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autor: Horacio Quiroga etiqueta: Cuento


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El Mármol Inútil

Horacio Quiroga


Cuento


—¿Usted, comerciante? —exclamé con viva sorpresa dirigiéndome a Gómez Alcain—. ¡Sería digno de verse! ¿Y cómo haría usted?

Estábamos detenidos con el escultor ante una figura de mármol, una tarde de exposición de sus obras. Todas las miradas del grupo expresaron la misma risueña certidumbre de que en efecto debía ser muy curioso el ejercicio comercial de un artista tan reconocidamente inútil para ello como Gómez Alcain.

—Lo cierto es —repuso éste, con un cierto orgullo— que ya lo he sido dos veces; y mi mujer también —añadió señalándola.

Nuestra sorpresa subió de punto:

—¿Cómo, señora, usted también? ¿Querría decirnos cómo hizo? Porque…

La joven se reía también de todo corazón.

—Sí, yo también vendía… Pero Héctor les puede contar mejor que yo… Él se acuerda de todo.

—¡Desde luego! Si creen ustedes que puede tener interés…

—¿Interés, el comercio ejercido por usted? —exclamamos todos—. ¡Cuente enseguida!

Gómez Alcain nos contó entonces sus dos episodios comerciales, bastante ejemplares, como se verá.

Mis dos empresas —comenzó— acaecieron en el Chaco. Durante la primera yo era soltero aún, y fui allá a raíz de mi exposición de 1903. Había en ella mucho mármol y mucho barro, todo el trabajo de tres años de enfermiza actividad. Mis bustos agradaron, mis composiciones, no. De todos modos, aquellos tres años de arte frenético tuvieron por resultado cansarme hasta lo indecible de cuanto trascendiera a celebridades teatrales, crónicas de garden party, críticas de exposiciones y demás.


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Publicado el 24 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

La Madre de Costa

Horacio Quiroga


Cuento


Un hombre casado se debe a su mujer; pero un soltero sin familia, a su dueña de casa.

Abalcázar Costa —en provincias hay siempre nombres raros— vino de la suya con excelentes notas en bachillerato y escaso dinero. Púsose a buscar una casa de huéspedes donde se comiese bien —porque los muchachos que vienen tienen gran apetito— y hubiera tranquilidad.

Hallola en la calle Cevallos, una vieja casa de dos patios, que quedara enclavada entre altísimos muros. Por cierto, no había sol. En verano, y durante dos meses, alcanzaba a insinuarse hasta el marco superior de las puertas, nada más. En invierno, los frisos tenían una línea verde de humedad y en la casa oscura reinaba un vaho de sótano.

Con todo, había tranquilidad, y Costa propúsose aprovecharla, lo que era innegable, y pensó vivir allí mucho tiempo, lo que no lo fue tanto. Se hospedaban en aquélla ocho o diez inquilinos, y regía su destino la dueña de casa, persona repleta de promesas y que vestía siempre de negro, como conviene a una patrona seria y madre de sus hijos.

Costa encantose de ella, pues es cierto que en los primeros tiempos la dueña de casa tuvo con él gracias extraordinarias. No se sabe cómo pudo Costa obtener un mes entero la comida a la hora que él deseaba. Para los demás —y entre ellos, yo— el problema era irresoluble. Acaso, acaso en un tiempo remoto, cuando nos instalamos, nos cupo a nosotros igual dicha; pero la subsecuente mala suerte nos había hecho olvidar de la buena. Lo cierto es que durante un mes, Costa fue servido antes de media hora de sentarse a la mesa, halló siempre azúcar en la azucarera y agua en las jarras, y demás circunstancias felices, propias de una persona afortunada.

Nosotros llamábamos a nuestra solícita madre, doña Josefa; Costa decía misia Josefa, y la trataba con deferencia. El muchacho era muy culto en sus expresiones.


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Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

La Ausencia de Mercedes

Horacio Quiroga


Cuento


Hipólito Mercedes, del Ministerio de Hacienda, tenía veintisiete años cuando le aconteció su extraordinaria aventura. Era un muchacho grueso, muy rubio, de ojos irritados y parpadeantes, que usaba lentes porque era miope. Era bastante tímido, sus muslos rechonchos se rozaban hasta la rodilla, como los de las mujeres. Tenía la inteligencia circunscrita, a semejanza de las personas adictas a filosofar, y para colmo se llamaba Mercedes, como una hermana mía.

