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autor: Horacio Quiroga etiqueta: Cuento


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Los Buques Suicidantes

Horacio Quiroga


Cuento


Resulta que hay pocas cosas más terribles que encontrar en el mar un buque abandonado. Si de día el peligro es menor, de noche no se ven ni hay advertencia posible: el choque se lleva a uno y otro.

Estos buques abandonados por a o por b, navegan obstinadamente a favor de las corrientes o del viento, si tienen las velas desplegadas. Recorren así los mares, cambiando caprichosamente de rumbo.

No pocos de los vapores que un buen día no llegaron a puerto, han tropezado en su camino con uno de estos buques silenciosos que viajan por su cuenta. Siempre hay probabilidad de hallarlos, a cada minuto. Por ventura las corrientes suelen enredarlos en los mares de sargazo. Los buques se detienen, por fin, aquí o allá, inmóviles para siempre en ese desierto de algas. Así, hasta que poco a poco se van deshaciendo. Pero otros llegan cada día, ocupan su lugar en silencio, de modo que el tranquilo y lúgubre puerto, siempre está frecuentado.

El principal motivo de estos abandonos de buque son sin duda las tempestades y los incendios que dejan a la deriva negros esqueletos errantes. Pero hay otras causas singulares entre las que se puede incluir lo acaecido al María Margarita, que zarpó de Nueva York el 24 de Agosto de 1903, y que el 26 de mañana se puso al habla con una corbeta, sin acusar novedad alguna. Cuatro horas más tarde, un paquete, no teniendo respuesta, desprendió una chalupa que abordó al María Margarita. En el buque no había nadie. Las camisetas de los marineros se secaban a proa. La cocina estaba prendida aún. Una máquina de coser tenía la aguja suspendida sobre la costura, como si hubiera sido dejada un momento antes. No había la menor señal de lucha ni de pánico, todo en perfecto orden; y faltaban todos. ¿Qué pasó?

La noche que aprendí esto estábamos reunidos en el puente. Ibamos a Europa, y el capitán nos contaba su historia marina, perfectamente cierta, por otro lado.


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Publicado el 27 de julio de 2016 por Edu Robsy.

El Crimen del Otro

Horacio Quiroga


Cuento


Las aventuras que voy a contar datan de cinco años atrás. Yo salía entonces de la adolescencia. Sin ser lo que se llama un nervioso, poseía en el más alto grado la facultad de gesticular, arrastrándome a veces a extremos de tal modo absurdos que llegué a inspirar mientras hablaba, verdaderos sobresaltos. Este desequilibrio entre mis ideas —las más naturales posibles— y mis gestos —los más alocados posibles,— divertían a mis amigos, pero sólo a aquellos que estaban en el secreto de esas locuras sin igual. Hasta aquí mis nerviosismos y no siempre. Luego entra en acción mi amigo Fortunato, sobre quien versa todo lo que vov a contar.

Poe era en aquella época el único autor que yo leía. Ese maldito loco había llegado a dominarme por completo, no había sobre la mesa un solo libro que no fuera de él. Toda mi cabeza estaba llena de Poe, como si la hubieran vaciado en el molde de Ligeia ¡Ligeia! ¡Qué adoración tenía por este cuento! Todos e intensamente: Valdemar, que murió siete meses después, Dupin, en procura de la carta robada, las Sras. de Espanaye, desesperadas en su cuarto piso, Berenice, muerta a traición, todos, todos me eran famdiares. Pero entre todos, el Tonel del Amontillado me había seducido como una cosa íntima mía. Montresor. El Carnaval. Fortunato, me eran tan comunes que leía ese cuento sin nombrar ya a los personajes; y al mismo tiempo envidiaba tanto a Poe que me hubiera dejado cortar con gusto la mano derecha por escribir esa maravillosa intriga. Sentado en casa, en un rincón, pasé más de cuatro horas leyendo ese cuento con una fruición en que entraba sin duda mucho de adverso para Fortunato. Dominaba todo el cuento, pero todo, todo, todo. Ni una sonrisa por ahí, ni una premura en Fortunato se escapaba a mi perspicacia ¿Qué no sabía ya de Fortunato y su deplorable actitud?


