Yo pretendí durante tres años consecutivos, antes y
después de su matrimonio, a Lucila Strinberg. Yo no le desagradaba,
evidentemente; pero como mi posición estaba a una legua de ofrecerle el
tren de vida a que estaba acostumbrada, no quiso nunca tomarme en serio.
Coqueteó conmigo hasta cansarse, y se casó con Buchenthal.
Era linda, y se pintaba sin pudor, las mejillas sobre todo. En
cualquier otra mujer, aquella exageración rotunda y perversa habría
chocado; en ella, no. Tenía aún muy viva la herencia judía que la
llevaba a ese pintarrajeo de sábado galitziano, y que tras dos
generaciones argentinas subía del fondo de la raza, como una cofia de
fiesta, a sus mejillas. Fantasía inconsciente en ella, y que su círculo
mundano soportaba de buen grado. Y como en resumidas cuentas la chica,
aunque habilísima en el flirteo, no ultrapasaba la medida de un
arriesgado buen tono, todo quedaba en paz.
Yo no conocía bastante al marido; era de origen hebreo, como ella, y
tenía, en punto a vigilancia sobre su mujer, el desenfado de buen tono
de su alta esfera social. No me era, pues, difícil acercarme a Lucila,
cuanto me lo permitía ella.
Mi apellido no es ofensivo; pero Lucila hallaba modo de sentirlo así.
—Cuando uno se llama Ca-sa-cu-ber-ta —deletreaba— no se tiene el tupé de pretender a una mujer.
—¿Ni aun casada? —le respondía en su mismo tono.
—Ni aun casada.
—No es culpa mía; usted no me quiso antes.
—¿Y para qué?
Inútil observar que al decirme esto me miraba y proseguía mirándome un buen rato más.
Otras veces:
—Usted no es el hombre que me va a hacer dar un mal paso, señor Casa-cuberta.
—Pruebe.
—Gracias.
—Hace mal. Cuando se tiene un marido como el señor Buchenthal, un señor Casacuberta puede hacer su felicidad. ¡Vamos, anímese!
—No; desanímese usted. —Y añadía—: Con usted, por lo menos, no.
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