Textos más populares esta semana de Horacio Quiroga publicados por Edu Robsy disponibles | pág. 2

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autor: Horacio Quiroga editor: Edu Robsy textos disponibles


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En la Noche

Horacio Quiroga


Cuento


Las aguas cargadas y espumosas del Alto Paraná me llevaron un día de creciente desde San Ignacio al ingenio San Juan, sobre una corriente que iba midiendo seis millas en la canal, y nueve al caer del lomo de las restingas.

Desde abril yo estaba a la espera de esa crecida. Mis vagabundajes en canoa por el Paraná, exhausto de agua, habían concluido por fastidiar al griego. Es éste un viejo marinero de la Marina de guerra inglesa, que probablemente había sido antes pirata en el Egeo, su patria, y que con más certidumbre había sido antes contrabandista de caña en San Ignacio, desde quince años atrás. Era, pues, mi maestro de río.

—Está bien —me dijo al ver el río grueso—. Usted puede pasar ahora por un medio, medio regular marinero. Pero le falta una cosa, y es saber lo que es el Paraná cuando está bien crecido. ¿Ve esa piedraza —me señaló— sobre la corredera del Greco? Pues bien; cuando el agua llegue hasta allí y no se vea una piedra de la restinga, váyase entonces a abrir la boca ante el Teyucuaré por los cuatro lados, y cuando vuelva podrá decir que sus puños sirven para algo. Lleve otro remo también, porque con seguridad va a romper uno o dos. Y traiga de su casa una de sus mil latas de kerosene, bien tapada con cera. Y así y todo es posible que se ahogue.

Con un remo de más, en consecuencia, me dejé tranquilamente llevar hasta el Teyucuaré.


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Dominio público
10 págs. / 18 minutos / 1.055 visitas.

Publicado el 24 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Decálogo del Perfecto Cuentista

Horacio Quiroga


Decálogo, manual


I

Cree en un maestro —Poe, Maupassant, Kipling, Chejov— como en Dios mismo.

II

Cree que su arte es una cima inaccesible. No sueñes en domarla. Cuando puedas hacerlo, lo conseguirás sin saberlo tú mismo.

III

Resiste cuanto puedas a la imitación, pero imita si el influjo es demasiado fuerte. Más que ninguna otra cosa, el desarrollo de la personalidad es una larga paciencia.

IV

Ten fe ciega no en tu capacidad para el triunfo, sino en el ardor con que lo deseas. Ama a tu arte como a tu novia, dándole todo tu corazón.

V

No empieces a escribir sin saber desde la primera palabra adónde vas. En un cuento bien logrado, las tres primeras líneas tienen casi la importancia de las tres últimas.

VI

Si quieres expresar con exactitud esta circunstancia: "Desde el río soplaba el viento frío", no hay en lengua humana más palabras que las apuntadas para expresarla. Una vez dueño de tus palabras, no te preocupes de observar si son entre sí consonantes o asonantes.

VII

No adjetives sin necesidad. Inútiles serán cuantas colas de color adhieras a un sustantivo débil. Si hallas el que es preciso, él solo tendrá un color incomparable. Pero hay que hallarlo.

VIII

Toma a tus personajes de la mano y llévalos firmemente hasta el final, sin ver otra cosa que el camino que les trazaste. No te distraigas viendo tú lo que ellos pueden o no les importa ver. No abuses del lector. Un cuento es una novela depurada de ripios. Ten esto por una verdad absoluta, aunque no lo sea.

IX


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1 pág. / 1 minuto / 1.892 visitas.

Publicado el 18 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

Las Moscas

Horacio Quiroga


Cuento


(Réplica de «El hombre muerto»)


Al rozar el monte, los hombres tumbaron el año anterior este árbol, cuyo tronco yace en toda su extensión aplastado contra el suelo. Mientras sus compañeros han perdido gran parte de la corteza en el incendio del rozado, aquél conserva la suya casi intacta. Apenas si a todo lo largo una franja carbonizada habla muy claro de la acción del fuego.

