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autor: Horacio Quiroga etiqueta: Cuento


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La Lengua

Horacio Quiroga


Cuento


Hospicio de las Mercedes…

No sé cuándo acabará este infierno. Esto sí, es muy posible que consigan lo que desean. ¡Loco perseguido! ¡Tendría que ver…! Yo propongo esto: ¡A todo el que es lengualarga, que se pasa la vida mintiendo y calumniando, arránquesele la lengua, y se verá lo que pasa!

¡Maldito sea el día que yo también caí! El individuo no tuvo la más elemental misericordia. Sabía como el que más que un dentista sujeto a impulsividades de sangre podrá tener todo, menos clientela. Y me atribuyó estos y aquellos arrebatos; que en el hospital había estado a punto de degollar a un dependiente de fiambrería; que una sola gota de sangre me enloquecía…

¡Arrancarle la lengua…! Quiero que alguien me diga qué había hecho yo a Felippone para que se ensañara de ese modo conmigo. ¿Por hacer un chiste…? Con esas cosas no se juega, bien lo sabía él. Y éramos amigos.

¡Su lengua…! Cualquier persona tiene derecho a vengarse cuando lo han herido. Supóngase ahora lo que me pasaría a mí, con mi carrera rota a su principio, condenado a pasarme todo el día por el estudio sin clientes, y con la pobreza que yo solo sé…

Todo el mundo lo creyó. ¿Por qué no lo iban a creer? De modo que cuando me convencí claramente de que su lengua había quebrado para siempre mi porvenir, resolví una cosa muy sencilla: arrancársela.

Nadie con más facilidades que yo para atraerlo a casa. Lo encontré una tarde y lo cogí riendo de la cintura, mientras lo felicitaba por su broma que me atribuía no sé qué impulsos…

El hombre, un poco desconfiado al principio, se tranquilizó al ver mi falta de rencor de pobre diablo. Seguimos charlando una infinidad de cuadras, y de vez en cuando festejábamos alegremente la ocurrencia.

—Pero de veras —me detenía a ratos—. ¿Sabías que era yo el que había inventado la cosa?

—¡Claro que lo sabía! —le respondía riéndome.


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2 págs. / 5 minutos / 339 visitas.

Publicado el 24 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Síncope Blanco

Horacio Quiroga


Cuento


Yo estaba dispuesto a cualquier cosa; pero no a que me dieran cloroformo.

Soy de una familia en la que las enfermedades del corazón se han sucedido de padres a hijos con lúgubre persistencia. Algunos han escapado —cuentan en mi familia— y según el cirujano que debía operarme, yo gozaba de ese privilegio. Lo cierto es que él y sus colegas me examinaron a conciencia, siendo su opinión unánime que mi corazón podía darse por bueno a carta cabal, tan bueno como mi hígado y mis riñones. No quedaba en consecuencia sino dejarme aplicar la careta, y confiar mis sagradas entrañas al bisturí.

Me di, pues, por vencido, y una tarde de otoño me hallé acostado con la nariz y los labios llenos de vaselina, aspirando ansiosamente cloroformo, como si el aire me faltara. Y es que realmente no había aire, y sí cloroformo que entraba a chorros de insoportable dulzura: chorros de dulce por la nariz, por la boca, por los oídos. La saliva, los pulmones, las extremidades de los dedos, todo era náuseas y dulce a chorros.

Comencé a perder la noción de las cosas, y lo último que vi fue, sobre un fondo negrísimo, fulgurantes cristales de nieve.

* * *

Estaba en el cielo. Si no lo era, se parecía a él muchísimo. Mi primera impresión al volver en mí, fue de que yo había muerto.

«¡Esto es! —me dije—. Allá abajo, quién sabe ahora dónde y a qué distancia, he muerto de resultas de la operación. En una infinita y perdida sala de la Tierra, que es apenas una remota lucecilla en el espacio, está mi cuerpo sin vida, mi cuerpo que ayer había escapado triunfante del examen de los médicos. Ahora ese cuerpo se queda allá; no tengo ya nada más que ver con él. Estoy en el cielo, vivo, pues soy un alma viva».


