Textos más vistos de Horacio Quiroga etiquetados como Cuento | pág. 15

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autor: Horacio Quiroga etiqueta: Cuento


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Los Corderos Helados

Horacio Quiroga


Cuento


La historia —de un extremo al otro— se desarrolló en un frigorífico, y durante varios meses míster Dougald vivió en perfecta perplejidad sobre la clase de ofensa que pudo haber inferido a su capataz. Pero una mañana del verano último la luz se hizo, y el gerente del frigorífico sabe ahora perfectamente por qué el odio y los cerrojos de Tagliaferro se volcaron tras su espalda.

Esa cálida madrugada de febrero, míster Dougald, que en mangas de camisa pasea su pipa por los muelles del frigorífico, ha visto llegar hasta él a la esposa de Tagliaferro.

—Buenos días, míster Dougald —ha dicho ella, deteniéndose a su frente.

—Buenos días —ha respondido él, dejándose enfrentar.

—He querido hablarle ahora, míster Dougald —prosigue ella con grata sonrisa—, porque más tarde es difícil… Es por mi hermanito, Giacomo… usted sabe.

Pero míster Dougald, que sin moverse fija la vista en la joven —rostro fresco y ojos cálidos— la interrumpe:

—Sí, sí… mala cabeza. Usted… linda cara.

—Sí, míster Dougald —se ríe ella—, ya sé… Pero no se trata de eso. Giacomo está mal aconsejado. La última huelga…

—Poca cosa… —corta él, sacudiendo la cabeza—. Pero usted… muy linda cara.

—Bueno, míster Dougald; sea más serio. Sabemos que usted es muy bueno, y Duilio lo reconoce… Él se acuerda siempre de que usted no lo echó después de aquello… Vea, míster Dougald: cambiando de taller a Giacomo…

—Imposible —corta de nuevo. Para agregar, considerando siempre los ojos de la joven, que se marean cada vez que él insiste—: Usted… muy linda boca.

Ella opta por reírse, y dar por fracasada su embajada matinal.

—Otro día le hablaré, cuando esté más bueno.

—Es que yo digo: usted es…


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3 págs. / 6 minutos / 76 visitas.

Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Los Fabricantes de Carbón

Horacio Quiroga


Cuento


Los dos hombres dejaron en tierra el artefacto de cinc y se sentaron sobre él. Desde el lugar donde estaban, a la trinchera, había aún treinta metros y el cajón pesaba. Era ésa la cuarta detención —y la última—, pues muy próxima la trinchera alzaba su escarpa de tierra roja.

Pero el sol de mediodía pesaba también sobre la cabeza desnuda de los dos hombres. La cruda luz lavaba el paisaje en un amarillo lívido de eclipse, sin sombras ni relieves. Luz de sol meridiano, como el de Misiones, en que las camisas de los dos hombres deslumbraban.

De vez en cuando volvían la cabeza al camino recorrido, y la bajaban enseguida, ciegos de luz. Uno de ellos, por lo demás, ostentaba en las precoces arrugas y en las infinitas patas de gallo el estigma del sol tropical. Al rato ambos se incorporaron, empuñaron de nuevo la angarilla, y paso tras paso, llegaron por fin. Se tiraron entonces de espaldas a pleno sol, y con el brazo se taparon la cara.

El artefacto, en efecto, pesaba, cuanto pesan cuatro chapas galvanizadas de catorce pies, con el refuerzo de cincuenta y seis pies de hierro L y hierro T de pulgada y media. Técnica dura, ésta, pero que nuestros hombres tenían grabada hasta el fondo de la cabeza, porque el artefacto en cuestión era una caldera para fabricar carbón que ellos mismos habían construido y la trinchera no era otra cosa que el horno de calefacción circular, obra también de su solo trabajo. Y, en fin, aunque los dos hombres estaban vestidos como peones y hablaban como ingenieros, no eran ni ingenieros ni peones.

