ya, que a sus doce años, y en consecuencia de profundas lecturas de Julio Verne, dieron en la rica empresa de abandonar su casa para ir a vivir al monte. Este queda a dos leguas de la ciudad. Allí vivirían primitivamente de la caza y la pesca. Cierto es que los dos muchachos no se habían acordado particularmente de llevar escopetas ni anzuelos; pero de todos modos el bosque estaba allí, con su libertad como fuente de dicha, y sus peligros como encanto.

Desgraciadamente, al segundo día fueron hallados por quienes les buscaban. Estaban bastante atónitos todavía, no poco débiles, y con gran asombro de sus hermanos menores—iniciados también en Julio Verne—sabían aún andar en dos pies y recordaban el habla.

Acaso, sin embargo, la aventura de los dos robinsones fuera más formal, a haber tenido como teatro otro bosque menos dominguero. Las escapatorias llevan aquí en Misiones a límites imprevistos, y a tal extremo arrastró a Gabriel Benincasa el orgullo de sus strom-boot.

Benincasa, habiendo concluído sus estudios de contaduría pública, sintió fulminante deseo de conocer la vida de la selva. No que su temperamento fuera ese, pues antes bien era un muchacho pacífico, gordinflón y de cara uniformemente rosada, en razón de gran bienestar. En consecuencia, lo suficientemente cuerdo para preferir un té con leche y pastelitos a quién sabe qué fortuita e infernal comida del bosque. Pero así como el soltero que fué siempre juicioso, cree de su deber, la víspera de sus bodas, despedirse de la vida libre con una noche de orgía en compañía de sus amigos, de igual modo Benincasa quiso honrar su vida aceitada con dos o tres choques de vida intensa. Y por este motivo remontaba el Paraná hasta un obraje, con sus famosos strom-boot.


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5 págs. / 9 minutos / 1.568 visitas.

Publicado el 28 de julio de 2016 por Edu Robsy.

Historia de un Amor Turbio

Horacio Quiroga


Novela corta


I

Una mañana de abril, Luis Rohán se detuvo en Florida y Bartolomé Mitre. La noche anterior había vuelto a Buenos Aires, después de año y medio de ausencia. Sentía así mayor el disgusto del aire maloliente, de la escoba matinal sacudiendo en las narices, del vaho pesadísimo de los sótanos de confitería. El bello día hacíale echar de menos su vida de allá. La mañana era admirable, con una de esas temperaturas de otoño que, sobrado frescas para una larga estación a la sombra, piden el sol durante dos cuadras nada más. La angosta franja de cielo recuadrada en lo alto, evocábale la inmensidad de sus mañanas de campo, sus tempranas recorridas de monte, donde no se oían ruidos sino roces, en el aire húmedo y picante de hongos y troncos carcomidos.

De pronto sintióse cogido del brazo.

—¡Hola, Rohán! ¿De dónde diablos sale? Hace más de ocho años que no lo veo… Ocho, no; cuatro o cinco, qué sé yo… ¿De dónde sale?

Quien le detenía era un muchacho de antes, asombrosamente gordo y de frente estrechísima, al cual lo ligaba tanta amistad como la que tuviera con el cartero; pero siendo el muchacho de carácter alegre, creíase obligado a apretarle el brazo, lleno de afectuosa sorpresa.

—Del campo —repuso Rohán—. Hace cinco años que estoy allá…

—¿En la Pampa, no? No sé quién me dijo…

—No, en San Luis… ¿Y usted?

—Bien. Es decir, regular… Cada vez más flaco —agregó riéndose, como se ríe un gordo que sabe bien que habla en broma de la flacura—. Pero usted, —prosiguió— cuénteme: ¿qué hace allá? ¿Una estancia, no? No sé quién me dijo… ¡También! ¡Sólo a usted se le ocurre irse a vivir al campo! Usted fue siempre raro, es cierto… ¿A qué usted mismo trabaja?

—A veces.

—¿Y sabe arar?