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16 págs. / 28 minutos / 75 visitas.

Publicado el 29 de octubre de 2022 por Edu Robsy.

Los Fabricantes de Carbón

Horacio Quiroga


Cuento


Los dos hombres dejaron en tierra el artefacto de cinc y se sentaron sobre él. Desde el lugar donde estaban, a la trinchera, había aún treinta metros y el cajón pesaba. Era ésa la cuarta detención —y la última—, pues muy próxima la trinchera alzaba su escarpa de tierra roja.

Pero el sol de mediodía pesaba también sobre la cabeza desnuda de los dos hombres. La cruda luz lavaba el paisaje en un amarillo lívido de eclipse, sin sombras ni relieves. Luz de sol meridiano, como el de Misiones, en que las camisas de los dos hombres deslumbraban.

De vez en cuando volvían la cabeza al camino recorrido, y la bajaban enseguida, ciegos de luz. Uno de ellos, por lo demás, ostentaba en las precoces arrugas y en las infinitas patas de gallo el estigma del sol tropical. Al rato ambos se incorporaron, empuñaron de nuevo la angarilla, y paso tras paso, llegaron por fin. Se tiraron entonces de espaldas a pleno sol, y con el brazo se taparon la cara.

El artefacto, en efecto, pesaba, cuanto pesan cuatro chapas galvanizadas de catorce pies, con el refuerzo de cincuenta y seis pies de hierro L y hierro T de pulgada y media. Técnica dura, ésta, pero que nuestros hombres tenían grabada hasta el fondo de la cabeza, porque el artefacto en cuestión era una caldera para fabricar carbón que ellos mismos habían construido y la trinchera no era otra cosa que el horno de calefacción circular, obra también de su solo trabajo. Y, en fin, aunque los dos hombres estaban vestidos como peones y hablaban como ingenieros, no eran ni ingenieros ni peones.

Uno se llamaba Duncan Dréver, y Marcos Rienzi, el otro. Padres ingleses e italianos, respectivamente, sin que ninguno de los dos tuviera el menor prejuicio sentimental hacia su raza de origen. Personificaban así un tipo de americano que ha espantado a Huret, como tantos otros: el hijo de europeo que se ríe de su patria heredada con tanta frescura como de la suya propia.


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16 págs. / 29 minutos / 65 visitas.

Publicado el 24 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Galpón

Horacio Quiroga


Cuento


Si se debiera juzgar del valor de los sentimientos por su intensidad, ninguno tan rico como el miedo. El amor y la cólera, profundamente trastornantes, no tienen ni con mucho la facultad absorbente de aquél, siendo éste por naturaleza el más íntimo y vital, pues es el que mejor defiende la vida. Instinto, lógica, intuición, todo se sublima de golpe. El frío medular, la angustia relajadora hasta convertir en pasta inerte nuestros músculos, lo horrible inminente, nos dicen únicamente que tenemos miedo, miedo; esto solo basta. Por otro lado, su reacción, cuando felizmente llega, es el mayor estimulante de energía física que se conozca. Un amante desesperado o un hombre ardiendo en ira forzarán al cuerpo humano a que entregue su último átomo de fuerza; pero a todos consta que si a aquéllos el paroxismo de su pasión es capaz de hacerles correr cien metros en diez segundos, el simple miedo les hará correr ciento diez.

Estas conclusiones habían sido sacadas por Carassale de charla al respecto y éramos cuatro en un café de estación: el deductor; Fernández, muchacho de cara maculada con opalinas cicatrices de granos y gruesa nariz, cuyos ojos muy juntos brillaban como cuentas en la raíz de aquélla; Estradé, estudiante de ingeniería casi siempre, y gran jugador de carreras cuando no sabía qué hacer, y yo.