Esto era el invierno pasado. Han transcurrido cuatro meses. En medio del rozado perdido por la sequía, el árbol tronchado yace siempre en un páramo de cenizas. Sentado contra el tronco, el dorso apoyado en él, me hallo también inmóvil. En algún punto de la espalda tengo la columna vertebral rota. He caído allí mismo, después de tropezar sin suerte contra un raigón. Tal como he caído, permanezco sentado —quebrado, mejor dicho— contra el árbol.

Desde hace un instante siento un zumbido fijo —el zumbido de la lesión medular— que lo inunda todo, y en el que mi aliento parece defluirse. No puedo ya mover las manos, y apenas si uno que otro dedo alcanza a remover la ceniza.

Clarísima y capital, adquiero desde este instante mismo la certidumbre de que a ras del suelo mi vida está aguardando la instantaneidad de unos segundos para extinguirse de una vez.

Ésta es la verdad. Como ella, jamás se ha presentado a mi mente una más rotunda. Todas las otras flotan, danzan en una como reverberación lejanísima de otro yo, en un pasado que tampoco me pertenece. La única percepción de mi existir, pero flagrante como un gran golpe asestado en silencio, es que de aquí a un instante voy a morir.

¿Pero cuándo? ¿Qué segundo y qué instantes son éstos en que esta exasperada conciencia de vivir todavía dejará paso a un sosegado cadáver?


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Dominio público
3 págs. / 5 minutos / 680 visitas.

Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

La Caza del Tatú Carreta

Horacio Quiroga


Cuento infantil


Chiquitos míos:

En mi carta anterior les prometí un relato divertido. ¡Quién había de decirme que en plena selva, cazando un enorme animal salvaje, me iba a reír a carcajadas!

Así fue, sin embargo. Y los indios que cazaban conmigo, aunque son gente muy seria cuando cazan, bailaban de risa, golpeándose la barriga con las rodillas.

Pero antes debo decirles que esta fiesta de monte tuvo lugar un mes después de mi encuentro con el tigre cebado. Los cinco canales que me había abierto en carne viva con sus garras se echaron a perder, a pesar del gran cuidado que tuve.

(Las uñas de los animales, hijitos míos, están siempre muy sucias, y precisa lavar y desinfectar muy bien las heridas que producen. Yo lo hice así; y a pesar de todo estuve muy enfermo y envenenado por los microbios.)

Los cazadores de que les hablé en mi anterior carta me llevaron acostado sobre una mula hasta la costa del Paraná y cuando pasó un vapor que volvía del Iguazú, lo detuvieron descargando al aire sus escopetas. Fui embarcado desmayado, y hasta tres días después no recobré el conocimiento.

Hoy, un mes más tarde, como les dije, me encuentro sano del todo, en los esteros de la gobernación de Formosa, escribiéndoles sobre una cáscara de tatú que me sirve de mesa.

Bien, chiquitos. Por el título de esta carta ya han visto que se refiere a la cacería de un tatú. (Ante todo, es menester que sepan que el quirquincho, la mulita, el peludo y el tatú son más o menos un mismo y solo animal.) Oigan ahora lo que nos pasó.

Anteayer atravesábamos el bosque para alcanzar esa misma noche las orillas del río Bermejo, tres indios y yo. Caminábamos hambrientos como zorros, cuando...


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Dominio público
3 págs. / 5 minutos / 311 visitas.

Publicado el 22 de enero de 2024 por Edu Robsy.

Los Inmigrantes

Horacio Quiroga


Cuento


El hombre y la mujer caminaban desde las cuatro de la mañana. El tiempo, descompuesto en asfixiante calma de tormenta, tornaba aún más pesado el vaho nitroso del estero. La lluvia cayó por fin, y durante una hora la pareja, calada hasta los huesos, avanzó obstinadamente.

El agua cesó. El hombre y la mujer se miraron entonces con angustiosa desesperanza.