—Un poco.

—¿Y usted mismo ara?

—A veces…

—¡Qué notable!… ¿Y para qué?


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73 págs. / 2 horas, 9 minutos / 1.104 visitas.

Publicado el 21 de octubre de 2017 por Edu Robsy.

El Hijo

Horacio Quiroga


Cuento


Es un poderoso día de verano en Misiones, con todo el sol, el calor y la calma que puede deparar la estación. La naturaleza plenamente abierta, se siente satisfecha de sí.

Como el sol, el calor y la calma ambiente, el padre abre también su corazón a la naturaleza.

—Ten cuidado, chiquito —dice a su hijo; abreviando en esa frase todas las observaciones del caso y que su hijo comprende perfectamente.

—Si, papá —responde la criatura mientras coge la escopeta y carga de cartuchos los bolsillos de su camisa, que cierra con cuidado.

—Vuelve a la hora de almorzar —observa aún el padre.

—Sí, papá —repite el chico.

Equilibra la escopeta en la mano, sonríe a su padre, lo besa en la cabeza y parte.

Su padre lo sigue un rato con los ojos y vuelve a su quehacer de ese día, feliz con la alegría de su pequeño.

Sabe que su hijo es educado desde su más tierna infancia en el hábito y la precaución del peligro, puede manejar un fusil y cazar no importa qué. Aunque es muy alto para su edad, no tiene sino trece años. Y parecía tener menos, a juzgar por la pureza de sus ojos azules, frescos aún de sorpresa infantil.

No necesita el padre levantar los ojos de su quehacer para seguir con la mente la marcha de su hijo.

Ha cruzado la picada roja y se encamina rectamente al monte a través del abra de espartillo.

Para cazar en el monte —caza de pelo— se requiere más paciencia de la que su cachorro puede rendir. Después de atravesar esa isla de monte, su hijo costeará la linde de cactus hasta el bañado, en procura de palomas, tucanes o tal cual casal de garzas, como las que su amigo Juan ha descubierto días anteriores.


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5 págs. / 9 minutos / 1.101 visitas.

Publicado el 18 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

Cuentos Dispersos

Horacio Quiroga


Cuentos, Colección


El gerente

¡Preso y en vísperas de ser fusilado!… ¡Bah! Siento, sí, y me duele en el alma este estúpido desenlace; pero juro ante Dios que haría saltar de nuevo el coche si el gerente estuviese dentro. ¡Qué caída! Salió como de una honda de la plataforma y se estrelló contra la victoria. ¡Qué le costaba, digo yo, haber sido un poco más atento, nada más! Sobre todo, bien sabía que yo era algo más que un simple motorman, y esta sola consideración debiera haberle parecido de sobra.

Ya desde el primer día que entré noté que mi cara no le gustaba.

—¿Qué es usted? —me preguntó.

—Motorman —respondí sorprendido.

—No, no —agregó impaciente—, ya sé. Las tarjetas estas hablan de su instrucción: ¿qué es?

Le dije lo que era. Me examinó de nuevo, sobre todo mi ropa, bien vieja ya. Llamó al jefe de tráfico.

—Está bien; pase adentro y entérese.

¿Cómo es posible que desde ese día no le tuviera odio? ¡Mi ropa!… Pero tenía razón al fin y al cabo, y la vergüenza de mí mismo exageraba todavía esa falsa humillación.

Pasé el primer mes entregado a mi conmutador, lleno de una gran fiebre de trabajo, cuya inferioridad exaltaba mi propia honradez. Por eso estaba contento.

¡El gerente! Tengo todavía sus muecas en los ojos.

Una mañana a las 4 falté. Había pasado la noche enfermo, borracho, qué sé yo. Pero falté. A las 8, cuando fui llamado al escritorio, el gerente escribía: sintió bien que yo estaba allí, pero no hizo ningún movimiento. Al cabo de diez minutos me vio —¡cómo lo veo yo ahora!— y me reconoció.

