Las noches en que hay luna, el sepulturero avanza por entre las tumbas
con paso singularmente rígido. Va desnudo hasta la cintura y lleva un
gran sombrero de paja. Su sonrisa, fija, da la sensación de estar
pegada con cola a la cara. Si fuera descalzo, se notaría que camina
con los pulgares del pie doblados hacia abajo.
No tiene esto nada de extraño, porque el sepulturero abusa del
cloroformo. Incidencias del oficio lo han llevado a probar el
anestésico, y cuando el cloroformo muerde en un hombre, difícilmente
suelta. Nuestro conocido espera la noche para destapar su frasco, y
como su sensatez es grande, escoge el cementerio para inviolable
teatro de sus borracheras.
El cloroformo dilata el pecho a la primera inspiración; la segunda,
inunda la boca de saliva; las extremidades hormiguean, a la tercera; a
la cuarta, los labios, a la par de las ideas, se hinchan, y luego
pasan cosas singulares.
Es así como la fantasía de su paso ha llevado al sepulturero hasta una
tumba abierta en que esa tarde ha habido remoción de huesos—inconclusa
por falta de tiempo. Un ataúd ha quedado abierto tras la verja, y a su
lado, sobre la arena, el esqueleto del hombre que estuvo encerrado en
él.
… ¿Ha oído algo, en verdad? Nuestro conocido descorre el cerrojo,
entra, y luego de girar suspenso alrededor del hombre de hueso, se
arrodilla y junta sus ojos a las órbitas de la calavera.
Allí, en el fondo, un poco más arriba de la base del cráneo, sostenido
como en un pretil en una rugosidad del occipital, está acurrucado un
hombrecillo tiritante, amarillo, el rostro cruzado de arrugas. Tiene
la boca amoratada, los ojos profundamente hundidos, y la mirada
enloquecida de ansia.
Es todo cuanto queda de un cocainómano.
—¡Cocaína! ¡Por favor, un poco de cocaína!
Leer / Descargar texto 'El Infierno Artificial'