Era extremadamente pulcro. De modo que no pudo ser más grande la estupefacción de sus compañeros la tarde en que le vieron levantarse de la mesa con un tintero en la mano, vaciarlo en el piso y arrodillarse, frotando concienzudamente las rodillas sobre la tinta. Después volvió a escribir plácidamente. Los oficinistas, sin saber qué pensar, dispusiéronse a gozar el resultado. Indudablemente el pobre Mercedes no se había dado cuenta de lo que había hecho, porque salió en paz, como si en realidad no llevara dos grandes manchas en las rodillas. Al día siguiente hubo quejas, protestas, que agitaron la oficina hasta las dos. Mercedes llegó a proferir palabras bastante groseras, a las que sus compañeros replicaron que cuando se sufre distracciones más bien estúpidas, es inútil acusar a nadie y mucho menos levantar la voz.


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Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Los Corderos Helados

Horacio Quiroga


Cuento


La historia —de un extremo al otro— se desarrolló en un frigorífico, y durante varios meses míster Dougald vivió en perfecta perplejidad sobre la clase de ofensa que pudo haber inferido a su capataz. Pero una mañana del verano último la luz se hizo, y el gerente del frigorífico sabe ahora perfectamente por qué el odio y los cerrojos de Tagliaferro se volcaron tras su espalda.

Esa cálida madrugada de febrero, míster Dougald, que en mangas de camisa pasea su pipa por los muelles del frigorífico, ha visto llegar hasta él a la esposa de Tagliaferro.

—Buenos días, míster Dougald —ha dicho ella, deteniéndose a su frente.

—Buenos días —ha respondido él, dejándose enfrentar.

—He querido hablarle ahora, míster Dougald —prosigue ella con grata sonrisa—, porque más tarde es difícil… Es por mi hermanito, Giacomo… usted sabe.

Pero míster Dougald, que sin moverse fija la vista en la joven —rostro fresco y ojos cálidos— la interrumpe:

—Sí, sí… mala cabeza. Usted… linda cara.

—Sí, míster Dougald —se ríe ella—, ya sé… Pero no se trata de eso. Giacomo está mal aconsejado. La última huelga…

—Poca cosa… —corta él, sacudiendo la cabeza—. Pero usted… muy linda cara.

—Bueno, míster Dougald; sea más serio. Sabemos que usted es muy bueno, y Duilio lo reconoce… Él se acuerda siempre de que usted no lo echó después de aquello… Vea, míster Dougald: cambiando de taller a Giacomo…

—Imposible —corta de nuevo. Para agregar, considerando siempre los ojos de la joven, que se marean cada vez que él insiste—: Usted… muy linda boca.

Ella opta por reírse, y dar por fracasada su embajada matinal.

—Otro día le hablaré, cuando esté más bueno.

—Es que yo digo: usted es…


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3 págs. / 6 minutos / 75 visitas.

Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Los Pollitos

Horacio Quiroga


Cuento


Cuando Eizaguirre llegó a la chacra que acababa de comprar allá, hallose con un campo raso y un rancho en el mayor abandono, sin otra cosa de estable que prodigiosa cantidad de vinchucas en los palos carcomidos, y muchos piques en el suelo. Los informes del vendedor habían sido bien distintos. Eizaguirre, espíritu lleno de calma y paciencia, consideró que todo el tiempo que perdiera en meditar la injusticia cometida con él sería al fin y al cabo en perjuicio suyo y no del vendedor. Por consiguiente, desde el primer día entregose a inspeccionar el rancho, a afirmar el pozo y demás.

Como no tenía peón y trabajaba mucho, al llegar la noche caía rendido en su catre. No obstante esta fatiga y su poco amor a las frías noches de aquel país, había en el rancho un detalle turbador que lo arrojó a dormir afuera: las sombrías vinchucas. Eizaguirre tenía mosquitero pero se ahogaba bajo él como acontece a algunas personas sin suerte. Debió pues, fabricar con las arpilleras en que llegara envuelto su colchón una especie de palio sobre cuatro ramas, y bajo el que dormían en compañía la gallina y sus ocho pollos.

Esta familia habíale sido regalada por un colono compasivo, a quien él compadecía a su vez, pagándole siempre los dos o tres choclos que comía diariamente. Eizaguirre cuidaba de sus pollitos con mucho mayor afecto que el de la propia madre; tan solícito éste, que una tarde, cuando el tiempo hubo pasado, los pollos emprendieron camino del palio a dormir bajo el catre. En vano la gallina se obstinó con infinitos glu-glú y falsos picoteos en llevarlos al dormidero habitual. Tuvo que transar y en pocos días se acostumbró.


