Textos más descargados de Horacio Quiroga publicados el 25 de octubre de 2020 | pág. 4

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autor: Horacio Quiroga fecha: 25-10-2020


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El Lobisón

Horacio Quiroga


Cuento


Una noche en que no teníamos sueño, salimos afuera y nos sentamos. El triste silencio del campo plateado por la luna se hizo al fin tan cargante que dejamos de hablar, mirando vagamente a todos lados. De pronto Elisa volvió la cabeza.

—¿Tiene miedo? —le preguntamos.

—¡Miedo! ¿De qué?

—¡Tendría que ver! —se rió Casacuberta—. A menos…

Esta vez todos sentimos ruido. Dingo, uno de los perros que dormían, se había levantado sobre las patas delanteras, con un gruñido sordo. Miraba inmóvil, las orejas paradas.

—Es en el ombú —dijo el dueño de casa, siguiendo la mirada del animal. La sombra negra del árbol, a treinta metros, nos impedía ver nada. Dingo se tranquilizó.

—Estos animales son locos —replicó Casacuberta—, tienen particular odio a las sombras…

Por segunda vez el gruñido sonó, pero entonces fue doble. Los perros se levantaron de un salto, tendieron el hocico, y se lanzaron hacia el ombú, con pequeños gemidos de premura y esperanza. Enseguida sentimos las sacudidas de la lucha.

Las muchachas dieron un grito, las polleras en la mano, prontas para correr.

—Debe ser un zorro. ¡Por favor, no es nada! ¡Toca, toca! —animó Casacuberta a sus perros.

Y conmigo y Vivas corrió al campo de batalla. Al llegar, un animal salió a escape, seguido de los perros.

—¡Es un chancho de casa! —gritó aquél riéndose. Yo también me reí. Pero Vivas sacó rápidamente el revólver, y cuando el animal pasó delante de él lo mató de un tiro.


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3 págs. / 6 minutos / 380 visitas.

Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Cuentos para Novios

Horacio Quiroga


Cuento


¿Qué fue todo, al fin? Un pequeño detalle de la felicidad doméstica; pero cualquiera hubiera creído en una erupción volcánica.

Yo había llegado la tarde anterior a casa de Gaztambide, que vivía entonces en el campo. Esa misma noche, rendido por el viaje a caballo, me acosté muy temprano y me dormí enseguida. Me desperté, no sé a qué hora, y oí que el chico de los Gaztambide lloraba. Volví a dormirme, para despertarme otra vez. El chico lloraba de nuevo, y Gaztambide hablaba en voz alta. Torné a recuperar el sueño, y desperté de nuevo. El chico lloraba, pero el padre no hablaba. En cambio, oí que paseaba por afuera; hacía unos dos grados bajo cero. Esto me llenó de confusión; pero como el sueño de un hombre de mi edad es superior a la meditación de estas rarezas domésticas, torné a dormirme.

De madrugada ya, desperté por última vez.

—Esta buena gente —me dije mientras me vestía con sigilo— debe dormir aún. No hay que despertarlos.

Salí afuera, y lo primero que vi en el corredor fue a Gaztambide, hundido en un sillón de tela, bien envuelto en su plaid.

—¡Diablo! —exclamé deteniéndome a su frente—. ¿No ha dormido?

—No —respondió con una triste mirada al campo blanco de escarcha—. No dormiré nunca más.

—¿El nene…? —pregunté inquieto, recordando.

—No; el nene está sano y bueno… Pregúntele a Celina —concluyó con un movimiento de cabeza.

Abrí la puerta del comedor, y allí estaba Celina acodada a la mesa, visiblemente muerta de frío.

—No es nada —me dijo saliendo conmigo afuera—. Ya lo conocerá usted cuando se case… ¡Julio! —se volvió enternecida a su marido—. ¿Por qué no te acuestas un rato?

—No me acostaré nunca más —repuso él con la misma voz cansada—. Pero tomaría café.