—¿Qué desea? —comenzó extrañado. Pero tuvo vergüenza y continuó—: ¡Ah!, sí, ya sé.

Bajó de nuevo la cabeza con sus cartas. Al rato me dijo tranquilamente:

—Merece una suspensión; pero como no nos gustan empleados como usted venga a las diez. Puede irse.


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150 págs. / 4 horas, 23 minutos / 546 visitas.

Publicado el 21 de octubre de 2017 por Edu Robsy.

Un Peón

Horacio Quiroga


Cuento


Una tarde, en Misiones, acababa de almorzar cuando sonó el cencerro del portoncito. Salí afuera, y vi detenido a un hombre joven, con el sombrero en una mano y una valija en la otra.

Hacía cuarenta grados fácilmente, que sobre la cabeza crespa de mi hombre obraba como sesenta. No parecía él, sin embargo, inquietarse en lo más mínimo. Lo hice pasar, y el hombre avanzó sonriendo y mirando con curiosidad la copa de mis mandarinos de cinco metros de diámetro, que, dicho sea de paso, son el orgullo de la región y el mío.

Le pregunté qué quería, y me respondió que buscaba trabajo. Entonces lo miré con más atención.

Para peón, estaba absurdamente vestido. La valija, desde luego de suela, y con lujo de correas. Luego, su traje, de cordero marrón sin una mancha. Por fin las botas; y no botas de obraje, sino artículo de primera calidad. Y sobre todo esto, el aire elegante, sonriente y seguro de mi hombre.

—¿Peón él...?

—Para todo trabajo —me respondió alegre—. Me sé tirar de hacha y de azada... Tengo trabalhado antes de ahora no Foz—do—Iguassú; e fize una plantación de papas.

El muchacho era brasileño, y hablaba una lengua de frontera, mezcla de portugués—español—guaraní, fuertemente sabrosa.

—¿Papas? ¿Y el sol? —observé—. ¿Cómo se las arreglaba?

—¡Oh! —me respondió encogiéndose de hombros—. O sol no hace nada... Tené cuidado usted de mover grande la tierra con a azada... ¡Y dale duro a o yuyo! El yuyo es el peor enemigo de la papa.

Véase cómo aprendí a cultivar papas en un país donde el sol, a más de matar las verduras quemándolas sencillamente como al contacto de una plancha, fulmina en tres segundos a las hormigas rubias y en veinte a las víboras de coral.

El hombre me miraba y lo miraba todo, visiblemente agradado de mí y del paraje.


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20 págs. / 35 minutos / 434 visitas.

Publicado el 27 de julio de 2016 por Edu Robsy.

Juan Darién

Horacio Quiroga


Cuento


Aquí se cuenta la historia de un tigre que se crió y educó entre los hombres, y que se llamaba Juan Darién. Asistió cuatro años a la escuela vestido de pantalón y camisa, y dio sus lecciones correctamente, aunque era un tigre de las selvas; pero esto se debe a que su figura era de hombre, conforme se narra en las siguientes líneas.

Una vez, a principio de otoño, la viruela visitó un pueblo de un país lejano y mató a muchas personas. Los hermanos perdieron a sus hermanitas, y las criaturas que comenzaban a caminar quedaron sin padre ni madre. Las madres perdieron a su vez a sus hijos, y una pobre mujer joven y viuda llevó ella misma a enterrar a su hijito, lo único que tenía en este mundo . Cuando volvió a su casa, se quedó sentada pensando en su chiquillo. Y murmuraba:

—Dios debía haber tenido más compasión de mí, y me ha llevado a mi hijo. En el cielo podrá haber ángeles, pero mi hijo no los conoce. Y a quien él conoce bien es a mí, ¡pobre hijo mío!

Y miraba a lo lejos, pues estaba sentada en el fondo de su casa, frente a un portoncito donde se veía la selva.


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13 págs. / 23 minutos / 357 visitas.

Publicado el 27 de julio de 2016 por Edu Robsy.