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Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

La Defensa de la Patria

Horacio Quiroga


Cuento


Durante la triple guerra hispano-americana-filipina, la concentración de fuerzas españolas en las islas Luzón y Mindanao fue tan descuidada, que muchos destacamentos quedaron aislados en el interior. Tal pasó con el del teniente Manuel Becerro y Borrás. Éste, a principios de 1898, recibió orden de destacarse en Macolos. Llegaba de España, y Macolos es un mísero pueblo internado en las más bajas lejanías de Luzón.

Mudarse todos los días de rayadillos planchados y festejar a las hijas de los importadores es porvenir, si no adorable, por lo menos de bizarro sabor para un peninsular. Pero desaparecer en una senda umbría hacia un país de lluvia, barro, mosquitos y fiebres fúnebres, desagrada.

Como el teniente era hombre joven y entusiasta, aceptó sin excesivas quejas el mandato. Internose en los juncales al frente de cuarenta y ocho hombres, se embarró seis días, y al séptimo llegó a Macolos, bajo una lluvia de monótona densidad que lo empapaba hacía cinco horas y había concluido, con la excitación de la marcha, por darle gran apetito.

El pueblo en cuestión merecía este nombre por simple tolerancia geográfica. Había allí, en cuanto a edificación clara, algo como un fuerte, bien visible, blanqueado, triste. El sórdido resto era del mismo color que la tierra.

Pasado el primer mes de actividad organizadora y demás, el teniente aprendió a conocer, por los subsiguientes, lo que serían veinticuatro de destacamento avanzado en Filipinas.


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Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Las Julietas

Horacio Quiroga


Cuento


Cuando el matrimonio surge en el porvenir de un sujeto sin posición, este sujeto realiza proezas de energía económica. Triunfa casi siempre, porque el acicate es su amor, vale decir horizonte de responsabilidad o en total respeto de sí mismo. Pero si el estimulante es el amor de ella, las cosas suelen concluir distintamente.

Ramos era pobre y además tenía novia. Ganaba ciento treinta pesos asentando pólizas en una compañía de seguros, y bien veía que, aun con mayor sueldo, poco podría ofrecer a los padres, supuesto que es costumbre regalar a la que elegimos compañera de vida una fortuna ya hecha, como si fuera una persona extraña. El mutuo amor, sin embargo, pudo más, y se comprometió, lo que equivalía a perder de golpe su pereza de soltero en lo que respecta a mayor o menor posición.

Luego, Ramos era un muchacho humilde que carecía de fe en sí mismo. Jamás en su monótona vida hubiera sido capaz de un impulso adelante, si el amor no llega a despertar la gran inquietud de su pobreza. Averiguó, propuso, hasta insinuó, lo que era formidable en él. Obtuvo al fin un empleo en cierto ingenio de Salta. Como allá la subdivisión de trabajo no es rígida, por poco avisado que sea el desempeñante, llega fácilmente a hacerlo todo. Ramos tenía exceso de capacidad, y acababa de adquirir energía en la mirada de su Julieta.


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Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Un Chantaje

Horacio Quiroga


Cuento


El diario iba tan mal que una mañana sus propietarios se reunieron en consejo, a fin de poner término a aquello. Los dueños eran también sus redactores, cosa bastante rara: cuatro muchachos sin rastros de escrúpulos, que habían obtenido a fuerza de elocuencia un capital de cien mil pesos, ahora en riesgo inminente de desaparecer.

La deuda —había pagarés de por medio— los inquietaba suficientemente. A pesar de esto no hallaron esa mañana nada que pudiera salvarlos, agotados ya como estaban los pequeños recursos lucrativos que ofrece un diario cuando sus redactores se deciden a ello. Resolvieron, sin embargo, sostenerse quince días más, mientras se buscaba desesperadamente de dónde asirse. Y de este modo, una mañana de ésas se presentó a la dirección un hombrecito cetrino, muy flaco, lentes con guarnición de acero y ropa negra, bastante sucia; pero muy consciente de sí todo él.

—Tengo una idea para levantar un diario; deseo venderla.

Los muchachos, muy sorprendidos, miraron atentamente al sujeto.

—¿Una idea?

—Sí, señor; una idea.

—¿Utilizable enseguida?

