Textos más populares esta semana de Horacio Quiroga etiquetados como Cuento | pág. 6

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autor: Horacio Quiroga etiqueta: Cuento


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El Mármol Inútil

Horacio Quiroga


Cuento


—¿Usted, comerciante? —exclamé con viva sorpresa dirigiéndome a Gómez Alcain—. ¡Sería digno de verse! ¿Y cómo haría usted?

Estábamos detenidos con el escultor ante una figura de mármol, una tarde de exposición de sus obras. Todas las miradas del grupo expresaron la misma risueña certidumbre de que en efecto debía ser muy curioso el ejercicio comercial de un artista tan reconocidamente inútil para ello como Gómez Alcain.

—Lo cierto es —repuso éste, con un cierto orgullo— que ya lo he sido dos veces; y mi mujer también —añadió señalándola.

Nuestra sorpresa subió de punto:

—¿Cómo, señora, usted también? ¿Querría decirnos cómo hizo? Porque…

La joven se reía también de todo corazón.

—Sí, yo también vendía… Pero Héctor les puede contar mejor que yo… Él se acuerda de todo.

—¡Desde luego! Si creen ustedes que puede tener interés…

—¿Interés, el comercio ejercido por usted? —exclamamos todos—. ¡Cuente enseguida!

Gómez Alcain nos contó entonces sus dos episodios comerciales, bastante ejemplares, como se verá.

Mis dos empresas —comenzó— acaecieron en el Chaco. Durante la primera yo era soltero aún, y fui allá a raíz de mi exposición de 1903. Había en ella mucho mármol y mucho barro, todo el trabajo de tres años de enfermiza actividad. Mis bustos agradaron, mis composiciones, no. De todos modos, aquellos tres años de arte frenético tuvieron por resultado cansarme hasta lo indecible de cuanto trascendiera a celebridades teatrales, crónicas de garden party, críticas de exposiciones y demás.


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Publicado el 24 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Solitario

Horacio Quiroga


Cuento


Kassim era un hombre enfermizo, joyero de profesión, bien que no tuviera tienda establecida. Trabajaba para las grandes casas, siendo su especialidad el montaje de las piedras preciosas. Pocas manos como las suyas para los engarces delicados. Con más arranque y habilidad comercial, hubiera sido rico. Pero a los treinta y cinco años proseguía en su pieza, aderezada en taller bajo la ventana.

Kassim, de cuerpo mezquino, rostro exangüe sombreado por rala barba negra, tenía una mujer hermosa y fuertemente apasionada. La joven, de origen callejero, había aspirado con su hermosura a un más alto enlace. Esperó hasta los veinte años, provocando a los hombres y a sus vecinas con su cuerpo. Temerosa al fin, aceptó nerviosamente a Kassim.

No más sueños de lujo, sin embargo. Su marido, hábil artista aún, carecía completamente de carácter para hacer una fortuna. Por lo cual, mientras el joyero trabajaba doblado sobre sus pinzas, ella, de codos, sostenía sobre su marido una lenta y pesada mirada, para arrancarse luego bruscamente y seguir con la vista tras los vidrios al transeúnte de posición que podía haber sido su marido.

Cuanto ganaba Kassim, no obstante, era para ella. Los domingos trabajaba también a fin de poderle ofrecer un suplemento. Cuando María deseaba una joya —¡y con cuánta pasión deseaba ella!— trabajaba de noche. Después había tos y puntadas al costado; pero María tenía sus chispas de brillante.

Poco a poco el trato diario con las gemas llegó a hacerle amar las tareas del artífice, y seguía con ardor las íntimas delicadezas del engarce. Pero cuando la joya estaba concluida —debía partir, no era para ella— caía más hondamente en la decepción de su matrimonio. Se probaba la alhaja, deteniéndose ante el espejo. Al fin la dejaba por ahí, y se iba a su cuarto. Kassim se levantaba al oír sus sollozos, y la hallaba en la cama, sin querer escucharlo.


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Publicado el 27 de julio de 2016 por Edu Robsy.