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10 págs. / 18 minutos / 740 visitas.

Publicado el 27 de julio de 2016 por Edu Robsy.

Los Pescadores de Vigas

Horacio Quiroga


Cuento


El motivo fué cierto juego de comedor que míster Hall no tenía aún, y su fonógrafo fué quien le sirvió de anzuelo.

Candiyú lo vió en la oficina provisoria de la Yerba Company, donde míster Hall maniobraba su fonógrafo a puerta abierta.

Candiyú, como buen indígena, no manifestó sorpresa alguna, contentándose con detener su caballo un poco al través delante del chorro de luz, y mirar a otra parte. Pero como un inglés, a la caída de la noche, en mangas de camisa por el calor, y con una botella de whisky al lado, es cien veces más circunspecto que cualquier mestizo, míster Hall no levantó la vista del disco. Con lo que vencido y conquistado, Candiyú concluyó por arrimar su caballo a la puerta, en cuyo umbral apoyó el codo.

—Buenas noches, patrón ¡Linda música!

—Sí, linda—repuso míster Hall.

—¡Linda!—repitió el otro.—¡Cuánto ruido!

—Sí, mucho ruido—asintió míster Hall, que hallaba no desprovistas de profundidad las observaciones de su visitante.

Candiyú admiraba los nuevos discos:

—¿Te costó mucho a usted, patrón?

—Costó… qué?

—Ese hablero… los mozos que cantan.

La mirada turbia, inexpresiva e insistente de míster Hall, se aclaró.
El contador comercial surgía.

—¡Oh, cuesta mucho!… ¿Usted quiere comprar?

—Si usted querés venderme…—contestó llanamente Candiyú, convencido de la imposibilidad de tal compra. Pero míster Hall proseguía mirándolo con pesada fijeza, mientras la membrana saltaba del disco a fuerza de marchas metálicas.

—Vendo barato a usted… ¡cincuenta pesos!

Candiyú sacudió la cabeza, sonriendo al aparato y a su maquinista, alternativamente:

—¡Mucha plata! No tengo.

—¿Usted qué tiene, entonces?

El hombre se sonrió de nuevo, sin responder.


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6 págs. / 11 minutos / 239 visitas.

Publicado el 28 de julio de 2016 por Edu Robsy.

Los Ojos Sombríos

Horacio Quiroga


Cuento


Después de las primeras semanas de romper con Elena, una noche no pude evitar asistir a un baile. Hallábame hacía largo rato sentado y aburrido en exceso, cuando Julio Zapiola, viéndome allí, vino a saludarme. Es un hombre joven, dotado de rara elegancia y virilidad de carácter. Lo había estimado muchos años atrás, y entonces volvía de Europa, después de larga ausencia.

Así nuestra charla, que en otra ocasión no hubiera pasado de ocho o diez frases, se prolongó esta vez en larga y desahogada sinceridad. Supe que se había casado; su mujer estaba allí mismo esa noche. Por mi parte, lo informé de mi noviazgo con Elena—y su reciente ruptura. Posiblemente me quejé de la amarga situación, pues recuerdo haberle dicho que creía de todo punto imposible cualquier arreglo.

—No crea en esas sacudidas—me dijo Zapiola con aire tranquilo y serio.—Casi nunca se sabe al principio lo que pasará o se hará después. Yo tengo en mi matrimonio una novela infinitamente más complicada que la suya; lo cual no obsta para que yo sea hoy el marido más feliz de la tierra. Oigala, porque a usted podrá serle de gran provecho. Hace cinco años me vi con gran frecuencia con Vezzera, un amigo del colegio a quien había querido mucho antes, y sobre todo él a mí. Cuanto prometía el muchacho se realizó plenamente en el hombre; era como antes inconstante, apasionado, con depresiones y exaltamientos femeniles. Todas sus ansias y suspicacias eran enfermizas, y usted no ignora de qué modo se sufre y se hace sufrir con este modo de ser.

Un día me dijo que estaba enamorado, y que posiblemente se casaría muy pronto. Aunque me habló con loco entusiasmo de la belleza de su novia, esta apreciación suya de la hermosura en cuestión no tenía para mí ningún valor. Vezzera insistió, irritándose con mi orgullo.