La Meningitis y su Sombra

Horacio Quiroga


Cuento


No vuelvo de mi sorpresa. ¿Qué diablos quieren decir la carta de Funes, y luego la charla del médico? Confieso no entender una palabra de todo esto.

He aquí las cosas. Hace cuatro horas, a las 7 de la mañana, recibo una tarjeta de Funes, que dice así:

_Estimado amigo:

Si no tiene inconveniente, le ruego que pase esta noche por casa. Si tengo tiempo iré a verlo antes. Muy suyo

Luis María Funes_.

Aquí ha comenzado mi sorpresa. No se invita a nadie, que yo sepa, a las siete de la mañana para una presunta conversación en la noche, sin un motivo serio. ¿Qué me puede querer Funes? Mi amistad con él es bastante vaga, y en cuanto a su casa, he estado allí una sola vez. Por cierto que tiene dos hermanas bastante monas.

Así, pues, he quedado intrigado. Esto en cuanto a Funes. Y he aquí que una hora después, en el momento en que salía de casa, llega el doctor Ayestarain, otro sujeto de quien he sido condiscípulo en el colegio nacional, y con quien tengo en suma la misma relación a lo lejos que con Funes.

Y el hombre me habla de a, b y c, para concluir:

—Veamos, Durán: Vd. comprende de sobra que no he venido a verlo a esta hora para hablarle de pavadas; ¿no es cierto?

—Me parece que sí—no pude menos que responderle.

—Es claro. Así, pues, me va a permitir una pregunta, una sola. Todo lo que tenga de indiscreta, se lo explicaré en seguida. ¿Me permite?

—Todo lo que quiera—le respondí francamente, aunque poniéndome al mismo tiempo en guardia.

Ayestarain me miró entonces sonriendo, como se sonríen los hombres entre ellos, y me hizo esta pregunta disparatada:

—¿Qué clase de inclinación siente Vd. hacia María Elvira Funes?


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24 págs. / 43 minutos / 352 visitas.

Publicado el 28 de julio de 2016 por Edu Robsy.

Dieta de Amor

Horacio Quiroga


Cuento


Ayer de mañana tropecé en la calle con una muchacha delgada, de vestido un poco más largo que lo regular, y bastante mona, a lo que me pareció. Me volví a mirarla y la seguí con los ojos hasta que dobló la esquina, tan poco preocupada ella por mi plantón como pudiera haberlo estado mi propia madre. Esto es frecuente.

Tenía, sin embargo, aquella figurita delgada un tal aire de modesta prisa en pasar inadvertida, un tan franco desinterés respecto de un badulaque cualquiera que con la cara dada vuelta está esperando que ella se vuelva a su vez, tan cabal indiferencia, en suma, que me encantó, bien que yo fuera el badulaque que la seguía en aquel momento.

Aunque yo tenía qué hacer, la seguí y me detuve en la misma esquina. A la mitad de la cuadra ella cruzó y entró en un zaguán de casa de altos.

La muchacha tenía un traje oscuro y muy tensas las medias. Ahora bien, deseo que me digan si hay una cosa en que se pierda mejor el tiempo que en seguir con la imaginación el cuerpo de una chica muy bien calzada que va trepando una escalera. No sé si ella contaba los escalones; pero juraría que no me equivoqué en un solo número y que llegamos juntos a un tiempo al vestíbulo.

Dejé de verla, pues. Pero yo quería deducir la condición de la chica del aspecto de la casa, y seguí adelante, por la vereda opuesta.

Pues bien, en la pared de la misma casa, y en una gran chapa de bronce, leí:


DOCTOR SWINDENBORG
FÍSICO DIETÉTICO
 

¡Físico dietético! Está bien. Era lo menos que me podía pasar esa mañana. Seguir a una mona chica de traje azul marino, efectuar a su lado una ideal ascensión de escalera, para concluir…


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5 págs. / 9 minutos / 208 visitas.

Publicado el 24 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

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