—¿Tienes fuerzas para caminar un rato aún? —dijo él—. Tal vez los alcancemos…

La mujer, lívida y con profundas ojeras, sacudió la cabeza.

—Vamos —repuso prosiguiendo el camino.

Pero al rato se detuvo, cogiéndose crispada de una rama. El hombre, que iba delante, se volvió al oír el gemido.

—¡No puedo más!… —murmuró ella con la boca torcida y empapada en sudor—. ¡Ay, Dios mío!…

El hombre, tras una larga mirada a su alrededor, se convenció de que nada podía hacer. Su mujer estaba encinta. Entonces, sin saber dónde ponía los pies, alucinado de excesiva fatalidad, el hombre cortó ramas, tendiolas en el suelo y acostó a su mujer encima. Él se sentó a la cabecera, colocando sobre sus piernas la cabeza de aquélla.

Pasó un cuarto de hora en silencio. Luego la mujer se estremeció hondamente y fue menester enseguida toda la fuerza maciza del hombre para contener aquel cuerpo proyectado violentamente a todos lados por la eclampsia.

Pasado el ataque, él quedó un rato aún sobre su mujer, cuyos brazos sujetaba en tierra con las rodillas. Al fin se incorporó, alejose unos pasos vacilante, se dio un puñetazo en la frente y tornó a colocar sobre sus piernas la cabeza de la mujer, sumida ahora en profundo sopor.

Hubo otro ataque de eclampsia, del cual la mujer salió más inerte. Al rato tuvo otro, pero al concluir éste, la vida concluyó también.


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Dominio público
2 págs. / 4 minutos / 1.597 visitas.

Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

La Meningitis y su Sombra

Horacio Quiroga


Cuento


No vuelvo de mi sorpresa. ¿Qué diablos quieren decir la carta de Funes, y luego la charla del médico? Confieso no entender una palabra de todo esto.

He aquí las cosas. Hace cuatro horas, a las 7 de la mañana, recibo una tarjeta de Funes, que dice así:

_Estimado amigo:

Si no tiene inconveniente, le ruego que pase esta noche por casa. Si tengo tiempo iré a verlo antes. Muy suyo

Luis María Funes_.

Aquí ha comenzado mi sorpresa. No se invita a nadie, que yo sepa, a las siete de la mañana para una presunta conversación en la noche, sin un motivo serio. ¿Qué me puede querer Funes? Mi amistad con él es bastante vaga, y en cuanto a su casa, he estado allí una sola vez. Por cierto que tiene dos hermanas bastante monas.

Así, pues, he quedado intrigado. Esto en cuanto a Funes. Y he aquí que una hora después, en el momento en que salía de casa, llega el doctor Ayestarain, otro sujeto de quien he sido condiscípulo en el colegio nacional, y con quien tengo en suma la misma relación a lo lejos que con Funes.

Y el hombre me habla de a, b y c, para concluir:

—Veamos, Durán: Vd. comprende de sobra que no he venido a verlo a esta hora para hablarle de pavadas; ¿no es cierto?

—Me parece que sí—no pude menos que responderle.

—Es claro. Así, pues, me va a permitir una pregunta, una sola. Todo lo que tenga de indiscreta, se lo explicaré en seguida. ¿Me permite?

—Todo lo que quiera—le respondí francamente, aunque poniéndome al mismo tiempo en guardia.

Ayestarain me miró entonces sonriendo, como se sonríen los hombres entre ellos, y me hizo esta pregunta disparatada:

—¿Qué clase de inclinación siente Vd. hacia María Elvira Funes?


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Dominio público
24 págs. / 43 minutos / 353 visitas.

Publicado el 28 de julio de 2016 por Edu Robsy.

