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autor: Horacio Quiroga etiqueta: Cuento


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Los Cascarudos

Horacio Quiroga


Cuento


Hasta el día fatal en que intervino el naturalista, la quinta de monsieur Robin era un prodigio de corrección. Había allí plantaciones de yerba mate que, si bien de edad temprana aún, admiraban al discreto visitante con la promesa de magníficas rentas. Luego, viveros de cafetos —costoso ensayo en la región—, de chirimoyas y heveas.

Pero lo admirable de la quinta era su bananal. Monsieur Robin, con arreglo al sistema de cultivo practicado en Cuba, no permitía más de tres vástagos a cada banano pues sabido es que esta planta, abandonada a sí misma se torna en un macizo de diez, quince y más pies. De ahí empobrecimiento de la tierra, exceso de sombra, y lógica degeneración del fruto. Mas los nativos del país jamás han aclarado sus macizos de bananos, considerando que si la planta tiende a rodearse de hijos, hay para ello causas muy superiores a las de su agronomía. Monsieur Robin entendía lo mismo y aún más sumisamente, puesto que apenas la planta original echaba de su pie dos vástagos, aprontaba pozos para los nuevos bananitos a venir que, tronchados del pie madre, crearían a su vez nueva familia.

De este modo, mientras el bananal de los indígenas, a semejanza de las madres muy fecundas cuya descendencia es al final raquítica, producía mezquinas vainas sin jugo, las cortas y bien nutridas familias de monsieur Robin se doblaban al peso de magníficos cachos.

Pero tal glorioso estado de cosas no se obtiene sino a expensas de mucho sudor y de muchas limas gastadas en afilar palas y azadas.

Monsieur Robin, habiendo llegado a inculcar a cinco peones del país la necesidad de todo esto, creyó haber hecho obra de bien, aparte de los tres o cuatro mil cachos que desde noviembre a mayo bajaban a Posadas.


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3 págs. / 6 minutos / 136 visitas.

Publicado el 24 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Polea Loca

Horacio Quiroga


Cuento


En una época en que yo tuve veleidades de ser empleado nacional, oí hablar de un hombre que durante los dos años que desempeñó un puesto público no contestó una sola nota.

—He aquí un hombre superior —me dije—. Merece que vaya a verlo.

Porque debo confesar que el proceder habitual y forzoso de contestar cuanta nota se recibe es uno de los inconvenientes más grandes que hallaba yo a mi aspiración. El delicado mecanismo de la administración nacional —nadie lo ignora— requiere que toda nota que se nos hace el honor de dirigir, sea fatal y pacientemente contestada. Una sola comunicación puesta de lado, la más insignificante de todas, trastorna hasta lo más hondo de sus dientes el engranaje de la máquina nacional. Desde las notas del presidente de la República a las de un oscuro cabo de policía, todas exigen respuesta en igual grado, todas encarnan igual nobleza administrativa, todas tienen igual austera trascendencia.

Es, pues, por esto que, convencido y orgulloso, como buen ciudadano, de la importancia de esas funciones, no me atrevía francamente a jurar que todas las notas que yo recibiera serían contestadas. Y he aquí que me aseguraban que un hombre, vivo aún, había permanecido dos años en la Administración Nacional, sin contestar —ni enviar, desde luego— ninguna nota…

Fui, por consiguiente, a verlo, en el fondo de la república. Era un hombre de edad avanzada, español, de mucha cultura, pues esta intelectualidad inesperada al pie de un quebracho, en una fogata de siringal o en un aduar del Sahara, es una de las tantas sorpresas del trópico.


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11 págs. / 19 minutos / 132 visitas.

Publicado el 24 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

La Reina Italiana

Horacio Quiroga


Cuento


I

Una sociedad exclusiva de abejas y de gallinas concluirá forzosamente mal; pero si el hombre interviene en aquélla como parte, es posible que su habilidad mercantil concilie a los societarios.

Tal aconteció con la sociedad Abejas-Kean-Gallinas. Tengo idea, muy vaga por otro lado, de que aquello fue una cooperativa. De todos modos, la figuración activa de Kean llevó la paz a aquel final de invierno, desistiendo con ella las abejas de beber el agua de las gallinas, y evitando éstas incluir demasiado el pico en la puerta de la colmena, donde yacían las abejas muertas.

Kean, que desde hacía tiempo veía esa guerra inacabable, meditó juiciosamente que no había allí sino un malentendido. En efecto, la cordialidad surgió al proveer a las abejas de un bebedero particular, y teniendo Kean la paciencia todas las mañanas, de limpiar el fondo de la colmena, y arrastrar afuera las larvas de zánganos que una prematura producción de machos había forzado a sacrificar.