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6 págs. / 12 minutos / 252 visitas.

Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Cuadrivio Laico

Horacio Quiroga


Cuento


Navidad

Los Reyes Magos, después de consultar a Herodes, partieron de Jerusalén. La estrella divina que antes les había guiado y que habían perdido reapareció hacia el sur, descendiendo al fin sobre el techo de una humilde posada, donde acababa de nacer Jesús.

Los viejos monarcas lo adoraron parte de la noche, retirándose temprano, pues al alba debían partir para Jerusalén a avisar a Herodes; pero en un nuevo sueño unánime fueron advertidos de que no lo hicieran así.

Cambiaron en consecuencia de dirección y nunca se volvió a saber de ellos.

Cuando después de muchos días de espera Herodes se vio engañado por los viejos árabes, entró en gran furor y ordenó que se degollara a todos los niños menores de dos años de Bethlehem y sus alrededores.

Militaba por entonces en la segunda decuria de la guardia de Herodes un soldado romano, llamado Quinto Arsaces Tritíceo, parto de origen y hombre de carácter decidido y franco. Durante su estación en la triste Judea había depositado su amor en una joven betlehemita de nítida belleza, tan sencilla de corazón que jamás había soñado más horizonte para su hermosura que el homenaje del sincero soldado.

Salomé —llamábase así— vivía en Bethlehem con sus padres, y dos veces por semana llevaba a la capital los frutos varios de su huerta. A su regreso, en las claras noches de luna, Arsaces solía acompañarla, con su espada corta y su jabalina.

En una de esas noches, al despedirse, Arsaces le dijo estas palabras:

—Dime: ¿no has oído hablar en Bethlehem de tres viejos árabes que estuvieron sólo una noche allí?

—No, ¿por qué?

—Por esto: Galba, nuestro decurión, nos ha dicho ayer que El Idumeo esperó ansiosamente a tres árabes o caldeos que fueron a Bethlehem, hace ya bastante tiempo. No sé en verdad qué clase de inquietud es la suya; pero Galba teme algún nuevo despropósito de Herodes.


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11 págs. / 20 minutos / 93 visitas.

Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Su Chauffeur

Horacio Quiroga


Cuento


Lo encontré en la barranca de Pino, haciendo eses con su automóvil ante la Comisión Examinadora de tráfico.

—Aquí me tiene —me dijo alegremente, a pesar del sudor que lo cubría—, enredado en estos engranajes del infierno. Un momento, y concluyo. ¡Vamos! ¡Arre!

Yo no le conocía veleidades automovilísticas, ni tampoco otras, fuera de una cultura general que disimulaba risueñamente bajo su blanca dentadura de joven lobo.

—Ya concluimos. ¡Uf! Debo de haber roto uno o dos dientes… ¿No le interesa el auto?… A mí tampoco, hasta hace una semana. Ahora… ¡Buen día, compañero! Voy a limpiarme los oídos del ruido de los engranajes.

Y cuando se iba con su automóvil, volvió la cabeza y me gritó sin parar el motor:

—¡Una sola pregunta! ¿Qué autor está en este momento de moda entre las damas de mundo?

Mis veleidades particulares no alcanzan hasta ese conocimiento. Le di al azar un par de nombres conocidos.

—… ¿Y Tagore? Perfectamente.

—Agregue Proust —agregué después de un momento de reflexión—. Bien mirado, quédese con éste. ¿Para qué quiere a Proust?

Se rió otra vez, echando mano a sus palancas por toda despedida, y enfiló a la Avenida Vertiz.

Dos meses después hallábame yo en el centro esperando filosóficamente un claro en la cerrada fila de coches, cuando en un automóvil de familia tuve la sorpresa de ver a mi chauffeur, de librea, hierático y digno en su volante como un chauffeur de gran casa.

Creí que no me hubiera visto; pero al pasar el coche, y sin alterar la línea de su semblante, me lanzó de reojo una guiñada de reconocimiento, y siguió imperturbable su camino.