—No sé qué tiene que ver el orgullo con esto—le observé.


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7 págs. / 13 minutos / 292 visitas.

Publicado el 27 de julio de 2016 por Edu Robsy.

El Potro Salvaje

Horacio Quiroga


Cuento


Era un caballo, un joven potro de corazón ardiente, que llegó del desierto a la ciudad, a vivir del espectáculo de su velocidad.

Ver correr aquel animal era, en efecto, un espectáculo considerable. Corría con la crin al viento y el viento en sus dilatadas narices. Corría, se estiraba; y se estiraba más aún, y el redoble de sus cascos en la tierra no se podía medir. Corría sin regla ni medida, en cualquier dirección del desierto y a cualquier hora del día. No existían pistas para la libertad de su carrera, ni normas para el despliegue de su energía. Poseía extraordinaria velocidad y un ardiente deseo de correr. De modo que se daba todo entero en sus disparadas salvajes, y esta era la fuerza de aquel caballo.

A ejemplo de los animales muy veloces, el joven potro tenía pocas aptitudes para el arrastre. Tiraba mal, sin coraje ni bríos ni gusto. Y como en el desierto apenas alcanzaba el pasto para sustentar a los caballos de pesado tiro, el veloz animal se dirigió a la ciudad a vivir de sus carreras.

En un principio entregó gratis el espectáculo de su gran velocidad, pues nadie hubiera pagado una brizna de paja por verlo —ignorantes todos del corredor que había en él. En las bellas tardes, cuando las gentes poblaban los campos inmediatos a la ciudad —y sobre todo los domingos—, el joven potro trotaba a la vista de todos, arrancaba de golpe, deteníase, trotaba de nuevo husmeando el viento, para lanzarse por fin a toda velocidad, tendido en una carrera loca que parecía imposible de superar y que superaba a cada instante, pues aquel joven potro, como hemos dicho, ponía en sus narices, en sus cascos y su carrera, todo su ardiente corazón.

Las gentes quedaron atónitas ante aquel espectáculo que se apartaba de todo lo que acostumbraban ver, y se retiraron sin apreciar la belleza de aquella carrera.


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4 págs. / 7 minutos / 450 visitas.

Publicado el 27 de julio de 2016 por Edu Robsy.

La Tortuga Gigante

Horacio Quiroga


Cuento, Cuento infantil


Había una vez un hombre que vivía en Buenos Aires, y estaba muy contento porque era un hombre sano y trabajador. Pero un día se enfermó, y los médicos le dijero que solamente yéndose al campo podría curarse. Él no quería ir, porque tenía hermanos chicos a quienes daba de comer; y se enfermaba cada día más. Hasta que un amigo suyo, que era director del Zoológico, le dijo un día:

—Usted es amigo mío, y es un hombre bueno y trabajador. Por eso quiero que se vaya a vivir al monte, a hace rmucho ejercicio al aire libre para curarse. Y como usted tiene mucha puntería con la escopeta, cace bichos del monte para traerme los cueros, y yo le daré plata adelantada para que sus hermanitos puedan comer bien.

El hombre enfermo aceptó, y se fue a vivir al monte, lejos, más lejos que Misiones todavía. Hacía allá mucho calor, y eso le hacía bien.

Vivía solo en el bosque, y él mismo se cocinaba. Comía pájaros y bichos del monte, que cazaba con la escopeta, y después comía frutos. Dormía bajo los árboles, y cuando hacía mal tiempo construía en cinco minutos una ramada con hojas de palmera, y allí pasaba sentado y fumando, muy contento en medio del bosque que bramaba con el viento y la lluvia.

Había hecho un atado con los cueros de los animales, y lo llevaba al hombro.

Había también agarrado vivas muchas víboras venenosas, y las llevaba dentro de un gran mate, porque allá hay mates tan grandes como una lata de kerosene.