Fernández conoce poco a Carassale. He dado a la consideración de éste un tono dogmático —forzado por razones de brevedad— de que está muy lejos el discreto amigo. Aun así, Fernández lo miró con juvenil y alegre impertinencia.

—¿Usted es miedoso? —preguntole.

—Creo que no, no mucho; a veces, de nada, pero otras, sí.

—¿Pero miedo, no?

—Sí, miedo.


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3 págs. / 5 minutos / 103 visitas.

Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Los Mensú

Horacio Quiroga


Cuento


Cayetano Maidana y Esteban Podeley, peones de obraje, volvían a Posadas en el Silex, con quince compañeros. Podeley, labrador de madera, tornaba a los nueve meses, la contrata concluída, y con pasaje gratis, por lo tanto. Cayé—mensualero—llegaba en iguales condiciones, mas al año y medio, tiempo necesario para chancelar su cuenta.

Flacos, despeinados, en calzoncillos, la camisa abierta en largos tajos, descalzos como la mayoría, sucios como todos ellos, los dos mensú devoraban con los ojos la capital del bosque, Jerusalem y Gólgota de sus vidas. ¡Nueve meses allá arriba! ¡Año y medio! Pero volvían por fin, y el hachazo aún doliente de la vida del obraje, era apenas un roce de astilla ante el rotundo goce que olfateaban allí.

De cien peones, sólo dos llegan a Posadas con haber. Para esa gloria de una semana a que los arrastra el río aguas abajo, cuentan con el anticipo de una nueva contrata. Como intermediario y coadyuvante, espera en la playa un grupo de muchachas alegres de carácter y de profesión, ante las cuales los mensú sedientos lanzan su ¡ahijú! de urgente locura.

Cayé y Podeley bajaron tambaleantes de orgía pregustada, y rodeados de tres o cuatro amigas, se hallaron en un momento ante la cantidad suficiente de caña para colmar el hambre de eso de un mensú.


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10 págs. / 18 minutos / 371 visitas.

Publicado el 28 de julio de 2016 por Edu Robsy.

La Señorita Leona

Horacio Quiroga


Cuento


Una vez que el hombre, débil, desnudo y sin garras, hubo dominado a los demás animales por el esfuerzo de su inteligencia, llegó a temer por el destino de su especie.

Había alcanzado ya entonces las más altas cumbres del pensamiento y de la belleza. Pero por bajo de estos triunfos exclusivamente mentales, obtenidos a costa de su naturaleza original, la especie se moría de anemia. Tras esa lucha sin tregua, en que el intelecto había agotado cuanto de dialéctica, sofismas, emboscadas e insidias caben en él, no quedaba al alma humana una gota de sinceridad. Y para devolver a la raza caduca su frescura primordial, los hombres meditaron introducir en la ciudad, criar y educar entre ellos a un ser que les sirviera de viviente ejemplo: un león.

La ciudad de que hablamos estaba naturalmente rodeada de murallas. Y desde lo alto de ellas los hombres miraban con envidia a los animales, de frente en fuga y sangre copiosísima, correr en libertad.

Una diputación fue, pues, al encuentro de los leones y les habló así:

—Hermanos: Nuestra misión es hoy de paz. Óigannos bien y sin temor alguno. Venimos a solicitar de ustedes una joven leona para educarla entre nosotros. Nosotros daremos en rehén un hijo nuestro, que ustedes a su vez criarán. Deseamos criar una joven leona desde sus primeros días. Nosotros la educaremos, y el ejemplo de su fortaleza aprovechará a nuestros hijos. Cuando ambos sean mayores, decidirán libremente de su destino.

Largas horas los leones meditaron con ojos oblicuos ante aquella franqueza inhabitual. Al fin accedieron; y en consecuencia se internaron en el desierto con un hombrecito de tres años que acompañaban con lento paso, mientras los hombres retornaban a la ciudad llevando con exquisito cuidado en brazos a una joven leona, tan joven que esa mañana había abierto las pupilas, y fijaba en los hombres que la cargaban, uno tras otro, la mirada clarísima y vacía de sus azules ojos.