Yo hubiera concluido por hacer lo mismo con el mío, si un instante después no me saludan con la mano en la visera, y me cogen del brazo. Era mi chauffeur.


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7 págs. / 13 minutos / 54 visitas.

Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Silvina y Montt

Horacio Quiroga


Cuento


El error de Montt, hombre ya de cuarenta años, consistió en figurarse que, por haber tenido en las rodillas a una bella criatura de ocho, podía, al encontrarla dos lustros después, perder en honor de ella uno solo de los suyos.

Cuarenta años bien cumplidos. Con un cuerpo joven y vigoroso, pero el cabello raleado y la piel curtida por el sol del Norte. Ella, en cambio, la pequeña Silvina, que por diván prefiriera las rodillas de su gran amigo Montt, tenía ahora dieciocho años. Y Montt, después de una vida entera pasada sin verla, se hallaba otra vez ante ella, en la misma suntuosa sala que le era familiar y que le recordaba su juventud.

Lejos, en la eternidad todo aquello… De nuevo la sala conocidísima. Pero ahora estaba cortado por sus muchos años de campo y su traje rural, oprimiendo apenas con sus manos, endurecidas de callos, aquellas dos francas y bellísimas manos que se tendían a él.

—¿Cómo la encuentra, Montt? —le preguntaba la madre—. ¿Sospecharía volver a ver así a su amiguita?

—¡Por Dios, mamá! No estoy tan cambiada —se rió Silvina. Y volviéndose a Montt—: ¿Verdad?

Montt sonrió a su vez, negando con la cabeza. «Atrozmente cambiada… para mí», se dijo, mirando sobre el brazo del sofá su mano quebrada y con altas venas, que ya no podía más extender del todo por el abuso de las herramientas.

Y mientras hablaba con aquella hermosa criatura, cuyas piernas, cruzadas bajo una falda corta, mareaban al hombre que volvía del desierto, Montt evocó las incesantes matinées y noches de fiesta en aquella misma casa, cuando Silvina evolucionaba en el buffet para subir hasta las rodillas de Montt, con una marrón glacé que mordía lentamente, sin apartar sus ojos de él.


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10 págs. / 17 minutos / 160 visitas.

Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

O Uno u Otro

Horacio Quiroga


Cuento


—¿Por qué no te enamoras de nosotras?

Zum Felde miró atentamente uno tras otro a los cuatro dominós que habiéndolo notado solo, acababan de sentarse en el sofá, compadecidos de su aislamiento. Zum Felde colocó su silla frente a ellas. Pero como hubiera respondido que posiblemente no sabía qué hacer, un dominó concluía de lanzar aquella pregunta con afectuosa pereza. Bajo el medio antifaz corría en línea fraternal la misma enigmática sonrisa.

—Son muchas —repuso él pacíficamente.

—¡Oh, no esperamos tanta dicha de ti!

—No podría de otro modo. ¿Cómo adivinar a la que luego ha de gustarme?

—¿Es decir, la más linda de nosotras?

—… que no eres tú, ¿cierto?

—Cierto; soy muy fea, Zum… Felde.

—No, no eres fea, aunque alargues tanto mi apellido. Pero creo…

—… ¿te refieres a mí? —observó dulcemente otra. Zum Felde la miró en los ojos.

—¿Eres linda, de veras?

—No sé… Zum Felde. Realmente no sé… Pero creo que de mí te enamorarías tú.

—¿Y tú no de mí, amor?

—No; de ti, yo —repuso otra lánguida voz.

Zum Felde se sonrió, recorriendo rápidamente con la mirada, garganta, boca y ojos.

—Hum…

—¿Por qué hum, Zum Felde?

—Por esto. Tengo un cierto miedo a las aventuras de corazón mezcladas con antifaz. Y si ustedes entendieran un poco de amor, me atrevería a contarles por qué. ¿Cuento?

Los dominós se miraron fugazmente.