La Abeja Haragana

Horacio Quiroga


Cuento, Cuento infantil


Había una vez en una colmena una abeja que no quería trabajar, es decir, recorría los árboles uno por uno para tomar el jugo de las flores; pero en vez de conservarlo para convertirlo en miel, se lo tomaba del todo.

Era, pues, una abeja haragana. Todas las mañanas apenas el sol calentaba el aire, la abejita se asomaba a la puerta de la colmena, veía que hacía buen tiempo, se peinaba con las patas, como hacen las moscas, y echaba entonces a volar, muy contenta del lindo día. Zumbaba muerta de gusto de flor en flor, entraba en la colmena, volvía a salir, y así se lo pasaba todo el día mientras las otras abejas se mataban trabajando para llenar la colmena de miel, porque la miel es el alimento de las abejas recién nacidas.

Como las abejas son muy serias, comenzaron a disgustarse con el proceder de la hermana haragana. En la puerta de las colmenas hay siempre unas cuantas abejas que están de guardia para cuidar que no entren bichos en la colmena. Estas abejas suelen ser muy viejas, con gran experiencia de la vida y tienen el lomo pelado porque han perdido todos los pelos al rozar contra la puerta de la colmena.

Un día, pues, detuvieron a la abeja haragana cuando iba a entrar, diciéndole:

—Compañera: es necesario que trabajes, porque todas las abejas debemos trabajar.

La abejita contestó:

—Yo ando todo el día volando, y me canso mucho.

—No es cuestión de que te canses mucho —respondieron—, sino de que trabajes un poco. Es la primera advertencia que te hacemos.

Y diciendo así la dejaron pasar.

Pero la abeja haragana no se corregía. De modo que a la tarde siguiente las abejas que estaban de guardia le dijeron:

—Hay que trabajar, hermana.

Y ella respondió en seguida:

—¡Uno de estos días lo voy a hacer!

—No es cuestión de que lo hagas uno de estos días —le respondieron—, sino mañana mismo. Acuérdate de esto. Y la dejaron pasar.


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Publicado el 28 de julio de 2016 por Edu Robsy.

El Paso del Yabebirí

Horacio Quiroga


Cuento, Cuento infantil


En el río Yabebirí, que está en Misiones, hay muchas rayas, porque «Yabebirí» quiere decir precisamente «Río—de—las—rayas». Hay tantas, que a veces es peligroso meter un solo pie en el agua. Yo conocí un hombre a quien lo picó una raya en el talón y que tuvo que caminar rengueando media legua para llegar a su casa: el hombre iba llorando y cayéndose de dolor. Es uno de los dolores más fuertes que se puede sentir.

Como en el Yabebirí hay también muchos otros peces, algunos hombres van a cazarlos con bombas de dinamita. Tiran una bomba al río, matando millones de peces. Todos los peces que están cerca mueren, aunque sean grandes como una casa. Y mueren también todos los chiquitos, que no sirven para nada.

Ahora bien: una vez un hombre fue a vivir allá, y no quiso que tiraran bombas de dinamita, porque tenía lastima de los pececitos. Él no se oponía a que pescaran en el río para comer; pero no quería que mataran inútilmente a millones de pececitos. Los hombres que tiraban bombas se enojaron al principio, pero como el hombre tenía un carácter serio, aunque era muy bueno, los otros se fueron a cazar a otra parte, y todos los peces quedaron muy contentos. Tan contentos y agradecidos estaban a su amigo que había salvado a los pececitos, que lo conocían apenas se acercaba a la orilla Y cuando él andaba por la costa fumando, las rayas lo seguían arrastrándose por el barro, muy contentas de acompañar a su amigo. Él no sabía nada, y vivía feliz en aquel lugar.

Y sucedió que una vez, una tarde, un zorro llegó corriendo hasta el Yabebirí, y metió las patas en el agua, gritando:

—¡Eh, rayas! ¡Ligero! Ahí viene el amigo de ustedes, herido.

Las rayas, que lo oyeron, corrieron ansiosas a la orilla. Y le preguntaron al zorro:

—¿Qué pasa? ¿Dónde está el hombre?