El hombre tenía otra vez buen color, estaba fuerte y tenía apetito. Precisamente un día que tenía mucha hambre, porque hacía dos días que no cazaba nada, vio a la orilla de una gran laguna un tigre enorme que quería comer una tortuga, y la ponía parada de canto para meter dentro una pata y sacar la carne con las uñas.


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5 págs. / 9 minutos / 4.906 visitas.

Publicado el 28 de julio de 2016 por Edu Robsy.

A la Deriva

Horacio Quiroga


Cuento


El hombre pisó algo blanduzco, y en seguida sintió la mordedura en el pie. Saltó adelante, y al volverse con un juramento, vió una yararacusú que arrollada sobre sí misma esperaba otro ataque.

El hombre echó una veloz ojeada a su pie, donde dos gotitas de sangre engrosaban dificultosamente, y sacó el machete de la cintura. La víbora vió la amenaza, y hundió más la cabeza en el centro mismo de su espiral; pero el machete cayó de plano, dislocándole las vértebras.

El hombre se bajó hasta la mordedura, quitó las gotitas de sangre, y durante un instante contempló. Un dolor agudo nacía de los dos puntitos violeta, y comenzaba a invadir todo el pie. Apresuradamente se ligó el tobillo con su pañuelo y siguió por la picada hacia su rancho.

El dolor en el pie aumentaba, con sensación de tirante abultamiento, y de pronto el hombre sintió dos o tres fulgurantes puntadas que como relámpagos habían irradiado desde la herida hasta la mitad de la pantorrilla. Movía la pierna con dificultad; una metálica sequedad de garganta, seguida de sed quemante, le arrancó un nuevo juramento.

Llegó por fin al rancho, y se echó de brazos sobre la rueda de un trapiche. Los dos puntitos violeta desaparecían ahora en la monstruosa hinchazón del pie entero. La piel parecía adelgazada y a punto de ceder, de tensa. Quiso llamar a su mujer, y la voz se quebró en un ronco arrastre de garganta reseca. La sed lo devoraba.

—¡Dorotea!—alcanzó a lanzar en un estertor.—¡Dame caña!

Su mujer corrió con un vaso lleno, que el hombre sorbió en tres tragos. Pero no había sentido gusto alguno.

—¡Te pedí caña, no agua!—rugió de nuevo.—¡Dame caña!

—¡Pero es caña, Paulino!—protestó la mujer espantada.

—¡No, me diste agua! ¡Quiero caña, te digo!


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3 págs. / 5 minutos / 3.382 visitas.

Publicado el 28 de julio de 2016 por Edu Robsy.

Para Noche de Insomnio

Horacio Quiroga


Cuento


Ningún hombre, lo repito, ha narrado con más magia las excepciones de la vida humana y de la naturaleza, los ardores de la curiosidad de la convalescencia, los fines de estación cargados de esplendores enervantes, los tiempos cálidos, húmedos y brumosos, en que el viento del sud debilita y distiende los nervios como las cuerdas de un instrumento, en que los ojos se llenan de lágrimas que no vienen del corazón. —la alucinación, dejando al principio bien pronto conocida y razonadora como un libro,— el absurdo instalándose en la inteligencia y gobernándola con una espantable lógica, la historia usurpando el sitio de la voluntad, la contradicción establecida entre los nervios y el espíritu, y el hombre desacordado hasta el punto de expresar el dolor por la risa.

Baudelaire (Vida y obras de Edgar Poe)


A todos nos había sorprendido la fatal noticia: y quedamos aterrados cuando un criado nos trajo —volando— detalles de su muerte. Aunque hacía mucho tiempo que notábamos en nuestro amigo señales de desequilibrio, no pensamos que nunca pudiera llegar a ese extremo. Había llevado a cabo el suicidio más espantoso sin dejarnos un recuerdo para sus amigos.

Y cuando le tuvimos en nuestra presencia, volvimos el rostro, presos de una compasión horrorizada.

Aquella tarde húmeda y nublada, hacía que nuestra impresión fuera más fuerte. El cielo estaba lívido, y una neblina fosca cruzaba el horizonte.

Condujimos el cadáver en un carruaje, apelotonados por un horror creciente. La noche venía encima, y por la portezuela mal cerrada caía un río de sangre que marcaba en rojo nuestra marcha.