Uno se llamaba Duncan Dréver, y Marcos Rienzi, el otro. Padres ingleses e italianos, respectivamente, sin que ninguno de los dos tuviera el menor prejuicio sentimental hacia su raza de origen. Personificaban así un tipo de americano que ha espantado a Huret, como tantos otros: el hijo de europeo que se ríe de su patria heredada con tanta frescura como de la suya propia.


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16 págs. / 29 minutos / 68 visitas.

Publicado el 24 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Los Guantes de Goma

Horacio Quiroga


Cuento


El individuo se enfermó. Llegó a la casa con atroz dolor de cabeza y náuseas. Acostose enseguida, y en la sombría quietud de su cuarto sintió sin duda alivio. Mas a las tres horas aquello recrudeció de tal modo que comenzó a quejarse a labio apretado. Vino el médico, ya de noche, y pronto el enfermo quedó a oscuras, con bolsas de hielo sobre la frente.

Las hijas de la casa, naturalmente excitadas, contáronnos en voz todavía baja, en el comedor, que era un ataque cerebral, pero que por suerte había sido contrarrestado a tiempo. La mayor de ellas, sobre todo, una muchacha fuertemente nerviosa, anémica y desaliñada, cuyos ojos se sobreabrían al menor relato criminal, estaba muy impresionada. Fijaba la mirada en cada una de sus hermanas que se quitaban mutuamente la palabra para repetir lo mismo.

—¿Y usted, Desdémona, no lo ha visto? —preguntole alguno.

—¡No, no! Se queja horriblemente… ¿Está pálido? —se volvió a Ofelia.

—Sí, pero al principio no… Ahora tiene los labios negros.

Las chicas prosiguieron, y de nuevo los ojos dilatados de Desdémona iban de la una a la otra.

Supongo que el enfermo pasó estrictamente mal la noche, pues al día siguiente hallé el comedor agitado. Lo que tenía el huésped no era ataque cerebral sino viruela. Mas como para el diagnóstico anterior, las chicas ardían de optimismo.

—Por suerte, es un caso sumamente benigno. El mismo médico le dijo a la madre: «No se aflija, señora, es un caso sumamente benigno».

Ofelia accionaba bien, y Artemisa secundaba su seguridad. La hermana mayor, en cambio, estaba muda, más pálida y despeinada que de costumbre, pendiente de los ojos del que tenía la palabra.

—Y la viruela no se cura, ¿no? —atreviose a preguntar, ansiosa en el fondo de que no se curara y aun hubiera cosas mucho más desesperantes.


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4 págs. / 7 minutos / 146 visitas.

Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Miss Dorothy Phillips, mi Esposa

Horacio Quiroga


Cuento


Yo pertenezco al grupo de los pobres diablos que salen noche a noche del cinematógrafo enamorados de una estrella. Me llamo Guillermo Grant, tengo treinta y un años, soy alto, delgado y trigueño, como cuadra, a efectos de la exportación, a un americano del sur. Estoy apenas en regular posición, y gozo de buena salud.

Voy pasando la vida sin quejarme demasiado, muy poco descontento de la suerte, sobre todo cuando he podido mirar de frente un par de hermosos ojos todo el tiempo que he deseado.

Hay hombres, mucho más respetables que yo desde luego, que si algo reprochan a la vida es no haberles dado tiempo para redondear un hermoso pensamiento. Son personas de vasta responsabilidad moral ante ellos mismos, en quienes no cabe, ni en posesión ni en comprensión, la frivolidad de mis treinta y un años de existencia. Yo no he dejado, sin embargo, de tener amarguras, aspiracioncitas, y por mi cabeza ha pasado una que otra vez algún pensamiento. Pero en ningún instante la angustia y el ansia han turbado mis horas como al sentir detenidos en mí dos ojos de gran belleza.

Es una verdad clásica que no hay hermosura completa si los ojos no son el primer rasgo bello del semblante. Por mi parte, si yo fuera dictador decretaría la muerte de toda mujer que presumiera de hermosa, teniendo los ojos feos. Hay derecho para hacer saltar una sociedad de abajo arriba, y el mismo derecho —pero al revés— para aplastarla de arriba abajo. Hay derecho para muchísimas cosas. Pero para lo que no hay derecho, ni lo habrá nunca es para usurpar el título de belleza cuando la dama tiene los ojos de ratón. No importa que la boca, la nariz, el corte de cara sean admirables. Faltan los ojos, que son todo.