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Publicado el 28 de julio de 2016 por Edu Robsy.

Las Rayas

Horacio Quiroga


Cuento


...—"En resumen, yo creo que las palabras valen tanto, materialmente, como la propia cosa significada, y son capaces de crearla por simple razón de eufonía. Se precisará un estado especial; es posible. Pero algo que yo he visto me ha hecho pensar en el peligro de que dos cosas distintas tengan el mismo nombre."

Como se ve, pocas veces es dado oír teorías tan maravillosas como la anterior. Lo curioso es que quien la exponía no era un viejo y sutil filósofo versado en la escolástica, sino un hombre espinado desde muchacho en los negocios, que trabajaba en Laboulaye acopiando granos. Con su promesa de contarnos la cosa, sorbimos rápidamente el café, nos sentamos de costado en la silla para oír largo rato, y fijamos los ojos en el de Córdoba.

—Les contaré la historia—comenzó el hombre—porque es el mejor modo de darse cuenta. Como ustedes saben, hace mucho que estoy en Laboulaye. Mi socio corretea todo el año por las colonias y yo, bastante inútil para eso, atiendo más bien la barraca. Supondrán que durante ocho meses, por lo menos, mi quehacer no es mayor en el escritorio, y dos empleados —uno conmigo en los libros y otro en la venta— nos bastan y sobran. Dado nuestro radio de acción, ni el Mayor ni el Diario son engorrosos. Nos ha quedado, sin embargo, una vigilancia enfermiza de los libros como si aquella cosa lúgubre pudiera repetirse. ¡Los libros!... En fin, hace cuatro años de la aventura y nuestros dos empleados fueron los protagonistas.

El vendedor era un muchacho correntino, bajo y de pelo cortado al rape, que usaba siempre botines amarillos. El otro, encargado de los libros, era un hombre hecho ya, muy flaco y de cara color paja. Creo que nunca lo vi reírse, mudo y contraído en su Mayor con estricta prolijidad de rayas y tinta colorada. Se llamaba Figueroa; era de Catamarca.


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Publicado el 27 de julio de 2016 por Edu Robsy.

La Vida Intensa

Horacio Quiroga


Cuento


Cuando Julio Shaw creyó haber llegado a odiar definitivamente la vida de ciudad, decidiose a ir al campo, mas casado. Como no tenía aún novia, la empresa era arriesgada, dado que el 98 por ciento de mujercitas, admirables en todo sentido en Buenos Aires, fracasarían lamentablemente en el bosque. La vida de allá, seductora cuando se la precipita sin perspectiva en una noche de entusiasta charla urbana, quiebra en dos días a una muñeca de garden party. La poesía de la vida libre es mucho más ejecutiva que contemplativa, y en los crepúsculos suele haber lluvias tristísima, y mosquitos, claro está.

Shaw halló al fin lo que pretendía, en una personita de dieciocho años, bucles de oro, sana y con briosa energía de muchacha enamorada. Creyó deber suyo iniciar a su novia en todos los quebrantos de la escapatoria: la soledad, el aburrimiento, el calor, las víboras. Ella lo escuchaba, los ojos húmedos de entusiasmo —«¡Qué es eso, mi amor, a tu lado!»—. Shaw creía lo mismo, porque en el fondo sus advertencias de peligro no eran sino pruebas de más calurosa esperanza de éxito.

Durante seis meses anticipose ella tal suma de felicidad en proyectos de lo que harían cuando estuvieran allá, que ya lo sabía todo, desde la hora y minutos justos en que él dejaría su trabajo, hasta el número de pollitos que habría a los cuatro meses, a los cinco y a los seis. Esto incumbiría a ella, por cierto, y la aritmética femenina hacía al respecto cálculos desconcertantes que él aceptaba siempre sin pestañear.

Casáronse y se fueron a una colonia de Hohenlau, en el Paraguay. Shaw, que ya conocía aquello, había comprado algunos lotes sobre el Capibary. La región es admirable; el arroyo helado, la habitual falta de viento, el sol y los perfumes crepusculares, fustigaron la alegría del joven matrimonio.