—Yo entiendo un poquito, Zum Felde…

—Yo tengo vaga idea…

—Yo otra, Zum Felde…

Faltaba una.

—¿Y tú?

—Yo también un poquito, Zum Felde…


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2 págs. / 5 minutos / 98 visitas.

Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Mi Cuarta Septicemia

Horacio Quiroga


Cuento


(Memorias de un estreptococo)

Tuvimos que esperar más de dos meses. Nuestro hombre tenía una ridícula prolijidad aséptica que contrastaba cruelmente con nuestra decisión.

¡Eduardo Foxterrier! ¡Qué nombre! Esto fue causa de la vaga consideración que se le tuvo un momento. Nuestro sujeto no era en realidad peor que los otros; antes bien, honraba la medicina —en la cual debía recibirse— con su bella presunción apostólica.

Cuando se rasgó la mano en la vértebra de nuestro muerto en disección —¡qué pleuresía justa!— no se dio cuenta. Al rato, al retirar la mano, vio la erosión y quedó un momento mirándola. Tuvo la idea fugitiva de continuar, y aun hizo un movimiento para hundirla de nuevo; pero toda la Academia de Medicina y Bacteriología se impuso, y dejó el bisturí. Se lavó copiosamente. De tarde volvió a la Facultad; hízose cauterizar la erosión, aunque era ya un poco tarde, cosa que él vio bastante claro. A las 22 horas, minuto por minuto, tuvo el primer escalofrío.

Ahora bien; apenas desgarrada la epidermis —en el incidente de la vértebra— nos lanzamos dentro con una precipitación que aceleraba el terror del bicloruro inminente, seguros de las cobardías de Foxterrier.

A los dos minutos se lavó. La corriente arrastró, inutilizó y abrasó la tercera parte de la colonia. El termocauterio, de tarde, con el sacrificio de los que quedaron, selló su propia tumba, encerrándonos.

Al anochecer comenzó la lucha. En las primeras horas nos reprodujimos silenciosamente. Éramos muchos, sin duda; pero, como a los 20 minutos, éramos el doble (¿cómo han subido éstos, los otros?) y a los 40 minutos el cuádruple, a las 6 horas éramos 180.000 veces más, y esto trajo el primer ataque.


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Las Voces Queridas que se Han Callado

Horacio Quiroga


Cuento


Hay personas cuya voz adquiere de repente una inflexión tal que nos trae súbitamente a la memoria otra voz que oímos mucho en otro tiempo. No sabemos dónde ni cuándo; todo ello fugitivo e instantáneo, pero no por esto menos hondo. La impresión, sobrado inconsistente, no deja huella alguna; y justamente lo contrario fue lo que nos pasó a Arriola y a mí, cierta vez que veníamos de Corrientes.

El muchacho tenía diez u once años. Era delgado, pálido, de largo cuello descubierto y ojos admirables. Estaba en el salón, sentado con varios chicos a nuestra mesa vecina, y cuando oímos su voz Arriola y yo nos miramos. Era indudable: habíamos sentido la misma impresión; y tan bien la leímos mutuamente en nuestros ojos que aquél se echó a reír con su portentosa gravedad local.

—¡Pero es sorprendente! —le dije—. ¿A usted también le ha hecho el mismo efecto?

—¡El mismo! ¡Es una voz que he oído mucho, pero mucho!

—Sí, y una voz querida…

—Y de mujer…

—Muerta ya…

Coincidíamos de un modo alarmante. Lo que él observaba era exactamente lo que sentía yo, y viceversa. Estábamos sinceramente inquietos. Cada vez que el muchacho decía algo —con sus inflexiones falseadas de voz que está cambiando— tornábamos a mirarnos. ¡Pero dónde, dónde la habíamos oído! Yo había evocado ya en un segundo todas las voces más o menos queridas, y es de suponer que Arriola no había hecho cosa distinta. Y no la hallábamos. Mas a cada palabra del chico sentíamos que nuestros corazones se abrían estremecidos de par en par a esa voz que remontaba. ¿De dónde?