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30 págs. / 53 minutos / 105 visitas.

Publicado el 24 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Para Estudiar el Asunto

Horacio Quiroga


Cuento


No ha habido probablemente empresa más contrariada en sus principios que la Hidráulica Continental de Luz, Calefacción y Fuerza motriz. Ya se ve: un rival de ese calibre perjudicaba en lo más hondo de sus estatutos a todas las compañías existentes nacionales o transatlánticas, de gas o electricidad. Hubo obstrucciones sin cuenta, tratándose naturalmente de una lucha de millones. Pero cuando el pozo de la Continental hubo llegado a cuatrocientos ochenta y tres metros, y la columna artesiana surgió con mucho mayor empuje del calculado, la hostilidad arreció.

La Continental, sin embargo, maniobró tan sabiamente, que obtuvo maravillosas garantías, y acto seguido la concesión pasaba al Congreso.

Ahora bien, la mayoría de los diputados halló que las garantías del gobierno eran excesivas, y la concesión, con proyecciones hasta el Juicio Final.

De modo que la Hidráulica, viendo en esa resistencia un peligro mucho mayor que los hasta entonces corridos, resolvió iluminar debidamente el cerebro de los congresales.

El primero a quien le cupo el honor de esta respetable enseñanza —y decimos «primero» por simple cálculo de probabilidades— fue David Seguerén, correntino, jurisconsulto, y de blancura más bien disimulada. Este joven sensato, electo por cualquier misterio de la política, debía concluir su periodo el próximo año. Hallábase desprovisto de toda esperanza de reelección, y aunque antes había atendido su naciente estudio con éxito, volviendo allá no tendría mucho que hacer, después de cuatro años de clientela perdida. Luego, había una madre y muchas hermanas, pobres como él y como lo habían sido siempre. Seguerén veía, pues, acercarse el momento de su cesantía, con la constante inquietud del hombre que alimenta a su familia paterna.

Esta inquietud fue la brecha a que se dirigió la empresa.


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2 págs. / 4 minutos / 83 visitas.

Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Polea Loca

Horacio Quiroga


Cuento


En una época en que yo tuve veleidades de ser empleado nacional, oí hablar de un hombre que durante los dos años que desempeñó un puesto público no contestó una sola nota.

—He aquí un hombre superior —me dije—. Merece que vaya a verlo.

Porque debo confesar que el proceder habitual y forzoso de contestar cuanta nota se recibe es uno de los inconvenientes más grandes que hallaba yo a mi aspiración. El delicado mecanismo de la administración nacional —nadie lo ignora— requiere que toda nota que se nos hace el honor de dirigir, sea fatal y pacientemente contestada. Una sola comunicación puesta de lado, la más insignificante de todas, trastorna hasta lo más hondo de sus dientes el engranaje de la máquina nacional. Desde las notas del presidente de la República a las de un oscuro cabo de policía, todas exigen respuesta en igual grado, todas encarnan igual nobleza administrativa, todas tienen igual austera trascendencia.

Es, pues, por esto que, convencido y orgulloso, como buen ciudadano, de la importancia de esas funciones, no me atrevía francamente a jurar que todas las notas que yo recibiera serían contestadas. Y he aquí que me aseguraban que un hombre, vivo aún, había permanecido dos años en la Administración Nacional, sin contestar —ni enviar, desde luego— ninguna nota…

Fui, por consiguiente, a verlo, en el fondo de la república. Era un hombre de edad avanzada, español, de mucha cultura, pues esta intelectualidad inesperada al pie de un quebracho, en una fogata de siringal o en un aduar del Sahara, es una de las tantas sorpresas del trópico.


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11 págs. / 19 minutos / 132 visitas.