Historia de Estilicón

Horacio Quiroga


Cuento


Esa noche llegó mi gorila. Habían sido menester cinco cartas seguidas para obtener el cumplimiento de la promesa que arranqué a mi amigo en vísperas de su gran viaje. Iba a Camarones, quería ver las grandes selvas, las llanuras amarillas, las noches estrelladas y sofocantes que brillan impávidas sobre cabezas (le negros. ¿Cómo maniobró aquel perfecto loco para no dejar la vicia entre una turba de traficantes, cuarenta leguas más allá de las últimas factorías? No lo sé. Mi gorila estaba allí, un divino animalito pardo de cincuenta centímetros. Se mantenía en pie, gracias sin duda a los oficios de los pasajeros que durante la travesía distrajeron sus ocios enseñando a la huraña criatura las actitudes propias de un hombre. Se había recostado contra la pared, los brazos grandemente abiertos. Chirriaba sin cesar, llevando la vista de mí a la lámpara con extraordinaria rapidez.

Dimitri, el viejo sirviente asmático que a la muerte de mi padre sacudió tristemente la cabeza cuando le anuncié que podía si quería dejar nuestra casa, le observaba con atento estupor. El bien conocía estos monitos del Brasil que rompen nueces y son difíciles de cuidar; le eran familiares. Pero su asombro entonces era despertado por las proporciones de la bestia. Sin duda a sus ojos albinizados por las estepas lituanas de fauna extremadamente fácil, chocaba este oscuro animal complicado, en cuyos dientes creía ver aún trozos de cortezas roídas quién sabe en qué tenebrosa profundidad de selva. No obstante se acercó a mi pequeña fiera, no para acariciarla —¡oh, no!— sino para verla mejor. El animal se tiró al suelo chillando. Como me aturdía con sus gritos, advertí a Dimitri lo dejara en sosiego. Solo con él, lo observé bien.


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Dominio público
12 págs. / 21 minutos / 21 visitas.

Publicado el 23 de enero de 2024 por Edu Robsy.

La Tortuga Gigante

Horacio Quiroga


Cuento, Cuento infantil


Había una vez un hombre que vivía en Buenos Aires, y estaba muy contento porque era un hombre sano y trabajador. Pero un día se enfermó, y los médicos le dijero que solamente yéndose al campo podría curarse. Él no quería ir, porque tenía hermanos chicos a quienes daba de comer; y se enfermaba cada día más. Hasta que un amigo suyo, que era director del Zoológico, le dijo un día:

—Usted es amigo mío, y es un hombre bueno y trabajador. Por eso quiero que se vaya a vivir al monte, a hace rmucho ejercicio al aire libre para curarse. Y como usted tiene mucha puntería con la escopeta, cace bichos del monte para traerme los cueros, y yo le daré plata adelantada para que sus hermanitos puedan comer bien.

El hombre enfermo aceptó, y se fue a vivir al monte, lejos, más lejos que Misiones todavía. Hacía allá mucho calor, y eso le hacía bien.

Vivía solo en el bosque, y él mismo se cocinaba. Comía pájaros y bichos del monte, que cazaba con la escopeta, y después comía frutos. Dormía bajo los árboles, y cuando hacía mal tiempo construía en cinco minutos una ramada con hojas de palmera, y allí pasaba sentado y fumando, muy contento en medio del bosque que bramaba con el viento y la lluvia.

Había hecho un atado con los cueros de los animales, y lo llevaba al hombro.

Había también agarrado vivas muchas víboras venenosas, y las llevaba dentro de un gran mate, porque allá hay mates tan grandes como una lata de kerosene.

El hombre tenía otra vez buen color, estaba fuerte y tenía apetito. Precisamente un día que tenía mucha hambre, porque hacía dos días que no cazaba nada, vio a la orilla de una gran laguna un tigre enorme que quería comer una tortuga, y la ponía parada de canto para meter dentro una pata y sacar la carne con las uñas.


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Dominio público
5 págs. / 9 minutos / 4.906 visitas.

Publicado el 28 de julio de 2016 por Edu Robsy.