—Hoy mismo; mañana se obtendrá el resultado.

—¿Qué resultado?

—Cien mil pesos, fácilmente.

Esta vez los ocho ojos se clavaron en el hombrecito. Éste, después de mirarlos a su vez tranquilamente, púsose a observar los mapas que colgaban de las paredes, como si se tratara de todo el mundo menos de él.

—En fin, si nos quisiera indicar…

—Con mucho gusto. Solamente desearía antes un pequeño contrato.

—¿Contrato?…

—Sí, señor. Ustedes se comprometerían a no utilizar mi idea, si no les conviniera.

—¿Y si nos conviene?

—Mil pesos.


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Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Ocaso

Horacio Quiroga


Cuento


Noche de kermesse en un balneario de moda. A dos kilómetros del hotel, la playa ha sido convertida en oasis. Grandes palmeras, alineadas en losange, se yerguen en la arena. Sobre la costa misma, y paralelo al mar, se levanta el bazar de caridad. Entre las plantas se hallan dispuestas mesas para el servicio del bar. A la alta hora de la noche que nos ocupa, el área de la fiesta —bazar, palmeras y arena— luce solitaria al resplandor galvánico de los focos.

Solitaria, tal vez no, pues aunque el bazar ha apagado sus luces, a excepción del buffet, en el oasis del palmar algunas personas desafían aún la fresca brisa marina.

Tres jóvenes en smoking y dos señoras de edad madura, concurrentes tardíos al bar, acaban de sentarse a una mesa cubierta en breve tiempo de botellas y fiambres; y en menos tiempo todavía, su atención y sus ojos se han vuelto a una mesa distante, donde un hombre y una mujer, que no tienen por delante sino un helado y una copa de agua, conversan frente a frente.

Él es un hombre de edad, más todavía de lo que haría suponer su apostura aún joven. Este hombre, años atrás, ha interesado fuertemente a las mujeres. No ha sido un tenorio. Aunque no se nombra nunca a conquista alguna suya, se está seguro del peligro que representa. Mejor aún: que representaba.

Ella, la mujer que con un codo en la mesa tiene fijos los ojos en su interlocutor, es muy joven.

Mejor aún: una criatura de diecisiete años. Pero los recién venidos nos informarán más ampliamente sobre ella.

—Ahí está la Perra de Olmos, tratando de conquistar a Renouard —interpreta una de las señoras.

—¿Perra…? —inquiere alguno de los jóvenes.

—Sí, Lucila Olmos —explica la dama—. Un apodo de familia… Cuando era chica se emperraba sin dar por nada su brazo a torcer… De aquí su nombre.

—Lindísima, a pesar de ello… —comenta el mismo joven.


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Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Siete y Medio

Horacio Quiroga


Cuento


Cuando el año pasado debí ir a Córdoba, Alberto Patronímico, muchacho médico, me dijo:

—Anda a ver a Funes, Novillo y Rodríguez del Busto. Se les ha ocurrido instalar un sanatorio; debe de ser maravilloso eso. Entre todos juntos no reunieron, cuando los dejé el año pasado, mucho más de 15 ó 20 pesos. No me explico cómo han hecho.

—Pero siendo médicos… —argüí.

—Es que no son médicos —me respondió—, apenas estudiantes de quinto o sexto año. Se hicieron, sí, de cierta reputación como enfermeros. Habían fundado una como especie de sociedad, que ponían a disposición de la gente de fortuna. Claro es que entre pagar diez pesos por noche a un gallego de hospital que recorre el termómetro tres veces de abajo arriba para leer la temperatura, y pagar cincuenta a un estudiante de medicina, no es difícil la adopción. Cobraban cincuenta pesos por noche. Además, su apellido, de linaje allá en Córdoba, daba cierto matiz de aristocrático sacrificio a esta jugarreta de la enfermería. Lo que no me hubiera pasado a mí.

En efecto, llamarse Patronímico y tener el valor de dar el nombre en voz alta, son cosas que comprometen bastante una vida tranquila. Cuantos tienen un apellido perturbador del reposo psíquico, conocen esto. Patronímico, siendo ya hombre, perdió muchas ocasiones de adquirir buenas cosas en remate, por no dar el nombre. Sus vecinos de los costados, de delante, se volvían enseguida y lo miraban. Y ser mirado así, sin tener derecho de considerarse insultado, fatiga mucho.


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8 págs. / 14 minutos / 57 visitas.

Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

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