El Ocaso
Horacio Quiroga
Cuento
Noche de kermesse en un balneario de moda. A dos kilómetros del hotel, la playa ha sido convertida en oasis. Grandes palmeras, alineadas en losange, se yerguen en la arena. Sobre la costa misma, y paralelo al mar, se levanta el bazar de caridad. Entre las plantas se hallan dispuestas mesas para el servicio del bar. A la alta hora de la noche que nos ocupa, el área de la fiesta —bazar, palmeras y arena— luce solitaria al resplandor galvánico de los focos.
Solitaria, tal vez no, pues aunque el bazar ha apagado sus luces, a excepción del buffet, en el oasis del palmar algunas personas desafían aún la fresca brisa marina.
Tres jóvenes en smoking y dos señoras de edad madura, concurrentes tardíos al bar, acaban de sentarse a una mesa cubierta en breve tiempo de botellas y fiambres; y en menos tiempo todavía, su atención y sus ojos se han vuelto a una mesa distante, donde un hombre y una mujer, que no tienen por delante sino un helado y una copa de agua, conversan frente a frente.
Él es un hombre de edad, más todavía de lo que haría suponer su apostura aún joven. Este hombre, años atrás, ha interesado fuertemente a las mujeres. No ha sido un tenorio. Aunque no se nombra nunca a conquista alguna suya, se está seguro del peligro que representa. Mejor aún: que representaba.
Ella, la mujer que con un codo en la mesa tiene fijos los ojos en su interlocutor, es muy joven.
Mejor aún: una criatura de diecisiete años. Pero los recién venidos nos informarán más ampliamente sobre ella.
—Ahí está la Perra de Olmos, tratando de conquistar a Renouard —interpreta una de las señoras.
—¿Perra…? —inquiere alguno de los jóvenes.
—Sí, Lucila Olmos —explica la dama—. Un apodo de familia… Cuando era chica se emperraba sin dar por nada su brazo a torcer… De aquí su nombre.
—Lindísima, a pesar de ello… —comenta el mismo joven.
Dominio público
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Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.