Había algo más: ¿por qué ambos sentíamos lo mismo? Bien comprensible que él o yo hubiéramos amado mucho a una persona muerta cuya voz renacía en la garganta de muchacho débil. Pero los dos, al mismo tiempo…


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La Igualdad en Tres Actos

Horacio Quiroga


Cuento


La regente abrió la puerta de clase y entró con una nueva alumna.

—Señorita Amalia —dijo en voz baja a la profesora—. Una nueva alumna. Viene de la escuela trece… No parece muy despierta.

La chica quedó de pie, cortada. Era una criatura flaca, de orejas lívidas y grandes ojos anémicos. Muy pobre, desde luego, condición que el sumo aseo no hacía sino resaltar. La profesora, tras una rápida ojeada a la ropa, se dirigió a la nueva alumna.

—Muy bien, señorita, tome asiento allí… Perfectamente. Bueno, señoritas, ¿dónde estábamos?

—¡Yo, señorita! ¡El respeto a nuestros semejantes! Debemos…

—¡Un momento! A ver, usted misma, señorita Palomero: ¿sabría usted decirnos por qué debemos respetar a nuestros semejantes?

La pequeña, de nuevo cortada hasta el ardor en los ojos, quedó inmóvil mirando insistentemente a la profesora.

—¡Veamos, señorita! Usted sabe, ¿no es verdad?

—S-sí, señorita.

—¿Veamos, entonces?

Pero las orejas y mejillas de la nueva alumna estaban de tal modo encendidas que los ojos se le llenaron de lágrimas.

—Bien, bien… Tome asiento —sonrió la profesora—. Esta niña responderá por usted.

—¡Porque todos somos iguales, señorita!

—¡Eso es! ¡Porque todos somos iguales! A todos debemos respetar, a los ricos y a los pobres, a los encumbrados y a los humildes. Desde el ministro hasta el carbonero, a todos debemos respeto. Esto es lo que quería usted decir, ¿verdad, señorita Palomero?

—S-sí, señorita…


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Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Agutí y el Ciervo

Horacio Quiroga


Cuento


El amor a la caza es tal vez la pasión que más liga al hombre moderno con su remoto pasado. En la infancia es, sobre todo, cuando se manifiesta más ciego este anhelo de acechar, perseguir y matar a los pájaros, crueldad que sorprende en criaturas de corazón de oro. Con los años, esta pasión se aduerme; pero basta a veces una ligera circunstancia para que ella resurja con violencia extraordinaria.

Yo sufrí una de estas crisis hace tres años, cuando hacía ya diez años que no cazaba.

Una madrugada de verano fui arrancado del estudio de mis plantas por el aullido de una jauría de perros de caza que atronaban el monte, muy cerca de casa. Mi tentación fue grande, pues yo sabía que los perros de monte no aúllan sino cuando han visto ya a la bestia que persiguen al rastro.

Durante largo rato, logré contenerme. Al fin no pude más y, machete en mano, me lancé tras el latir de la jauría.

En un instante estuve al lado de los perros, que trataban en vano de trepar a un árbol. Dicho árbol tenía un hueco que ascendía hasta las primeras ramas y, aquí dentro, se había refugiado un animal.

Durante una hora busqué en vano cómo alcanzar a la bestia, que gruñía con violencia. Al fin distinguí una grieta en el tronco, por donde vi una piel áspera y cerdosa. Enloquecido por el ansia de la caza y el ladrar sostenido de los perros, que parecían animarme, hundí por dos veces el machete dentro del árbol.

Volví a casa profundamente disgustado de mí mismo. En el instante de matar a la bestia roncante, yo sabía que no se trataba de un jabalí ni cosa parecida. Era un agutí, el animal más inofensivo de toda la creación. Pero, como hemos dicho, yo estaba enloquecido por el ansia de la caza, como los cazadores.


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2 págs. / 4 minutos / 210 visitas.

Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

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