En consecuencia, las gallinas no tuvieron motivo para picotear a las abejas que bebían su agua, y éstas no sintieron más picos de gallinas en la puerta de la colmena.

La sociedad, de hecho, estaba formada, y sus virtudes fueron las siguientes:

Las abejas tenían agua a su alcance, agua clara, particular de ellas; no había, pues, por qué robarla. Kean tenía derecho al exceso de miel, sin poner las manos, claro está, en los panales de otoño. Las gallinas eran dueñas de la mitad del maíz que Kean producía, así como de toda larva que cayera ostensiblemente de la piquera. Y aún más, por una especie de tolerancia de tarifa, era lícito a las gallinas comer a las abejas enfermas y a los zánganos retardados que se enfriaban al pie de la colmena.


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8 págs. / 14 minutos / 116 visitas.

Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Los Cementerios Belgas

Horacio Quiroga


Cuento


Iban en columna por la carretera blanca, llenando el camino de una a otra cuneta. El frío, ya vivo, había echado sobre los fugitivos todos los capotes y mantas posibles. Muchos iban en carros, algunos en carritos tirados por perros; pero la gran mayoría caminaba a pie.

Marchaban, sin embargo, por la admirable alfombra de paz que había sido Bélgica. Ahora, delante, atrás, a diestra y siniestra, no quedaba nada. Nada alcanzaba a dos metros de altura: aldeas, chimeneas, árboles, todo yacía aplanado en negro derrumbe. Los fugitivos huían desde la tarde anterior, sintiendo sobre sus espaldas el tronar de la artillería, que avanzaba a la par de ellos.

Las provisiones recogidas con terrible urgencia no alcanzaban a alimentar suficientemente a la densa columna. Los pequeños recién salidos del pecho materno, y sin poder tomar una sola gota de leche, sufrían de enteritis desde el primer día.

A las diez de la noche el alucinante tronar de los cañones se aproximó más aún, y los fugitivos aceleraron la marcha.

Como la noche anterior, la negra columna iba envuelta en el llanto de chicos que no habían comido ni dormido suficientemente, y en los gemidos de criaturas de pecho que sentían dolores de vientre por la leche materna aterrorizada.

El día llegó, sin embargo, y con la lívida madrugada comenzó a llover. Los hombres se calaron la capucha de los capotes, y las madres, tras una larga mirada de desesperación a sus vecinos masculinos más próximos, alzaron sobre sus criaturas ateridas el borde chorreante de sus mantos.

La columna se detuvo, y reuniendo los últimos alimentos —los últimos; no quedaba nada ya—, las mujeres y las criaturas pudieron mitigar el hambre. Sobró algo asimismo, pues muchas mujeres, muertas de fatiga y sueño, prefirieron continuar durmiendo en los carritos. Los viejos y enfermos tuvieron así un mínimo suplemento.


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5 págs. / 9 minutos / 109 visitas.

Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

O Uno u Otro

Horacio Quiroga


Cuento


—¿Por qué no te enamoras de nosotras?

Zum Felde miró atentamente uno tras otro a los cuatro dominós que habiéndolo notado solo, acababan de sentarse en el sofá, compadecidos de su aislamiento. Zum Felde colocó su silla frente a ellas. Pero como hubiera respondido que posiblemente no sabía qué hacer, un dominó concluía de lanzar aquella pregunta con afectuosa pereza. Bajo el medio antifaz corría en línea fraternal la misma enigmática sonrisa.

—Son muchas —repuso él pacíficamente.

—¡Oh, no esperamos tanta dicha de ti!

—No podría de otro modo. ¿Cómo adivinar a la que luego ha de gustarme?

—¿Es decir, la más linda de nosotras?

—… que no eres tú, ¿cierto?

—Cierto; soy muy fea, Zum… Felde.

—No, no eres fea, aunque alargues tanto mi apellido. Pero creo…

—… ¿te refieres a mí? —observó dulcemente otra. Zum Felde la miró en los ojos.

—¿Eres linda, de veras?

—No sé… Zum Felde. Realmente no sé… Pero creo que de mí te enamorarías tú.

—¿Y tú no de mí, amor?

—No; de ti, yo —repuso otra lánguida voz.

Zum Felde se sonrió, recorriendo rápidamente con la mirada, garganta, boca y ojos.

—Hum…

—¿Por qué hum, Zum Felde?

—Por esto. Tengo un cierto miedo a las aventuras de corazón mezcladas con antifaz. Y si ustedes entendieran un poco de amor, me atrevería a contarles por qué. ¿Cuento?

Los dominós se miraron fugazmente.

—Yo entiendo un poquito, Zum Felde…

—Yo tengo vaga idea…

—Yo otra, Zum Felde…

Faltaba una.

—¿Y tú?