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3 págs. / 6 minutos / 324 visitas.

Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Los Destiladores de Naranja

Horacio Quiroga


Cuento


El hombre apareció un mediodía, sin que se sepa cómo ni por dónde. Fue visto en todos los boliches de Iviraromí, bebiendo como no se había visto beber a nadie, si se exceptúan Rivet y Juan Brown. Vestía bombachas de soldado paraguayo, zapatillas sin medias y una mugrienta boina blanca terciada sobre el ojo. Fuera de beber, el hombre no hizo otra cosa que cantar alabanzas a su bastón —un nudoso palo sin cáscara—, que ofrecía a todos los peones para que trataran de romperlo. Uno tras otro los peones probaron sobre las baldosas de piedra el bastón milagroso que, en efecto, resistía a todos los golpes. Su dueño, recostado de espaldas al mostrador y cruzado de piernas, sonreía satisfecho.

Al día siguiente el hombre fue visto a la misma hora y en los mismos boliches, con su famoso bastón. Desapareció luego, hasta que un mes más tarde se lo vio desde el bar avanzar al crepúsculo por entre las ruinas, en compañía del químico Rivet. Pero esta vez supimos quién era.

Hacia 1800, el gobierno del Paraguay contrató a un buen número de sabios europeos, profesores de universidad, los menos, e industriales, los más. Para organizar sus hospitales, el Paraguay solicitó los servicios del doctor Else, joven y brillante biólogo sueco que en aquel país nuevo halló ancho campo para sus grandes fuerzas de acción. Dotó en cinco años a los hospitales y sus laboratorios de una organización que en veinte años no hubieran conseguido otros tantos profesionales. Luego, sus bríos se aduermen. El ilustre sabio paga al país tropical el pesado tributo que quema como en alcohol la actividad de tantos extranjeros, y el derrumbe no se detiene ya. Durante quince o veinte años nada se sabe de él. Hasta que por fin se lo halla en Misiones, con sus bombachas de soldado y su boina terciada, exhibiendo como única finalidad de su vida el hacer comprobar a todo el mundo la resistencia de su palo.


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15 págs. / 26 minutos / 279 visitas.

Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Los Pescadores de Vigas

Horacio Quiroga


Cuento


El motivo fué cierto juego de comedor que míster Hall no tenía aún, y su fonógrafo fué quien le sirvió de anzuelo.

Candiyú lo vió en la oficina provisoria de la Yerba Company, donde míster Hall maniobraba su fonógrafo a puerta abierta.

Candiyú, como buen indígena, no manifestó sorpresa alguna, contentándose con detener su caballo un poco al través delante del chorro de luz, y mirar a otra parte. Pero como un inglés, a la caída de la noche, en mangas de camisa por el calor, y con una botella de whisky al lado, es cien veces más circunspecto que cualquier mestizo, míster Hall no levantó la vista del disco. Con lo que vencido y conquistado, Candiyú concluyó por arrimar su caballo a la puerta, en cuyo umbral apoyó el codo.

—Buenas noches, patrón ¡Linda música!

—Sí, linda—repuso míster Hall.

—¡Linda!—repitió el otro.—¡Cuánto ruido!

—Sí, mucho ruido—asintió míster Hall, que hallaba no desprovistas de profundidad las observaciones de su visitante.

Candiyú admiraba los nuevos discos:

—¿Te costó mucho a usted, patrón?

—Costó… qué?

—Ese hablero… los mozos que cantan.

La mirada turbia, inexpresiva e insistente de míster Hall, se aclaró.
El contador comercial surgía.

—¡Oh, cuesta mucho!… ¿Usted quiere comprar?

—Si usted querés venderme…—contestó llanamente Candiyú, convencido de la imposibilidad de tal compra. Pero míster Hall proseguía mirándolo con pesada fijeza, mientras la membrana saltaba del disco a fuerza de marchas metálicas.

—Vendo barato a usted… ¡cincuenta pesos!