Publicado el 24 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Rea Silvia

Horacio Quiroga


Cuento


Hay en este mundo naturalezas tan francamente abiertas a la vida que la desgracia puede ser para ellas el pañal en que se envuelven al nacer. Permítaseme esta ligera filosofía en honor a la crítica infancia de una criatura que nació para los más tormentosos debates de la pasión humana, y cuya vida pudo ser desgraciada como puede serlo el agua de los más costosos jarrones.

Sus padres le dieron por nombre Rea Silvia y la conocí en su propia casa. Era una criatura voluntariosa, de ojos negros y aterciopelados. Su alma expuesta al desquicio la hizo adorar (era muy pequeña) los brocatos oscuros de los sillones, las cortinas de terciopelo en que se envolvía tiritando como en un grande abrazo.

Era alegre, no obstante. Su turbulencia pasaba la medida común de las hijas últimas a que todo se consiente. Las amigas queridas de su mamá (señorita de Almendros, señorita de Joyeuse, señora de Noblecorazón) soñaban —unas para el futuro, otra para esos días— un ángel igual al de la blanca madre. El canario, que era una diminuta locura, los mirlos más pendencieros de la casa vecina, vivían en gravedad, si preciso fuera compararlos con las carcajadas de Rea. ¿Cómo, pues, tan alegre, perdía las horas en la sala oscura, sombra y desgracia de las hijas que van a soñar en ellas? Problemas son estos que solo una noble y grande alma puede descifrar.

Hay detalles que pintan un carácter: si esto es vulgar, Rea Silvia no lo era.

Hablaba de amor.

—Yo sé —decía una vez delante de un reflexivo grupo de criaturas—, yo sé muchas cosas. Yo he leído y además adivino. Para nosotras (se alisó gravemente la falda) el amor es toda la existencia. Una señora murió, murió de amor. Nadie la conocía sino mamá y papá. Murió.

Las criaturas —de la mano— se miraron. Una alzó la voz débilmente:

—¿Murió?…


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4 págs. / 8 minutos / 18 visitas.

Publicado el 23 de enero de 2024 por Edu Robsy.

Su Ausencia

Horacio Quiroga


Cuento


Con este mismo paso que hasta hace un instante me llevaba a la oficina, con la misma ropa y las mismas ideas, cambio bruscamente de rumbo y voy a casarme.

Son las tres de la tarde de un día de verano. A esta hora, a pleno sol, voy a sorprender a mi novia y a casarme con ella. ¿Cómo explicar esta inesperada y terrible urgencia?

Mil veces me he hecho una pregunta que constituye un oscuro punto en mi alma; mil veces me he torturado el cerebro tratando de aclarar esto: ¿por qué me fijé en la que es actualmente mi novia, le hice el amor y me comprometí con ella? ¿Qué súbito impulso me lleva con este paso a pleno sol, el 24 de febrero de 1921, a casarme fatal y urgentemente con una mujer que no ha oído de mis labios ofrecerle la más remota fecha de matrimonio?

¡Mi novia! No he tenido jamás alucinaciones por ella, ni sufrí nunca ilusión a su respecto. No hay en el mundo persona que pueda enamorarse de ella, fuera de mí. Es cuanto hay de feo, áspero y flaco en esta vida. En el cine puede verse alguna vez a una esquelética mujer de pelo estirado y nariz de arpía que repite el tipo de mi novia. No hay dos mujeres como ella en el mundo. Y a esta mujer he elegido entre todas para hacer de ella mi esposa.

Pero ¿por qué? Todo lo anormal, monstruoso mismo de esta elección, no saltó nunca a enrojecerme el rostro de vergüenza. La miré sin mirar lo que veía; la seguí como un hombre dormido que camina con los ojos abiertos; le hice el amor como un sonámbulo, y como un sonámbulo voy a casarme con ella.

Pero ahora mismo, mientras veo el abismo en que mi vida se precipita, ¿por qué no me detengo?

No puedo. Tengo la sensación de que voy, de que debo ir a toda costa, como si fuera arrastrado por una soga. Soy dueño de todas mis facultades, siento y razono normalmente; pero todo esto detrás de una enorme, vaga e indiferente voluntad que rige mi alma.


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26 págs. / 46 minutos / 183 visitas.

Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Un Peón

Horacio Quiroga


Cuento


Una tarde, en Misiones, acababa de almorzar cuando sonó el cencerro del portoncito. Salí afuera, y vi detenido a un hombre joven, con el sombrero en una mano y una valija en la otra.

Hacía cuarenta grados fácilmente, que sobre la cabeza crespa de mi hombre obraba como sesenta. No parecía él, sin embargo, inquietarse en lo más mínimo. Lo hice pasar, y el hombre avanzó sonriendo y mirando con curiosidad la copa de mis mandarinos de cinco metros de diámetro, que, dicho sea de paso, son el orgullo de la región y el mío.

Le pregunté qué quería, y me respondió que buscaba trabajo. Entonces lo miré con más atención.

Para peón, estaba absurdamente vestido. La valija, desde luego de suela, y con lujo de correas. Luego, su traje, de cordero marrón sin una mancha. Por fin las botas; y no botas de obraje, sino artículo de primera calidad. Y sobre todo esto, el aire elegante, sonriente y seguro de mi hombre.

—¿Peón él...?

—Para todo trabajo —me respondió alegre—. Me sé tirar de hacha y de azada... Tengo trabalhado antes de ahora no Foz—do—Iguassú; e fize una plantación de papas.

El muchacho era brasileño, y hablaba una lengua de frontera, mezcla de portugués—español—guaraní, fuertemente sabrosa.

—¿Papas? ¿Y el sol? —observé—. ¿Cómo se las arreglaba?

—¡Oh! —me respondió encogiéndose de hombros—. O sol no hace nada... Tené cuidado usted de mover grande la tierra con a azada... ¡Y dale duro a o yuyo! El yuyo es el peor enemigo de la papa.

Véase cómo aprendí a cultivar papas en un país donde el sol, a más de matar las verduras quemándolas sencillamente como al contacto de una plancha, fulmina en tres segundos a las hormigas rubias y en veinte a las víboras de coral.

El hombre me miraba y lo miraba todo, visiblemente agradado de mí y del paraje.


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20 págs. / 35 minutos / 434 visitas.

Publicado el 27 de julio de 2016 por Edu Robsy.

Una Conquista

Horacio Quiroga


Cuento


Él

Cada cuatro o cinco días, y desde hace dos meses, recibo cartas de una desconocida que, entre rasgos de ingenuidad y de esprit, me agitan más de lo que quisiera.

No son estas las primeras cartas de femenina admiración que recibo, puede creerse. Cualquier mediano escritor posee al respecto un cuantioso archivo. Las chicas literatas que leen mucho y no escriben, son por lo general las que más se especializan en esta correspondencia misteriosa, pocas veces artística, sentimental casi siempre, y por lo común estéril.

En mi carácter de crítico, me veo favorecido con epístolas admirativas y perfumadas, donde se aspira a la legua a la chica que va a lanzarse a escribir, o a la que, ya del oficio, melifica de antemano el juicio de su próximo libro.

Con un poco de práctica, se llega a conocer por la primera línea qué busca exactamente la efusiva corresponsal. De aquí que haya cartas amabilísimas que nos libramos bien de responder, y otras reposadas, graves —casi teosóficas—, que nos apresuramos a contestar con una larga sonrisa.

Pero de esta anónima y candorosa admiradora no sé qué pensar. Ya dos veces me he deslizado con cautela, y por la absurda ingenuidad de su respuesta he comprendido mi error.

¿Qué diablos pretende? ¿Atarme de pies y manos para leerme un manuscrito?

Tampoco, por lo que veo. Le he pedido me envíe su retrato; muy gentil cambio de fotografías. Me ha respondido que teniendo a la cabecera de su cama cuatro o cinco retratos míos recortados de las revistas, se siente al respecto plenamente satisfecha. Esto en cuanto a mí. En cuanto a ella, es "apenas una chica feúcha, indigna de ser mirada de cerca por un hombre de tan buen gusto como yo".

¿No muy tonta, verdad?


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Dominio público
5 págs. / 8 minutos / 157 visitas.

Publicado el 27 de julio de 2016 por Edu Robsy.

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