Anaconda y Otros Cuentos

Horacio Quiroga


Cuentos, Colección


Anaconda

I

Eran las diez de la noche y hacía un calor sofocante. El tiempo cargado pesaba sobre la selva, sin un soplo de viento. El cielo de carbón se entreabría de vez en cuando en sordos relámpagos de un extremo a otro del horizonte; pero el chubasco silbante del sur estaba aún lejos.

Por un sendero de vacas en pleno espartillo blanco, avanzaba Lanceolada, con la lentitud genérica de las víboras. Era una hermosísima yarará, de un metro cincuenta, con los negros ángulos de su flanco bien cortados en sierra, escama por escama. Avanzaba tanteando la seguridad del terreno con la lengua, que en los ofidios reemplaza perfectamente a los dedos.

Iba de caza. Al llegar a un cruce de senderos se detuvo, se arrolló prolijamente sobre sí misma, removiose aún un momento acomodándose y después de bajar la cabeza al nivel de sus anillos, asentó la mandíbula inferior y esperó inmóvil.

Minuto tras minuto esperó cinco horas. Al cabo de este tiempo continuaba en igual inmovilidad. ¡Mala noche! Comenzaba a romper el día e iba a retirarse, cuando cambió de idea. Sobre el cielo lívido del este se recortaba una inmensa sombra.

—Quisiera pasar cerca de la Casa —se dijo la yarará—. Hace días que siento ruido, y es menester estar alerta…

Y marchó prudentemente hacia la sombra.

La casa a que hacía referencia Lanceolada era un viejo edificio de tablas rodeado de corredores y todo blanqueado. En torno se levantaban dos o tres galpones. Desde tiempo inmemorial el edificio había estado deshabitado. Ahora se sentían ruidos insólitos, golpes de fierros, relinchos de caballo, conjunto de cosas en que trascendía a la legua la presencia del Hombre. Mal asunto…

Pero era preciso asegurarse, y Lanceolada lo hizo mucho más pronto de lo que hubiera querido.


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Dominio público
169 págs. / 4 horas, 56 minutos / 2.646 visitas.

Publicado el 23 de octubre de 2017 por Edu Robsy.

El Hijo

Horacio Quiroga


Cuento


Es un poderoso día de verano en Misiones, con todo el sol, el calor y la calma que puede deparar la estación. La naturaleza plenamente abierta, se siente satisfecha de sí.

Como el sol, el calor y la calma ambiente, el padre abre también su corazón a la naturaleza.

—Ten cuidado, chiquito —dice a su hijo; abreviando en esa frase todas las observaciones del caso y que su hijo comprende perfectamente.

—Si, papá —responde la criatura mientras coge la escopeta y carga de cartuchos los bolsillos de su camisa, que cierra con cuidado.

—Vuelve a la hora de almorzar —observa aún el padre.

—Sí, papá —repite el chico.

Equilibra la escopeta en la mano, sonríe a su padre, lo besa en la cabeza y parte.

Su padre lo sigue un rato con los ojos y vuelve a su quehacer de ese día, feliz con la alegría de su pequeño.

Sabe que su hijo es educado desde su más tierna infancia en el hábito y la precaución del peligro, puede manejar un fusil y cazar no importa qué. Aunque es muy alto para su edad, no tiene sino trece años. Y parecía tener menos, a juzgar por la pureza de sus ojos azules, frescos aún de sorpresa infantil.

No necesita el padre levantar los ojos de su quehacer para seguir con la mente la marcha de su hijo.

Ha cruzado la picada roja y se encamina rectamente al monte a través del abra de espartillo.

Para cazar en el monte —caza de pelo— se requiere más paciencia de la que su cachorro puede rendir. Después de atravesar esa isla de monte, su hijo costeará la linde de cactus hasta el bañado, en procura de palomas, tucanes o tal cual casal de garzas, como las que su amigo Juan ha descubierto días anteriores.


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Dominio público
5 págs. / 9 minutos / 1.102 visitas.

Publicado el 18 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

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