Candiyú sacudió la cabeza, sonriendo al aparato y a su maquinista, alternativamente:

—¡Mucha plata! No tengo.

—¿Usted qué tiene, entonces?

El hombre se sonrió de nuevo, sin responder.


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Publicado el 28 de julio de 2016 por Edu Robsy.

El Retrato

Horacio Quiroga


Cuento


La noche estaba oscura y sofocante. A pesar de los ventiladores el salón del París abrasaba y, dejando que la señorita del piano prosiguiera sus valses, salimos con Kelvin a la toldilla de popa. No había viento, pero la marcha del buque traía de proa bocanadas de aire. Muy lejos, al Oeste, el destello de Buenos Aires aclaraba el cielo, y de vez en cuando los arcos de la dársena fosforescían aún a flor de agua.

Nos recostamos en la borda. Sin quitar el mentón de la mano, veíamos ahogarse uno a uno los puntos eléctricos. El resplandor lechoso del horizonte se iba hundiendo lentamente, y a la izquierda, en semicírculo, el cielo iluminado de Quilmes y de La Plata se apagaba también.

Había en ese paisaje nocturno vasto teatro de ausencia, fuera de la melancolía inherente al abandono de un lugar cualquiera, que por ese solo hecho, nos parece ha interesado mucho nuestra vida. Pero cuando se ha charlado dos horas sobre disociación de la materia, y se ha pensado un rato en el actual concepto del éter: un sólido sin densidad ni peso alguno; después de ese desvarío mental, los paisajes poéticos adquieren rara fisonomía.

En efecto, yo leía entonces el curioso libro de Le Bon La evolución de la materia. Había visto en él cosas tan peregrinas como la antedicha definición del éter, y el constante aniquilamiento de la materia que se desmenuza sin cesar con tan espantosa violencia, que sus partículas se proyectan en el espacio con una velocidad de cien mil kilómetros por segundo. Y muchas cosas más.

Le Bon prueba allí, o pretende probar, que la incesante desmaterialización del radio es general a todos los cuerpos. De donde, millón de siglos más o menos, la materia volverá a la nada de que ha salido.


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Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Divino

Horacio Quiroga


Cuento


Jamás en el confín aquel se había tenido idea de un teodolito. Por esto cuando se vio a Howard asentar el sospechoso aparato en el suelo, mirar por los tubitos y correr tornillos, la gente tuvo por él, sus cintas métricas, niveles y banderitas, un respeto casi diabólico.

Howard había ido al fondo de Misiones, sobre la frontera del Brasil, a medir cierta propiedad que su dueño quería vender con urgencia. El terreno no era grande, pero el trabajo era rudo por tratarse de bosque inextricable y quebradas a prueba de nivel. Howard desempeñose del mejor de los modos posibles, y se hallaba en plena tarea cuando le acaeció su singular aventura.

El agrimensor habíase instalado en un claro del bosque, y sus trabajos marcharon a maravilla durante el resto del invierno que pudo aprovechar, pero llegó el verano, y con tan húmedo y sofocante principio que el bosque entero zumbó de mosquitos y barigüís, a tal punto que a Howard le faltó valor para afrontarlos. No siendo, por lo demás, urgente su trabajo, dispúsose a descansar quince días.

El rancho de Howard ocupaba la cúspide de una loma que descendía al oeste hasta la vera del bosque. Cuando el sol caía, la loma se doraba y el ambiente cobraba tal transparente frescura que un atardecer, en los treinta y ocho años de Howard revivieron agudas sus grandes glorias de la infancia. ¡Una pandorga! ¡Una cometa! ¿Qué cosa más bella que remontar a esa hora el cabeceador barrilete, la bomba ondulante o el inmóvil lucero? A esa hora, cuando el sol desaparece y el viento cae con él, la pandorga se aquieta. La cola pende entonces inmóvil y el hilo forma una honda curva. Y allá arriba, muy alto, fija en vaguísima tremulación, la pandorga en equilibrio constela triunfalmente el cielo de nuestra industriosa infancia.


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Publicado el 24 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

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