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3 págs. / 5 minutos / 159 visitas.

Publicado el 26 de octubre de 2022 por Edu Robsy.

Nuestro Primer Cigarro

Horacio Quiroga


Cuento


Ninguna época de mayor alegría que la que nos proporcionó a María y a mí, nuestra tía con su muerte.

Inés volvía de Buenos Aires, donde había pasado tres meses. Esa noche, cuando nos acostábamos, oímos que Inés decía a mamá:

—¡Qué extraño!… Tengo las cejas hinchadas.

Mamá examinó seguramente las cejas de tía, pues después de un rato contestó:

—Es cierto… ¿No sientes nada?

—No… sueño.

Al día siguiente, hacia las dos de la tarde, notamos de pronto fuerte agitación en casa, puertas que se abrían y no se cerraban, diálogos cortados de exclamaciones, y semblantes asustados. Inés tenía viruela, y de cierta especie hemorrágica que vivía en Buenos Aires.

Desde luego, a mi hermana y a mí nos entusiasmó el drama. Las criaturas tienen casi siempre la desgracia de que las grandes cosas no pasen en su casa. Esta vez nuestra tía—¡casualmente nuestra tía!—¡enferma de viruela! Yo, chico feliz, contaba ya en mi orgullo la amistad de un agente de policía, y el contacto con un payaso que saltando las gradas había tomado asiento a mi lado. Pero ahora el gran acontecimiento pasaba en nuestra propia casa; y al comunicarlo al primer chico que se detuvo en la puerta de calle a mirar, había ya en mis ojos la vanidad con que una criatura de riguroso luto pasa por primera vez ante sus vecinillos atónitos y envidiosos.

Esa misma tarde salimos de casa, instalándonos en la única que pudimos hallar con tanta premura, una vieja quinta de los alrededores. Una hermana de mamá, que había tenido viruela en su niñez, quedó al lado de Inés.


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9 págs. / 16 minutos / 1.179 visitas.

Publicado el 28 de julio de 2016 por Edu Robsy.

Juan Poltí, Half-back

Horacio Quiroga


Cuento


Cuando un muchacho llega, por a o b, y sin previo entrenamiento, a gustar de ese fuerte alcohol de varones que es la gloria, pierde la cabeza irremisiblemente. Es un paraíso demasiado artificial para su joven corazón. A veces pierde algo más, que después se encuentra en la lista de defunciones.

Tal es el caso de Juan Poltí, half-back del Nacional de Montevideo. Como entrenamiento en el juego, el muchacho lo tenía a conciencia. Tenía, además, una cabeza muy dura, y ponía el cuerpo rígido como un taco al saltar: por lo cual jugaba al billar con la pelota, lanzándola de corrida hasta el mismo gol.

Poltí tenía veinte años, y había pisado la cancha a los quince, en un ignorado club de quinta categoría. Pero alguien del Nacional lo vio cabecear, comunicando enseguida a su gente. El Nacional lo contrató, y Poltí fue feliz.

Al muchacho le sobraba, naturalmente, fuego, y este brusco salto en la senda de la gloria lo hizo girar sobre sí mismo como un torbellino. Llegar desde una portería de juzgado a un ministerio, es cosa que razonablemente puede marear; pero dormirse forward de un club desconocido y despertar half-back del Nacional, toca en lo delirante. Poltí deliraba, pateaba, y aprendía frases de efecto: «Yo, señor presidente, quiero honrar el baldón que me han confiado».

Él quería decir «blasón», pero lo mismo daba, dado que el muchacho valía en la cancha lo que una o dos docenas de profesores en sus respectivas cátedras.

Sabía apenas escribir, y se le consiguió un empleo de archivista con 50 pesos oro. Dragoneaba furtivamente con mayor o menor lujo de palabras rebuscadas, y adquirió una novia en forma, con madre, hermanas y una casa que él visitaba.

La gloria lo circundaba como un halo. «El día que no me encuentre más en forma», decía, «me pego un tiro».


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Dominio público
2 págs. / 4 minutos / 207 visitas.

Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

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