—Yo también un poquito, Zum Felde…


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2 págs. / 5 minutos / 98 visitas.

Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Cuadrivio Laico

Horacio Quiroga


Cuento


Navidad

Los Reyes Magos, después de consultar a Herodes, partieron de Jerusalén. La estrella divina que antes les había guiado y que habían perdido reapareció hacia el sur, descendiendo al fin sobre el techo de una humilde posada, donde acababa de nacer Jesús.

Los viejos monarcas lo adoraron parte de la noche, retirándose temprano, pues al alba debían partir para Jerusalén a avisar a Herodes; pero en un nuevo sueño unánime fueron advertidos de que no lo hicieran así.

Cambiaron en consecuencia de dirección y nunca se volvió a saber de ellos.

Cuando después de muchos días de espera Herodes se vio engañado por los viejos árabes, entró en gran furor y ordenó que se degollara a todos los niños menores de dos años de Bethlehem y sus alrededores.

Militaba por entonces en la segunda decuria de la guardia de Herodes un soldado romano, llamado Quinto Arsaces Tritíceo, parto de origen y hombre de carácter decidido y franco. Durante su estación en la triste Judea había depositado su amor en una joven betlehemita de nítida belleza, tan sencilla de corazón que jamás había soñado más horizonte para su hermosura que el homenaje del sincero soldado.

Salomé —llamábase así— vivía en Bethlehem con sus padres, y dos veces por semana llevaba a la capital los frutos varios de su huerta. A su regreso, en las claras noches de luna, Arsaces solía acompañarla, con su espada corta y su jabalina.

En una de esas noches, al despedirse, Arsaces le dijo estas palabras:

—Dime: ¿no has oído hablar en Bethlehem de tres viejos árabes que estuvieron sólo una noche allí?

—No, ¿por qué?

—Por esto: Galba, nuestro decurión, nos ha dicho ayer que El Idumeo esperó ansiosamente a tres árabes o caldeos que fueron a Bethlehem, hace ya bastante tiempo. No sé en verdad qué clase de inquietud es la suya; pero Galba teme algún nuevo despropósito de Herodes.


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11 págs. / 20 minutos / 94 visitas.

Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Invitado

Horacio Quiroga


Cuento


Tras aquel accidente de automóvil que me costó el uso de dos dedos, sufrí en el curso de la infección una carga de toxinas tan extrahumanas, por decirlo así, que las alucinaciones a que dieron lugar no tienen parangón con las de no importa qué delirio terrenal.

Por fuera, era la calma perfecta; pero en el fondo del ser humano yacente y tranquilo, la psiquis envenenada batía tan convulsivamente las alas, que los inauditos tumbos que hemos dado juntos, la psiquis y yo, sólo mi médico pudo valorarlos cuando a la mañana siguiente le expresé mi angustia.

—No es nada —me dijo el galeno, hombre más inteligente que yo—. Eso se paga.

—¿Qué «eso»?

—Su facultad de entrever regiones anormales cuando escribe. Esa facultad no la posee usted gratis, y tiene que pagarla.

¡Al diablo con el médico!

Puede que tenga razón, a pesar de todo. Si la tiene, acaso sea él el único que comprenda lo que contaré dentro de un instante. Si ha errado, en cambio, una vez más, cargaré el relato en cuenta de las no aún bien estudiadas toxinas A, B, C, Y y Z, que a modo de las vitaminas en otro orden, rigen, exaltan, confunden o aniquilan las secreciones mentales.

La situación en que nos hallamos hoy mi mujer y yo tiene su origen en un incidente trivial, el más nimio de los que cercan día y noche a un hombre que escribe para el público: el pedido de un libro suyo.

Por naturaleza soy reacio a ofrecer libros míos. Creo entender que es la vanidad, más que el deseo de leernos, la determinante de tales petitorios. Por esto presté oído de mercader a la hija de un amigo mío la vez que me pidió un libro para un señor Fersen, capaz como pocos, según afirmó, de comprender mis historietas más «anormales».


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5 págs. / 9 minutos / 89 visitas.

Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Para Estudiar el Asunto

Horacio Quiroga


Cuento


No ha habido probablemente empresa más contrariada en sus principios que la Hidráulica Continental de Luz, Calefacción y Fuerza motriz. Ya se ve: un rival de ese calibre perjudicaba en lo más hondo de sus estatutos a todas las compañías existentes nacionales o transatlánticas, de gas o electricidad. Hubo obstrucciones sin cuenta, tratándose naturalmente de una lucha de millones. Pero cuando el pozo de la Continental hubo llegado a cuatrocientos ochenta y tres metros, y la columna artesiana surgió con mucho mayor empuje del calculado, la hostilidad arreció.