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4 págs. / 8 minutos / 269 visitas.

Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Estefanía

Horacio Quiroga


Cuento


Después de la muerte de su mujer, todo el cariño del señor Muller se concentró en su hija. Las noches de los primeros meses quedábase sentado en el comedor, mirándola jugar por el suelo. Seguía todos los movimientos de la criatura que parloteaba con sus juguetes, con una pensativa sonrisa llena de recuerdos que concluía siempre por llenarse de lágrimas. Más tarde su pena, dulcificándose, dejole entregado de lleno a la feliz adoración de su hija, con extremos íntimos de madre. Vivía pobremente, feliz en su humilde alegría. Parecía que no hubiera chocado jamás con la vida, deslizando entre sus intersticios su suave existencia. Caminaba doblado hacia adelante, sonriendo tímidamente. Su cara lampiña y rosada, en esa senectud inocente, hacía volver la cabeza.

La criatura creció. Su carácter apasionado llenaba a su padre de orgullo, aun sufriendo sus excesos; y bajo las bruscas contestaciones de su hija que lo herían despiadadamente, la admiraba, a pesar de todo, por ser hija suya y tan distinta de él.

Pero la criatura tuvo un día dieciséis años, y concluyendo de comer, una noche de invierno, se sentó en las rodillas de su padre y le dijo entre besos que quería mucho, mucho a su papá, pero que también lo quería mucho a él. El señor Muller consintió en todo; ¿qué iba a hacer? Su Estefanía no era para él, bien lo sabía; pero ella lo querría siempre, no la perdería del todo. Aun sintió, olvidándose de sí mismo, paternal alegría por la felicidad de su hija; pero tan melancólica que bajó la cabeza para ocultar los ojos.


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4 págs. / 8 minutos / 129 visitas.

Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Silvina y Montt

Horacio Quiroga


Cuento


El error de Montt, hombre ya de cuarenta años, consistió en figurarse que, por haber tenido en las rodillas a una bella criatura de ocho, podía, al encontrarla dos lustros después, perder en honor de ella uno solo de los suyos.

Cuarenta años bien cumplidos. Con un cuerpo joven y vigoroso, pero el cabello raleado y la piel curtida por el sol del Norte. Ella, en cambio, la pequeña Silvina, que por diván prefiriera las rodillas de su gran amigo Montt, tenía ahora dieciocho años. Y Montt, después de una vida entera pasada sin verla, se hallaba otra vez ante ella, en la misma suntuosa sala que le era familiar y que le recordaba su juventud.

Lejos, en la eternidad todo aquello… De nuevo la sala conocidísima. Pero ahora estaba cortado por sus muchos años de campo y su traje rural, oprimiendo apenas con sus manos, endurecidas de callos, aquellas dos francas y bellísimas manos que se tendían a él.

—¿Cómo la encuentra, Montt? —le preguntaba la madre—. ¿Sospecharía volver a ver así a su amiguita?

—¡Por Dios, mamá! No estoy tan cambiada —se rió Silvina. Y volviéndose a Montt—: ¿Verdad?

Montt sonrió a su vez, negando con la cabeza. «Atrozmente cambiada… para mí», se dijo, mirando sobre el brazo del sofá su mano quebrada y con altas venas, que ya no podía más extender del todo por el abuso de las herramientas.

Y mientras hablaba con aquella hermosa criatura, cuyas piernas, cruzadas bajo una falda corta, mareaban al hombre que volvía del desierto, Montt evocó las incesantes matinées y noches de fiesta en aquella misma casa, cuando Silvina evolucionaba en el buffet para subir hasta las rodillas de Montt, con una marrón glacé que mordía lentamente, sin apartar sus ojos de él.


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10 págs. / 17 minutos / 150 visitas.

Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Triple Robo de Bellamore

Horacio Quiroga


Cuento


Días pasados los tribunales condenaron a Juan Carlos Bellamore a la pena de cinco años de prisión por robos cometidos en diversos bancos. Tengo alguna relación con Bellamore: es un muchacho delgado y grave, cuidadosamente vestido de negro. Le creo tan incapaz de esas hazañas como de otra cualquiera que pida nervios finos. Sabía que era empleado eterno de bancos; varias veces se lo oí decir, y aun agregaba melancólicamente que su porvenir estaba cortado; jamás sería otra cosa. Sé además que si un empleado ha sido puntual y discreto, él es ciertamente Bellamore. Sin ser amigo suyo, lo estimaba, sintiendo su desgracia. Ayer de tarde comenté el caso en un grupo.

—Sí —me dijeron—; le han condenado a cinco años. Yo lo conocía un poco; era bien callado. ¿Cómo no se me ocurrió que debía ser él? La denuncia fue a tiempo.

—¿Qué cosa? —interrogué sorprendido.

—La denuncia; fue denunciado.

—En los últimos tiempos —agregó otro— había adelgazado mucho.

Y concluyó sentenciosamente:

—Lo que es yo no confío más en nadie.

Cambié rápidamente de conversación. Pregunté si se conocía al denunciante.

—Ayer se supo. Es Zaninski.

Tenía grandes deseos de oír la historia de boca de Zaninski: primero, la anormalidad de la denuncia, falta en absoluto de interés personal; segundo, los medios de que se valió para el descubrimiento. ¿Cómo había sabido que era Bellamore?

Este Zaninski es ruso, aunque fuera de su patria desde pequeño. Habla despacio y perfectamente el español, tan bien que hace un poco de daño esa perfección, con su ligero acento del Norte. Tiene ojos azules y cariñosos que suele fijar con una sonrisa dulce y mortificante. Cuentan que es raro. Lástima que en estos tiempos de sencilla estupidez no sepamos ya qué creer cuando nos dicen que un hombre es raro.


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3 págs. / 5 minutos / 25 visitas.

Publicado el 24 de enero de 2024 por Edu Robsy.

Dieta de Amor

Horacio Quiroga


Cuento


Ayer de mañana tropecé en la calle con una muchacha delgada, de vestido un poco más largo que lo regular, y bastante mona, a lo que me pareció. Me volví a mirarla y la seguí con los ojos hasta que dobló la esquina, tan poco preocupada ella por mi plantón como pudiera haberlo estado mi propia madre. Esto es frecuente.

Tenía, sin embargo, aquella figurita delgada un tal aire de modesta prisa en pasar inadvertida, un tan franco desinterés respecto de un badulaque cualquiera que con la cara dada vuelta está esperando que ella se vuelva a su vez, tan cabal indiferencia, en suma, que me encantó, bien que yo fuera el badulaque que la seguía en aquel momento.

Aunque yo tenía qué hacer, la seguí y me detuve en la misma esquina. A la mitad de la cuadra ella cruzó y entró en un zaguán de casa de altos.

La muchacha tenía un traje oscuro y muy tensas las medias. Ahora bien, deseo que me digan si hay una cosa en que se pierda mejor el tiempo que en seguir con la imaginación el cuerpo de una chica muy bien calzada que va trepando una escalera. No sé si ella contaba los escalones; pero juraría que no me equivoqué en un solo número y que llegamos juntos a un tiempo al vestíbulo.

Dejé de verla, pues. Pero yo quería deducir la condición de la chica del aspecto de la casa, y seguí adelante, por la vereda opuesta.

Pues bien, en la pared de la misma casa, y en una gran chapa de bronce, leí:


DOCTOR SWINDENBORG
FÍSICO DIETÉTICO
 

¡Físico dietético! Está bien. Era lo menos que me podía pasar esa mañana. Seguir a una mona chica de traje azul marino, efectuar a su lado una ideal ascensión de escalera, para concluir…


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5 págs. / 9 minutos / 196 visitas.

Publicado el 24 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

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