La Continental, sin embargo, maniobró tan sabiamente, que obtuvo maravillosas garantías, y acto seguido la concesión pasaba al Congreso.

Ahora bien, la mayoría de los diputados halló que las garantías del gobierno eran excesivas, y la concesión, con proyecciones hasta el Juicio Final.

De modo que la Hidráulica, viendo en esa resistencia un peligro mucho mayor que los hasta entonces corridos, resolvió iluminar debidamente el cerebro de los congresales.

El primero a quien le cupo el honor de esta respetable enseñanza —y decimos «primero» por simple cálculo de probabilidades— fue David Seguerén, correntino, jurisconsulto, y de blancura más bien disimulada. Este joven sensato, electo por cualquier misterio de la política, debía concluir su periodo el próximo año. Hallábase desprovisto de toda esperanza de reelección, y aunque antes había atendido su naciente estudio con éxito, volviendo allá no tendría mucho que hacer, después de cuatro años de clientela perdida. Luego, había una madre y muchas hermanas, pobres como él y como lo habían sido siempre. Seguerén veía, pues, acercarse el momento de su cesantía, con la constante inquietud del hombre que alimenta a su familia paterna.

Esta inquietud fue la brecha a que se dirigió la empresa.


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Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

La Ausencia de Mercedes

Horacio Quiroga


Cuento


Hipólito Mercedes, del Ministerio de Hacienda, tenía veintisiete años cuando le aconteció su extraordinaria aventura. Era un muchacho grueso, muy rubio, de ojos irritados y parpadeantes, que usaba lentes porque era miope. Era bastante tímido, sus muslos rechonchos se rozaban hasta la rodilla, como los de las mujeres. Tenía la inteligencia circunscrita, a semejanza de las personas adictas a filosofar, y para colmo se llamaba Mercedes, como una hermana mía.

Era extremadamente pulcro. De modo que no pudo ser más grande la estupefacción de sus compañeros la tarde en que le vieron levantarse de la mesa con un tintero en la mano, vaciarlo en el piso y arrodillarse, frotando concienzudamente las rodillas sobre la tinta. Después volvió a escribir plácidamente. Los oficinistas, sin saber qué pensar, dispusiéronse a gozar el resultado. Indudablemente el pobre Mercedes no se había dado cuenta de lo que había hecho, porque salió en paz, como si en realidad no llevara dos grandes manchas en las rodillas. Al día siguiente hubo quejas, protestas, que agitaron la oficina hasta las dos. Mercedes llegó a proferir palabras bastante groseras, a las que sus compañeros replicaron que cuando se sufre distracciones más bien estúpidas, es inútil acusar a nadie y mucho menos levantar la voz.


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Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

La Madre de Costa

Horacio Quiroga


Cuento


Un hombre casado se debe a su mujer; pero un soltero sin familia, a su dueña de casa.

Abalcázar Costa —en provincias hay siempre nombres raros— vino de la suya con excelentes notas en bachillerato y escaso dinero. Púsose a buscar una casa de huéspedes donde se comiese bien —porque los muchachos que vienen tienen gran apetito— y hubiera tranquilidad.

Hallola en la calle Cevallos, una vieja casa de dos patios, que quedara enclavada entre altísimos muros. Por cierto, no había sol. En verano, y durante dos meses, alcanzaba a insinuarse hasta el marco superior de las puertas, nada más. En invierno, los frisos tenían una línea verde de humedad y en la casa oscura reinaba un vaho de sótano.

Con todo, había tranquilidad, y Costa propúsose aprovecharla, lo que era innegable, y pensó vivir allí mucho tiempo, lo que no lo fue tanto. Se hospedaban en aquélla ocho o diez inquilinos, y regía su destino la dueña de casa, persona repleta de promesas y que vestía siempre de negro, como conviene a una patrona seria y madre de sus hijos.

Costa encantose de ella, pues es cierto que en los primeros tiempos la dueña de casa tuvo con él gracias extraordinarias. No se sabe cómo pudo Costa obtener un mes entero la comida a la hora que él deseaba. Para los demás —y entre ellos, yo— el problema era irresoluble. Acaso, acaso en un tiempo remoto, cuando nos instalamos, nos cupo a nosotros igual dicha; pero la subsecuente mala suerte nos había hecho olvidar de la buena. Lo cierto es que durante un mes, Costa fue servido antes de media hora de sentarse a la mesa, halló siempre azúcar en la azucarera y agua en las jarras, y demás circunstancias felices, propias de una persona afortunada.

Nosotros llamábamos a nuestra solícita madre, doña Josefa; Costa decía misia Josefa, y la trataba con deferencia. El muchacho era muy culto en sus expresiones.


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4 págs. / 7 minutos / 78 visitas.

Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

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